Cuando en 1877 Tolstói publica la última entrega de Ana Karenina, se encuentra en la cúspide de su carrera literaria, habiendo logrado lo que cualquier artista podría soñar: es aclamado internacionalmente, su novela es considerada una obra maestra, su talento indiscutible. Sin embargo, tal y como explicaría más tarde en Confesión (1882), en ese mismo momento su vida interior atravesaba un desierto existencial que le impedía experimentar cualquier tipo de satisfacción. Es una inversión perturbadora de la lógica convencional del éxito: justo cuando alcanza la cumbre, cuando su genio ha dado sus frutos más maduros, Tolstói descubre la insignificancia de todo el edificio. La pregunta por el sentido surge entonces no desde la carencia, sino desde la plenitud, y tal vez sea eso lo más fascinante de su depresión: que emerge desde la realización de todas las ambiciones. Parece como si la satisfacción completa de los deseos mundanos hubiera permitido, por fin, que brotara la pregunta que siempre estuvo latente pero que el ajetreo de la ambición había mantenido a raya: «¿qué sentido tiene todo esto?».
En Confesión, Tolstói describe este abismo con una honestidad que resulta extraordinaria incluso para los estándares de la literatura rusa, tan propensa a la introspección radical. Lo hace, además, con una lucidez que convierte el texto en algo más que un testimonio personal. Es una disección del vacío existencial realizada con bisturí filosófico, el desmantelamiento, una a una, de todas las posibles respuestas que su cultura le ofrece a la pregunta por el sentido. Y le ocurre —insistimos— en el momento en que ha llevado a su máxima expresión el arte de la novela. Ana Karenina no es solo una historia bien contada; es un universo completo, habitado por personajes que respiran sobre la página, cuyos dilemas morales, amores, fracasos y aspiraciones tienen una verdad humana que trasciende la ficción. Tolstói ha creado un mundo tan rico y verdadero en su complejidad que parece contener la vida misma, y aún así, esa obra se le revela como insuficiente para responder a la duda existencial que lo asalta: ¿para qué vivimos? En las páginas de Confesión, decíamos, Tolstói se da cuenta de que la cultura, la ciencia, la filosofía y el arte de su tiempo están construidos sobre un vacío, sobre una evasión sistemática de la pregunta por el sentido. La civilización moderna, con toda su brillantez y sofisticación, le parece una elaborada maquinaria para distraernos de la evidencia más simple y aterradora: que todos moriremos y que, ante eso, nada de lo que hacemos parece tener sentido. Las respuestas convencionales no le sirven, los argumentos abstractos no le consuelan. Necesita una verdad que resista el escrutinio de la razón y que al mismo tiempo sea capaz de dar sentido a la existencia frente a la muerte. Anticipando el absurdo que un siglo más tarde articulará el existencialismo, sus angustias son las de la modernidad. El vértigo no viene de mirar hacia abajo, sino de mirar hacia arriba y descubrir que no hay nada más, que se ha alcanzado el límite de lo que el arte y el intelecto pueden ofrecer, y que ese límite no basta.
Confrontado con este abismo existencial, Tolstói busca respuestas en el conocimiento, se sumerge en los textos filosóficos, científicos y religiosos de su tiempo. Examina con rigor cada posible respuesta, cada consolación que el pensamiento de su época le ofrece, y las encuentra todas ellas insuficientes. La ciencia, con su pretensión de objetividad, se le muestra incapaz de abordar las cuestiones del sentido de la vida. Los filósofos, dice, intentan responder a preguntas que no se les ha planteado. En lugar de abordar directamente la cuestión vital —¿para qué vivimos?—, se enredan en disquisiciones abstractas sobre la naturaleza del ser, del conocimiento o de la moral.
La insuficiencia de estas respuestas intelectuales conduce a Tolstói a un desencanto cada vez más profundo con la cultura de élite en la que había prosperado. Comienza a ver todo el edificio de la alta cultura europea —del que él mismo es un exponente— como una elaborada maquinaria de autoengaño. Es entonces cuando comienza a operar una transformación profunda en la relación de Tolstói con el arte. Si antes veía en la creación literaria un valor intrínseco, ahora empieza a cuestionarla por su carácter evasivo. La literatura, como la filosofía o la ciencia, es para el Tolstói en crisis otra forma de distracción, un modo refinado de no enfrentar la pregunta esencial. Esta exigencia marcará el camino hacia una concepción radicalmente distinta de la creación artística, una en que la sutileza, la ambigüedad, la exploración de las contradicciones humanas —todo aquello que había hecho grande su obra— comienza a parecerle sospechoso, casi culpable.
El punto de inflexión en este trayecto de desencanto llega cuando Tolstói vuelve su mirada hacia aquellos que parecían más alejados de la angustia que lo consumía: el pueblo llano. Lo que descubre lo conmociona. Estas personas, a pesar de vivir en condiciones mucho más duras que las suyas, poseían algo que él había perdido: una serenidad frente a la vida y la muerte. La fe religiosa que impregnaba la vida de los campesinos rusos no era para ellos una doctrina abstracta, sino un modo de estar en el mundo que daba sentido a sus sufrimientos y alegrías. El contraste con la angustia existencial que lo consumía a él, hombre privilegiado, no podía ser más agudo. «Mientras que yo, que había pasado toda mi vida meditando sobre la fe, llegaba a la conclusión de que no existe nada en el mundo excepto el horror y la locura, ellos aceptaban la vida y la muerte con tranquilidad y hasta con alegría». Este descubrimiento marca el tránsito de Tolstói de artista a una suerte de profeta. Si antes su genio se manifestaba en la creación de mundos complejos habitados por personajes contradictorios, ahora se dirigirá hacia la búsqueda de principios simples y universales que puedan dar sentido a la existencia. La conversión de Tolstói no es un simple retorno a la fe ortodoxa rusa —de hecho, terminará rompiendo con la Iglesia oficial—, sino una reorientación radical de su vida y su obra hacia la búsqueda de una verdad moral que pueda sostenerse frente a la muerte.
Este tránsito implica una transformación radical de su relación con la complejidad. Si como novelista había celebrado la ambigüedad moral, las zonas grises, los dilemas irresolubles —pensemos en las tortuosas relaciones de Ana Karenina, o en las crisis espirituales de Levin—, ahora busca claridad, principios simples, verdades universales. Este giro hacia la simplicidad no significa necesariamente una simplificación intelectual; es más bien un reconocimiento de que ciertas verdades fundamentales son, por naturaleza, simples. El camino de la vida (1910), la recopilación de aforismos y máximas morales que publicará años después, refleja bien esta nueva orientación. En lugar de crear mundos ficticios donde los personajes exploran dilemas morales, Tolstói se dedica ahora a articular directamente los principios que deben guiar la vida. En esta transición, hay momentos en que su búsqueda de pureza moral, de principios claros y universales, parece borrar las sutilezas que hacían tan convincentes a sus personajes anteriores. Es como si, en su anhelo de verdad, estuviera dispuesto a sacrificar algo de la verdad más compleja que había capturado en su ficción. Lo que observamos en este período es el nacimiento de un Tolstói distinto, un hombre que ya no se conforma con crear belleza sino que exige verdad, que ya no busca explorar la condición humana en toda su complejidad sino señalar el camino hacia una vida moralmente recta. Es una evolución al mismo tiempo conmovedora y problemática. Conmovedora porque responde a una búsqueda genuina de verdad, a un rechazo valiente de las comodidades intelectuales; problemática porque implica, en cierto modo, una desconfianza hacia la complejidad misma de la vida, hacia esa ambigüedad moral que había sido el corazón de su mejor literatura.
Para comprender la magnitud de la transformación de Tolstói, resulta revelador contrastar dos de sus obras que, separadas por apenas dos décadas, representan universos literarios y morales casi antagónicos, y que ya hemos mencionado: Ana Karenina y El camino de la vida. Entre ambas no solo median años, sino una concepción radicalmente distinta de lo que significa la verdad y de cómo debe ser comunicada. Ana Karenina despliega un tapiz humano de extraordinaria complejidad. Los dilemas morales que enfrentan sus personajes no admiten resoluciones simples ni juicios categóricos. La propia Ana no es presentada como una adúltera sin más, sino como una mujer atravesada por pasiones contradictorias, atrapada entre convenciones sociales opresivas y anhelos de autenticidad. Su tragedia no ilustra una lección moral directa; más bien nos sumerge en la irreductible complejidad de la existencia humana. Cuando Ana se arroja a las vías del tren, no estamos ante el castigo ejemplar de una pecadora, sino ante el desenlace inexorable de una vida marcada por tensiones irresolubles. En Ana Karenina, la verdad no se enuncia; emerge. Emerge de la fricción entre personajes, de sus contradicciones internas, de sus fracasos y sus momentos de gracia. No hay una voz autoral que nos diga qué debemos pensar sobre tal o cual conducta.
Contrastemos ahora esta aproximación con la que encontramos en El camino de la vida, obra publicada en la última etapa de Tolstói. Aquí no hay personajes, no hay tramas, no hay ambigüedades. El libro es una colección de aforismos, máximas morales y reflexiones espirituales que apuntan directamente a lo que Tolstói considera la verdad. La complejidad narrativa ha sido sustituida por la claridad moral. La exploración ha cedido el paso a la proclamación. «La vida verdadera no es la que vive el cuerpo, sino la que vive el espíritu», leemos en una de las entradas. «Cuanto más simple es la vida, más cerca está de la libertad, la verdad y el bien», dice otra. «El amor es la única actividad razonable del hombre», proclama una tercera. Estas sentencias no emergen de la complejidad de personajes ficticios; son verdades que Tolstói considera universales y que enuncia directamente, sin mediaciones narrativas. Y esto hace que la diferencia entre ambas obras no sea solo estilística o formal: es epistemológica. En una, la verdad es algo que debe ser descubierto a través de la exploración de la complejidad humana. En otra, la verdad es algo que ya ha sido encontrado y que debe ser comunicado con la mayor claridad posible. El primer enfoque invita al lector a un viaje de descubrimiento; el segundo le ofrece un mapa ya terminado.
Esta transformación en el modo de aproximarse a la verdad refleja un cambio profundo en la concepción que Tolstói tiene del arte y su función. El giro queda explicitado en su ensayo ¿Qué es el arte? (1897), donde desarrolla una teoría estética que rompe radicalmente con la que había guiado su producción anterior. En él define la actividad artística como una forma de comunicación emocional entre personas: «Evocar en uno mismo un sentimiento que se ha experimentado y, después de evocarlo, transmitirlo mediante movimientos, líneas, colores, sonidos o formas expresadas en palabras, para que otros experimenten el mismo sentimiento: esta es la actividad del arte». A primera vista, esta definición podría parecer compatible con su práctica novelística anterior. Sin embargo, el giro crucial viene cuando Tolstói especifica qué tipo de sentimientos considera dignos de ser transmitidos. Para el Tolstói tardío, el arte debe comunicar específicamente sentimientos morales y religiosos que unan a las personas. Rechaza lo que llama «arte de las clases superiores», que según él busca solo proporcionar placer a una minoría privilegiada. El verdadero arte, argumenta, debe ser accesible y comprensible para todos, y debe contribuir al progreso moral de la humanidad. Esta visión lo lleva a desdeñar gran parte del arte de su tiempo —incluidas algunas de sus propias obras— por considerarlo elitista, moralmente ambiguo o simplemente frívolo.
El contraste entre los dos lenguajes para la verdad que Tolstói emplea en diferentes etapas de su vida nos confronta con una paradoja: ¿es posible que la verdad moral sea más profunda cuando se la muestra en toda su complejidad que cuando se la enuncia con claridad? ¿Puede la ambigüedad del gran arte contener una verdad más honda que la precisión del aforismo moral? Esta paradoja nos lleva al corazón del dilema que la transformación de Tolstói nos plantea. Si, como sugiere su evolución, la verdad moral debe ser enunciada con la mayor claridad posible, ¿qué lugar queda para la ambigüedad, para la exploración de las zonas grises, para el reconocimiento de la irreductible complejidad de la existencia humana? Tolstói resolvió esta tensión optando decididamente por la claridad moral sobre la complejidad estética. Pero, ¿quién se estremece verdaderamente con sus aforismos? Como mucho, obedece o refuta sus dictámenes. En sus novelas, en cambio, no hay nada que se parezca a una idea cerrada, a una lección, y en esa irreductibilidad radica toda la profundidad moral que puede decirse del ser humano. La paradoja es manifiesta: hay mucha más verdad moral en sus obras de complejidad estética.
El arte verdadero no simplifica la moralidad: la profundiza mostrando su complejidad. Esta es quizás la lección más importante que podemos extraer de la contradicción entre el primer y el último Tolstói. Cuando el arte se pone al servicio explícito de la moral, cuando busca transmitir lecciones claras y unívocas, paradójicamente se aleja de la verdad moral, que es siempre más compleja, más ambigua, más irreductible a fórmulas que lo que cualquier tratado moral podría capturar. En Ana Karenina, Tolstói no nos dice qué pensar sobre el adulterio, el matrimonio sin amor, la religión institucional o la vida en el campo. Nos muestra seres humanos lidiando con estos temas, y nos deja la tarea de extraer nuestras propias conclusiones, de desarrollar nuestra propia sensibilidad moral a través de la contemplación de vidas ajenas pero que en su humanidad fundamental resultan próximas a la nuestra. Esta es una forma de educación moral mucho más profunda que la que podría ofrecer cualquier manual de principios, por sabios que éstos sean, y tal vez la única que se le pueda exigir al arte.
La ironía final es que Tolstói, en su búsqueda de una verdad moral más pura y directa, acabó alejándose de la forma más profunda de verdad moral que él mismo había alcanzado en su etapa anterior. Al desconfiar de la ambigüedad, de la complejidad, de la exploración sin conclusiones predeterminadas, renunció a lo que había sido su mayor logro: mostrarnos la moral no como un conjunto de reglas sino como un territorio vivo, donde cada decisión emerge de una constelación única de factores y donde los principios abstractos siempre deben ser reinterpretados a la luz de circunstancias concretas.
Ilustración: caricatura de Lev N. Tolstói publicada en Vanity Fair el 24 de octubre de 1901. Dominio público.