En el cuento séptimo de la décima jornada del Decamerón, Boccaccio narra la pasión amorosa de la doncella siciliana Lisa Puccini por Pedro III el Grande. La acción transcurre en Palermo en 1282, durante las fiestas de coronación del monarca aragonés como rey de Sicilia, unos meses después de que el pueblo, alzado en armas, perpetrara una masacre contra los franceses que ocupaban el reino. El cronista contemporáneo Bernat Desclot cuenta el origen de la revuelta popular, y lo que sigue es en parte una transcripción de su relato. Empezó, según el calendario juliano, el martes 31 de marzo, en la tercera jornada de Pascua; los habitantes de Palermo tenían por costumbre encaminarse ese día a la iglesia del Espíritu Santo, en las afueras de la ciudad, por su fama en la concesión de grandes indulgencias a los pecadores. En aquellos años el clima del Mediterráneo era más cálido que en nuestros días y es de presumir que, espoleados por un tiempo ya primaveral, los palermitanos hubiesen empezado a aligerar sus atuendos y andaran alegres el camino respirando un aire templado y cargado de esencias. Entre esos peregrinos había un grupo de damas gentiles, acompañadas por sus maridos, sus amigos y sus frailes, al que Desclot muestra solazándose y cantando. En esas estaban cuando vieron acercarse con malas intenciones una partida de ribauds, soldados franceses de la peor calaña y que Carlos de Anjou, rey de Sicilia por designación papal, había enviado al dominio para vigilar y reprimir a sus habitantes. Sin mediar palabra, esos hombres brutales se abalanzaron sobre las mujeres y empezaron a hurgar en sus pechos. Desclot lo cuenta como si los soldados no tuvieran otro fin que el de deshonrar a las damas; distintas fuentes (entre ellas, la crónica de Ramon Muntaner, quien, a pesar de escribir con unos cuarenta años de retraso con respecto a los hechos —Desclot empezó a redactar la suya poco después de que tuvieran lugar—, parece más coherente en algunas de sus apreciaciones, aunque sin duda también más declamatorio) hablan de los registros cotidianos que las patrullas de ribauds efectuaban por las calles para requisar armas, cumpliendo el edicto de la administración angevina que, temerosa de lo que al final acabó por ocurrir, prohibió su tenencia a los sicilianos. En el camino de la iglesia, al no hallar ningún arma escondida entre los ropajes y las bolsas de los hombres, los ribauds supusieron que las ocultaban las mujeres, y la ocasión les valió para manosearlas. La precaución para con unos sujetos de consabida impiedad debió de dejar unos momentos sin habla a los caballeros de la comitiva. «Buenos señores —dijo por fin un prudente marido—, id por vuestro camino. No hagáis villanías a nuestras mujeres». Enardecido por estas palabras, uno de los bellacos de la camarilla le respondió a voz en grito: De longaigne encore ne parlez vous! («¡Y aún os atrevéis a hablarnos de inmundicias!»), y al instante, otro de los soldados, blandiendo su maza, se lanzó en tromba contra el desprevenido caballero y le asestó un fuerte golpe en la espalda. Al ver sus compañeros cómo les acometían aquellos infames tras la afrenta sufrida por sus mujeres, no pudiendo contener ya más su indignación, se dispusieron a responder al ataque, y, al grito de Muiren! Muiren li francesqui! («¡Muerte! ¡Muerte a los franceses!»), empezaron a golpearles con alada furia, valiéndose de los bordones que portaban. Otras versiones de los hechos dicen que, al ver registrar a las damas, uno de los caballeros sacó un puñal que había logrado sustraer al cacheo de la patrulla y lo clavó en el pecho de un soldado, y hay dudas sobre la palabra maza, que en general se toma por una mala lectura de mano en el catalán de la crónica de Desclot (maça/ mà). Podría ser un error de copia o tal vez la decisión de un amanuense al considerar que un golpe con la mano no pudo haber motivado tan violenta reacción, pero no hay constancia de que los ribauds portaran mazas y, lo que es aún más significativo, el manuscrito de París del Libre del rey en Pere d’Aragó e dels seus antecessors passats, que así se llama la crónica de Desclot, no dice alçà la maça, sino alçà la palma [Ferran Soldevila, Vida de Pere el Gran i d’Alfons el Liberal. Aedos, Barcelona, 1963]. Fuera como fuese, los peregrinos que recorrían ese mismo camino se unieron al grupo de las mujeres ultrajadas y, en pocas horas, en toda la ciudad y fuera de ella, las gentes de Palermo asesinaron a tantos soldados, funcionarios y familiares de funcionarios franceses como pudieron encontrar. «Con gran derecho suyo —dice Desclot— y gran entuerto de los franceses, que son muy cruel gente y los tenían vilmente bajo sus pies». Los sublevados proclamaron capitán de Palermo a Alaimo de Lentini, un noble caballero que andaba ya por la setentena y que a lo largo de su carrera política había ejercido una importante influencia en la corte de Carlos de Anjou. Traicionando al monarca que le había nombrado consejero del reino y verdugo del Benevento, Alaimo fue uno de los principales instigadores de la rebelión popular que siguió a las primeras matanzas, y a él rindieron pleitesía y en él depositaron su confianza los barones y gentilhombres de la capital reunidos en consejo, después de decidir que todos los franceses que habitaban Sicilia fuesen pasados por las armas hasta que no quedara uno solo en toda la isla ni volviese nunca más ninguno a poner los pies en ella. No tardó el capitán en mandar a sus huestes a recorrer el territorio con la misión de penetrar en todos los castillos y en todas las casas de todas las ciudades, villas, pueblos y aldeas, y asesinar uno por uno a todos los franceses que pudiesen hallar. Se conoce esta sublevación con el nombre de «Vísperas sicilianas» y en su transcurso se dio muerte a unos dos mil franceses, entre ellos ancianos, mujeres y niños. De toda Sicilia, sólo Mesina, asediada por un ejército de quince mil hombres a caballo y seis mil peones que el rey de Francia había dispuesto alrededor de la ciudad, se mantenía bajo el yugo francés. Al volver las tropas de Alaimo de su cacería, el Consejo de Palermo, en nombre de todos los ciudadanos, envió un mensaje a los asediados de Mesina para hacerles saber que habían exterminado a todos los franceses asentados en su territorio («[…] hemos limpiado nuestra tierra, y todos los alrededores, de las devoradoras serpientes que nos engullían a nosotros y a nuestros hijos, y nos atormentaban día y noche, y tomaban la leche de los pechos de nuestras esposas y nuestras hijas y las devoraban sin piedad muy cruelmente», transcribe Desclot en su crónica) y rogarles que se deshicieran ellos también de tan espantosas serpientes y que tuvieran el coraje de enfrentarse junto a ellos al gran dragón que les sometía.
Mientras transcurrían estos hechos, el rey de Aragón, Pedro III el Grande, se hallaba en el puerto de Collo (El-Qoll) al noroeste de la costa argelina con una flota de más de cien bajeles, dirigida por el almirante calabrés Roger de Lauria y dispuesta a batirse en defensa del gobernador de Constantina, Ibn Al-Uazir, que se había sublevado contra el dominio del sultán de Túnez. La intervención tenía el apoyo de todos los reinos cristianos, pero nunca llegó a producirse; el almojarife de Menorca, sabedor de los planes del rey, mandó un mensajero al sultán: la sublevación fue sofocada de inmediato, y, cuando las huestes de Pedro III llegaron a las costas magrebíes, Ibn Al-Uazir ya había sido degollado. Sin embargo, la mayoría de los historiadores conjeturan que ese formidable despliegue de tropas nunca tuvo como principal objetivo enfrentarse al sultán de Túnez. Habiendo contraído matrimonio con Constanza de Hohenstaufen, hija y heredera del rey de Sicilia Manfredo I, Pedro el Grande reclamaba legítimamente su derecho al trono que Carlos de Anjou había arrebatado a Manfredo en 1266 por instigación del papa Urbano IV. El padre de Constanza murió en combate contra los franceses y, desde el inicio de su reinado en 1276, Pedro no distraía su mirada de la isla. Tras ciertas gestiones diplomáticas en las que enviados del rey ofrecieron a los sicilianos el apoyo del ejército aragonés, y éstos a Pedro III, la corona del reino, dos barcas con estandartes negros que transportaban gentilhombres de Palermo vestidos de riguroso luto desembarcaron en el puerto de Collo. Cuenta Ramon Muntaner que cuando estos emisarios se encontraron ante el rey se hincaron de rodillas y besaron por tres veces la tierra, y de esta manera, arrodillados, fueron avanzando hasta llegar a los pies reales, que besaron sin tregua y humedecieron con sus abundantes lágrimas («…así como la Magdalena con sus lágrimas lavó los pies de Jesucristo, así lavaron ellos los pies, con lágrimas y llantos, al señor rey»), mientras no dejaban de implorar el auxilio de Pedro el Grande: «¡Señor, mercedi, Señor, mercedi!». El rey, confundido, les pidió calma y quiso saber quiénes eran y qué querían. Escuchó entonces largos y patéticos discursos de los mensajeros sicilianos en los que describían los agravios sufridos por su pueblo bajo el poder de los angevinos y le enumeraban las razones por las que, a su juicio, y sobre todo siendo la esposa de Pedro la heredera del reino de Sicilia, no podía negarles el socorro, y, antes de retirarse a los confortables aposentos que el rey había mandado preparar para ellos, le entregaron más de cien cartas de todas las ciudades de la isla; cartas de nobles y caballeros y de señores de los castillos, todos dispuestos a obedecerle y reconocerle como rey. Hubo días después una segunda embajada en la que participaron cuatro nobles de Mesina, la ciudad asediada por las huestes de Carlos de Anjou, y que Muntaner describe con mayor negritud si cabe, pues incluso las velas de las barcas que les llevaron a puerto manifestaban el luto por las muertes y los ultrajes padecidos. Ante los horrores narrados y el dolor expresado por los emisarios, las mismas tropas reales imploraron a Pedro que partiera ya hacia la isla, y el monarca, conmovido, levantó la vista al cielo y respondió con estas palabras que Muntaner, quien no pudo tener noticia de los hechos más que por testimonios indirectos, pone en su boca: «Señor, a vuestro servicio y en vuestro honor, emprendo yo este viaje y a vuestras manos me encomiendo y encomiendo a mis gentes. Pues place a Dios y a vosotros, decidimos partir con la gracia de Dios y bajo su amparo y el de Nuestra Señora Santa María y de toda la verdadera corte celestial. ¡Vayamos a Sicilia!». Y la multitud estalló de inmediato en grandes gritos de alegría y todos se arrodillaron y entonaron la Salve. Cinco días tardó la flota real en recorrer las más de trescientas millas de distancia que había entre Collo y Trapani, al noroeste de Sicilia. Al arribar a puerto, el pueblo les recibió con enormes muestras de gozo. Nobles y ciudadanos de todas las poblaciones cercanas, arrimando sus barcas a la nave real, acudieron a postrarse ante Pedro el Grande, y una vez en tierra, mientras las multitudes lanzaban gritos de alegría y esperanza, aparejaron caballos para el rey y su séquito y acompañaron su entrada en la ciudad bajo palio de oro de cuatro lanzas, llevando por las riendas la ornada cabalgadura real, a la que precedía un coro de doncellas que tañían sus instrumentos y clamaban su devoción por el hombre que les había de liberar de los angevinos. Cuatro días duraron las celebraciones de Trapani; al quinto, los barcos emprendieron navegación hacia Palermo cargados de víveres, y el rey y sus hombres subieron a sus monturas para recorrer los cien quilómetros que les separaban de la capital. De los hechos que acaecieron después y que llevaron a la expulsión de Sicilia de Carlos de Anjou, no diremos sino que el ejército angevino se retiró de Mesina ante la sola noticia del desembarco en la isla de las tropas aragonesas, y ello con gran descontento de Pedro el Grande, deseoso —cuentan las crónicas— de medir sus fuerzas con las del francés. El combate se produjo más tarde, cuando Carlos se refugió en Regio de Calabria y desde allí despidió a los bajeles que volvían a sus puertos de Nápoles y Marsella. Al tener conocimiento de su paso ante la costa de Mesina, de la que la flota aragonesa ya había tomado posesión, el almirante Jaime Pedro, hijo ilegítimo del rey de Aragón, hizo tocar las trompetas para reunir sus galeras y lanzarlas en pos del enemigo. En este combate, que los angevinos hubiesen podido ganar con facilidad, pues contaban con una superioridad numérica considerable, las huestes de Carlos de Anjou vieron morir a miles de sus hombres y el francés perdió definitivamente el reino.
Al llegar a Palermo un mes antes de ese desenlace, Pedro el Grande volvió a conocer la devoción de los sicilianos por su persona; no así por las tropas de almogávares que le acompañaban: al contemplar a esos hombres roñosos y jadeantes, con sus oscuras ropas empapadas en sudor y su tez ennegrecida por el sol, los palermitanos sintieron el escalofrío de la derrota y temieron no verse jamás liberados de los angevinos, pero esa contrariedad no empañó su entusiasmo por la presencia en la isla del monarca de Aragón, quien ese mismo día, el 4 de septiembre de 1282, fue coronado rey de Sicilia en la catedral de Palermo y conducido majestuosamente al Palacio Imperial. En los festejos que siguieron a la coronación, da comienzo Boccaccio a la historia de Lisa:
En los tiempos en que los franceses fueron expulsados de Sicilia, había en Palermo un boticario florentino llamado Bernardo Puccini, hombre riquísimo que tenía de su mujer una sola hija, bellísima y en edad de merecer. Habiendo sido nombrado el rey Pedro de Aragón señor de la isla, celebraba en Palermo una maravillosa fiesta con sus barones, y en esa fiesta, recreándose él en unas justas a la catalana, ocurrió que la hija de Bernardo, cuyo nombre era Lisa, desde una ventana en la que estaba con otras mujeres, le vio corretear, y tan maravillosamente le agradó que, mirándole una y otra vez, de él se enamoró con fervor.
Cuando la doncella volvió a su casa, después de la fiesta —prosigue el relato del Decamerón—, sintió que el amor la poseía por completo y, al darse cuenta de que su condición de hija de un boticario vedaba el cumplimiento de sus deseos, quiso morir de inanición y dejó que la devoraran la enfermedad y la tristeza. Viendo su padre que cuantos más días pasaban más languidecía, empezó a temer por su vida y le dijo que le pidiera todo lo que anhelara, que él se lo daría costase lo que costase. Pero la locura de amor es un ídolo cuya furia no se aplaca con cualquier don. No hay nada que pueda rescatar de su extravío al aquejado de este mal y, en el comercio disparatado del espíritu con la carne, su vida puede valer menos que una pasión repentina.
Por su carácter audaz, su fama caballeresca y su condición de rey, Pedro el Grande no necesitaba ser muy agraciado para obrar el encantamiento de sus súbditos, pero sin duda era un hombre apuesto, y no es difícil imaginar que, en aquel final de verano de 1282, despertara en las muchachas que vieron de cerca su entrada triunfal en Palermo pasiones semejantes a la que Boccaccio dispuso para Lisa. En 2015 fueron exhumados sus restos, intactos desde el siglo XIII, pues a diferencia de otros personajes de la realeza sepultados en el monasterio de Santes Creus, su tumba no fue nunca profanada, y cuando los expertos que habían de examinarlos vieron levantar la pesada tapa de mármol que cubría la bañera romana a la que su hijo Jaime II mandó trasladar el cadáver a los diecisiete años de su muerte, se encontraron con la momia de un hombre alto, de cerca de un metro ochenta, al que sus sepultureros tuvieron que seccionarle los pies y colocarlos entre las tibias para que cupiera en el sarcófago. En la reconstrucción digital de sus facciones aparece un personaje robusto, de rostro alargado, nariz prominente, frente alta, labios carnosos, barba y melena. Se ha podido saber que se teñía el pelo de rubio, una coquetería al parecer bastante corriente entre los nobles de la Edad Media, y los historiadores han identificado a dos de sus amantes: María de Nicolau e Inés Zapata, que le dieron varios descendientes, pero es fama que tuvo muchas más. De su matrimonio con la reina Constanza, que vemos representada en una miniatura de la época con un rostro fino y diminuto, al que el color grisáceo de la pintura y los dos moños simétricos que luce en su peinado acaban de prestarle un aspecto ratonil, si bien es cierto que en otros retratos parece algo más favorecida, tuvo cuatro hijos y dos hijas, y se dice que la sólida unión de ambos cónyuges no sólo descansaba en intereses políticos sino también en un sincero afecto. Sin embargo, en Sicilia, Pedro III estuvo mucho tiempo separado de Constanza, y ya no la volvería a ver pues él moriría de repente a los tres años de reinar en la isla, por causas que las autopsias practicadas setecientos treinta años después de su fallecimiento no han podido determinar, e incluso el historiador Ferran Soldevila, muy inclinado a exaltar las virtudes morales del rey y en particular sus supuestas muestras de castidad, ve dudoso que, durante ese largo período, pudiera éste mantenerse en la continencia.
Dejamos el relato del Decamerón en el punto en el que el padre de Lisa ya no sabe qué hacer por su hija, quien rechaza los alimentos y todo cuanto se le puede ofrecer a cambio de sus ganas de vivir. Se le ocurre entonces a la doncella que si algo aún desea es que el rey sepa que la ama y así pueda ella morir al menos con este consuelo, y pide a su padre que haga venir a Minuccio d’Arezzo, que es —en la ficción de Boccaccio— un trovador tenido en su tiempo por un finissimo cantatore e sonatore. Lisa emociona al joven cantor con el relato de su pasión y, sabedora de que el rey gusta de la compañía de Minuccio y recibe a menudo su visita, le pide que componga una canción sobre su amor por Pedro y la interprete ante Su Majestad. El trovador se dispone a cumplir de inmediato el deseo de Lisa, por lo que acude a un versificador de probado talento, assai buon dicitore in rima a quei tempi, y juntos componen el canto de amor que le ha encargado la doncella. Al tercer día se dirige a la corte y sorprende a Pedro el Grande en pleno almuerzo, circunstancia que el rey celebra con gozo invitándole a complacerle con su viola y su canto. En los versos que entona Minuccio es Lisa quien habla. Pide al Amor que vaya junto a su señor y le cuente la pena que le abruma y que le lleva a la muerte al verse obligada, por temor, a ocultar su voluntad. El rey, conmovido, pide al trovador que le revele el origen de la bellísima canción que acaba de escuchar y, cuando descubre que él es el objeto de tales desvelos, decide visitar a Lisa, declararle su amor cortés y sellar, con un beso en la frente, su compromiso de ser, a partir de aquel momento, el caballero de la desdichada muchacha. Por colofón, Pedro y su esposa, la reina Constanza, regalan a Lisa muchas piedras preciosas y el rey le ofrece en matrimonio un joven de pobre fortuna aunque de nobles orígenes al que, como dote de la dama, le hace señor de los feudos de Cefalú y Caltabellota, abundantes en frutos de la tierra. Puede sorprender que Lisa acepte sin más como esposo a un hombre al que ni siquiera conoce y ponga así fin a su obstinada perdición de amor, pero el rey será desde entonces su caballero y no dejará nunca de lucir sus enseñas en tantos hechos de armas como participe, y ese desenlace, obediente a las leyes del amor cortés, ya satisface con creces la vanidad que gobierna la pasión de amor.
Boccaccio conocía sin duda el poder de atracción de Pedro III y el carácter caballeresco que se le atribuye, y es muy probable que también tuviera noticia de un episodio amoroso en la vida del rey, de cuando éste entró victorioso en Sicilia tras la retirada de las tropas angevinas. Puede incluso que leyera lo que dicen de este episodio la crónica de Desclot y la Historia sicula del cronista siciliano Bartolomeo de Neocastro, ambas contemporáneas de los hechos, y que lo usara a su antojo. Lo cierto es que los dos relatos, el verdadero y el fabulado por Boccaccio, aun constando de los mismos elementos —una mujer que se enamora apasionadamente de Pedro el Grande durante la conquista de Sicilia y la respuesta casta que le da el rey—, difieren notablemente en sus detalles y su significación. En la historia real es Macalda Scaletta, esposa del capitán y maestro justiciero de Sicilia Alaimo de Lentini, quien se propone conquistar a Pedro el Grande. Macalda es de hecho la antítesis de Lisa. Si el personaje descrito en el Decamerón es una muchacha virginal, ingenua, temerosa, soñadora y, por todo ello, presa fácil de un encantamiento que le lleva al desespero, Macalda, con cuarenta y dos años y un temple de acero, es una mujer con voluntad y experiencia que no busca someterse a una fantasía romántica sino satisfacer un deseo ardiente. Desclot dice de ella que era «muy bella y gentil, y muy dotada y valiente de corazón y de cuerpo; generosa en dar, y cuando era el momento y el lugar, valía por un caballero, e iba siempre con treinta caballeros armados, y vigilaba la ciudad y capitaneaba, dondequiera que fuese necesario, las gentes de armas que combatían en las murallas y en otros lugares de la ciudad». Macalda era, ciertamente, una amazona de admirable valor. Que era, además, una mujer hermosa, lo sabemos también por otras fuentes. También sabemos que tuvo muchos amantes, que urdió toda clase de intrigas políticas y que alcanzó gran fama por su maestría en el juego del ajedrez. Con su inteligencia y su arrojo supo imponerse a sus enemigos, conquistó a quien le vino en gana e hizo de su vida una leyenda que aún perdura. Desclot añade en su relato que, cuando esta mujer vio al rey, al que nunca antes había visto, «sintiose muy enamorada, por ser él un hombre valiente y agradable, de ningún modo por una malvada intención». Pero el testimonio de Desclot parece más dirigido a ennoblecer la figura del rey que a la verdad de unos hechos que sin duda desconoce en sus detalles. La Historia sicula de Bartolomeo de Neocastro, aun persiguiendo el mismo objetivo que Desclot con respecto a Pedro el Grande, describe de manera muy distinta la personalidad de Macalda, a la que presenta como codiciosa, traidora, malévola y arrebatada por un feroz apetito sexual. Parece que Bartolomeo de Neocastro conoció personalmente a Macalda y es posible conjeturar que en su visión del personaje hubiese algo de resentimiento. En su relato, la mujer visita al rey en el Casal de Santa Lucía de Randazzo ⎯no en Mesina, donde Desclot sitúa la acción⎯ cuando éste se dispone a pernoctar en su camino triunfal hacia Palermo, y lo hace con la clara intención de seducirlo. Macalda no conoce el fracaso, no hay hombre que se haya resistido a sus impulsos y cree que Pedro III no será una excepción. Se presenta ante Su Majestad vestida de guerrero, empuñando un bastón de plata y «envuelta en una nube de locura», y pretextando que no queda ningún alojamiento libre en los alrededores, pide que le deje pasar la noche con él, pero el rey no cede a sus pretensiones y se despide de ella alegando la necesidad de retirarse a descansar. En la crónica de Desclot la invita a sus aposentos, pero sólo para narrarle la historia de sus orígenes, a lo que ella accede supuestamente de buen grado. En cualquier caso, de buen grado o contrariada, en los dos testimonios contemporáneos que nos ofrecen el relato de los hechos, Macalda no logra vencer la supuesta castidad del monarca. Neocastro, dirigiendo un apóstrofe al rey, exclama que ojalá Pedro el Grande hubiese complacido los deseos de la mujer que se proponía seducirle (Utinam, clare rex, amorem bibisses, quem illa tibi fuerat praestitura), pues así habría evitado que Macalda, viéndose rechazada, no descansara hasta incitar a su anciano marido Alaimo a rebelarse contra la corona, lo que hizo unos años más tarde y lo que le valió que fuera ejecutado ante las costas de Sicilia volviendo en barco desde Barcelona cuando Pedro el Grande acababa de morir y su sucesor, Jaime II, decidió que corriera tal suerte. Neocastro habla también de los terribles celos que Macalda sentía por Constanza, y con todo ello pinta una locura de amor que no puede ser más opuesta a la de Lisa y que no encuentra su apaciguamiento más que en una venganza atroz.
Nunca sabremos lo que ocurrió esa noche de 1282 en el Casal de Santa Lucía. Cuesta creer que el encuentro entre un rey de probada promiscuidad, y obligado un largo tiempo a la continencia por hallarse lejos de su esposa, y una mujer poderosamente atractiva de la que se conocen su furor y sus logros no diera los frutos que uno puede esperar del concurso de tales condiciones. Sin embargo, es posible que las cosas fueran como las narran Bernat Desclot y Bartolomeo de Neocastro, que Pedro el Grande se sintiera cansado y no estuviese por la labor o que quisiera dar una lección a la fogosa dama por su atrevimiento. Si así fue, cuando unos años más tarde el desafortunado Alaimo de Lentini se rebeló contra la corona de Aragón por incitación de su esposa, y Neocastro está en lo cierto cuando relaciona ambos acontecimientos, nos encontraríamos ante una de las mayores venganzas por despecho amoroso que ha conocido la historia.
Por su parte, el historiador Ferran Soldevila se empeña en presentar como un hecho histórico el cuento del Decamerón, aun cuando reconoce a continuación que, tratándose de una obra literaria y no habiendo otras fuentes que refieran la historia de Lisa, su veracidad no deja de ofrecer dudas. A pesar de ello, Soldevila no quiere desperdiciar la oportunidad de simular que ambos relatos pertenecen al mismo plano de la verdad y, conjeturando que la pasión de amor de Lisa Puccini hubo de tener lugar unos días antes que el despecho sufrido por Macalda, entona un canto a las virtudes morales de Pedro el Grande al compás de los desvelos de la doncella y los ardores de la amazona:
[En ambos casos] el rey se mostró por encima de las debilidades humanas, pues si censurable habría sido que afrentara la lealtad hasta entonces no desmentida de Alaimo de Lentini, tal vez aún más censurable habría sido que abusara de un cándido amor que se le ofrecía inexperto e inerme. Él supo, en cada caso, dar el tratamiento adecuado a la paciente: y en el caso de Lisa con tan delicada bondad, con una generosidad tan caballeresca, que ha dejado siempre impresionados a los poetas y han hecho de ella el tema de sus producciones.
Fuera como fuese, dando por buena la resistencia del rey y la posterior venganza de Macalda que insinúa Neocastro, es muy posible que lo que empezó con unos guardias inmundos manoseando los pechos de unas gentiles damas y provocando con ello una revuelta que causó millares de muertos, sin la que el rey no se habría dirigido inmediatamente a Sicilia, terminara con un capitán general de sostenida lealtad y prestigio cruelmente ajusticiado como consecuencia del deseo frustrado de su mujer de quebrar la fortaleza de Pedro el Grande, lo cual vendría a poner una vez más en evidencia el formidable poder destructivo de la pasión erótica en los asuntos humanos.
Ilustración: El rey Pedro III de Aragón. Del libro de Giovanni Villani Nuova Cronica (1348). Dominio público.