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Ficción versus vacío

La historia de la novela desde finales del siglo XX hasta estos días cataloga un cementerio de armatostes desconectados de la realidad y la vida, al modo de pozos de petróleo que ya no disponen de las entrañas de la tierra, sustituidos para el público lector por heterogéneas formas de entretenimiento que van de la novela negra a los vuelos de Harry Potter y en los últimos tiempos, preferentemente, a las series de televisión. Si queda algo de clases profesionales ilustradas, su sustento vitamínico está dedicado al stream de Netflix, La isla del tesoro o Azar de Joseph Conrad han sido liofilizados y la virtualidad ha sustituido la batalla del río Berézina, del mismo modo que Tolstoi solo perdura en forma de videojuego.  

Aun así, a pesar de la corrupción deconstruccionista, la novela puede todavía representar sentido, memoria, belleza, una ilusión de tiempo, un modo de conocimiento, una pasión por la experiencia y, a la vez, una crítica de la vida. Desde luego ni la novela hamburguesa doble ni los filetes postminimalistas están en eso y ni tan siquiera tienen la fascinación de la aventura que significan Huckelberry Finn  o Les tres mosqueteros por contraste con la novela de ideas, intoxicada por la filosofía endógena o la literatura de pensamiento que vive de la trepidación ensayística. Con pesar, Alain Finkielkraut habla de post-literatura. Es algo que se desprende del lenguaje –dice– de las nuevas minorías mediáticas, políticas y culturales. No es que hayan desaparecido los escritores ni que no se escriba buena literatura. Es que ya no importa, carece de sentido. Estorba. Está de más. No ofrece respuestas fáciles. Se excede en la pluralidad de interpretaciones. Complica las cosas. Ya no puede competir con el cine, la televisión o Internet. ¿Tiene eso algo que ver con un adiós a Occidente? La verdad es que ese crepúsculo de Occidente ha sido un diagnóstico que reaparece periódicamente, hasta constatar un renacer de entre las cenizas. El historiador Niall Ferguson sostiene que el riesgo actual para Occidente no es un declive gradual y anestésico sino un colapso. Es decir: la civilización occidental, siendo como tal un sistema altamente complejo, es propensa a pasar de un modo súbito de la estabilidad a la inestabilidad. Por contraste, el espíritu de la novela —dice Finkielkraut— es la sabiduría de la incertidumbre y el estilo es un desvelamiento del mundo. O sea que, de ser cierto el tránsito acelerado de la estabilidad a la inestabilidad, una consecuencia pudiera tal vez engendrar un puñado de grandes novelas, algo urgente dado el exceso de híbridos literarios. ¿Post-literatura? ¿Pasiones humanas desleídas por la sociedad terapéutica?  

La literatura pasa periódicamente por largas temporadas de rebajas en las que, como dice la Ley de Gresham sobre la circulación monetaria, la moneda mala desplaza a la buena. Cada generación literaria pretende imponer su canon, su patrón-oro, pero ineludiblemente se va a producir en uno u otro momento una preferencia por la moneda más débil, sea el realismo social, el realismo mágico o las novelas de templarios. Como observó Thomas Gresham en tiempos isabelinos, entre dos monedas con el mismo valor nominal pero hechas de metales de valor desigual, el metal más barato saca de circulación al otro.

Viene a cuento porque sin la presencia del dinero en la gran novela del siglo XIX, de Balzac a Dickens, el desentrañamiento del mundo por la ficción hubiese sido incompleto. Algunos escritores han sucumbido a una obsesión económica lindante con el delirio: la usura, en el caso de Ezra Pound. En ocasiones, la teoría domina la ficción pero hasta el extremo paradójico de que esa obra literaria puede ser leída al margen de su tesis económica: es el peculiar caso de El mago de Oz como apología del bimetalismo. Las tesis agraristas convirtieron las novelas del olvidado Louis Bromfield en un bestseller. También en los Estados Unidos, el ardor capitalista de Ayn Rand hizo de la autora de El manantial una especie de profetisa. Casi siempre lo que en verdad ilustra es la experiencia directa, como fue el caso de Dickens, hijo de padre endeudado. La economía es parte constitutiva de impulsos tan fundamentales como el deseo, la ambición, la codicia —claro—, también el afán por legar algo a tus hijos, la autoestima, el reconocimiento público, la corrupción, el egoísmo y a la vez la filantropía. Establece un correlato insustituible entre propiedad y libertad. Contribuye al lujo y a la miseria, al bienestar y a la bancarrota. Origina el desfalco, la devaluación, las edades de oro, el esnobismo, la ruina y la superfluidad, la alquimia del avaro, las nuevas fortunas que matrimonian con los viejos linajes. Impulsa la épica de las grandes conquistas y exploraciones, el trazo de rutas y líneas férreas cruzando continentes, el riesgo fáustico de la inversión en pos de la desmesura de una ambición constructora, la epopeya de la lucha del hombre contra la naturaleza. 

Al desaparecer la realidad económica de las novelas simbolistas o experimentales, el uso del dinero a efectos de conflicto o tragedia se recluye durante unas décadas en la novela policíaca. Sin lujo ni vanidad, inspirada en el desprecio de los placeres mundanos, la sociedad se convertirá –dice un costumbrista burgués como Mesonero– en un cuerpo raquítico y apocado. Además la literatura enseñaba como los seres humanos gastaban dinero en las épocas más dispares. Hoy, por ejemplo, es muy difícil para el novelista describir en sus personajes lo que llamamos el «consumidor voluble, fragmentado, desregulado». ¿Gastaba de forma distinta Madame Bovary al ir arruinando a su esposo Charles? ¿Derrochan las señoritas Prozac como derrochaba Beckie Sharp en La feria de las vanidades? En Orgullo y prejuicio de lo que se trata es de casarse con un hombre rico. Con El gran Gatsby nos preguntamos si el dinero lo puede todo.  Fue muy saludable, por ejemplo, que Tom Wolfe, reintrodujera la pasión por poseer y el interés económico como impulsos de la vida después de una larga temporada de novelas con personajes dedicados a la percepción psicotrópica y ajenos a las oscilaciones del NASDAQ. Fue un retorno esporádico a la observación del comportamiento humano con la novela como instrumental de poderosa previsión. 

Al ver que con la novela experimental se pasaba de hablar del mundo a ensimismarse en la literatura del formalismo, no pocos autores se han concentrado en la narración sin literatura. Al autocontemplarse, la novela ha perdido su identidad. Por eso se hizo infranqueable la frontera entre el Antiguo Régimen de la gran novela y la ficción de horno microondas.


Foto: Libros en una estantería. Via Creative Commons.