Literatura

Nulla aesthetica sine ethica

Sin duda la gente de mi generación relacionará siempre esta frase: «No hay estética sin ética» con José María Valverde, que, en 1965, dimitió de su cátedra de estética de la Universidad de Barcelona como protesta por la expulsión de la cátedra de ética de su amigo y maestro José Luis L. Aranguren, en la Universidad de Madrid, por parte de las autoridades franquistas. Valverde se quedó sin trabajo y tuvo que exiliarse a América para poder mantener a su familia, y sus discípulos nos quedamos un poco huérfanos. Su famosa frase tiene dos sentidos: el de la protesta y el más interesante: la afirmación de que el arte sin ética no es arte. Este es el sentido que quiero analizar y que se presta a varias reflexiones. En realidad, la vertiente ética de la literatura es huidiza, y muchas veces se ha interpretado erróneamente como si se tratara de un mensaje moral más o menos subyacente en el texto.

En la segunda mitad del siglo I (aC), en su Espistola ad Pisones, Horacio formuló con mucha precisión que la literatura tenía la capacidad de deleitar y a la vez enseñar: 

Omne tulit punctum qui mixit utile dulci
lectorem delectando pariterque monendo.1

En principio podríamos decir que lo dulce, lo que nos deleita, está en las formas que el poeta impone a su material, que es el lenguaje; son básicamente tres: la exterior (organización del sonido), la intermedia (organización de las frases) y la interior (organización del sentido con las figuras del discurso) que se corresponden con las tres partes de la gramática de la lengua: la fonética, la sintaxis y la semántica respectivamente. Ahora bien, ¿dónde está lo dulce y en qué consiste? ¿Y dónde está lo útil y en qué consiste? Los dos versos de Horacio no lo dicen explícitamente, porque a Horacio, en este momento de su epístola, solo le interesa establecer la necesidad de unir ambas cosas, lo dulce y lo útil.

Lo que nos deleita y lo que nos instruye en un poema no es solo la forma exterior; como, por ejemplo, una métrica estricta. Hay poetas con una gran facilidad de fabricar versos de todo tipo que son incapaces de crear un verdadero poema. La forma intermedia puede tener más fuerza, pero la más poderosa es la forma interior, y es natural que el poema sea más eficaz cuando tenemos las tres formas unidas. Por otra parte, tampoco es suficiente que el texto posea valores morales si no van acompañados de la estructura formal que necesita un poema, especialmente de la forma interior. Por esa razón se puede decir, sin temor a engaño, que los moralistas unidimensionales no son verdaderos poetas. Los moralistas unidimensionales son los poetas que están convencidos de que lo importante en un poema es una determinada idea que a ellos les parece interesante y la escriben sin transformar la idea en un poema, por más que el poema tenga versos métricamente perfectos2, y por más que el contenido moral de sus textos tenga valor, aunque es raro que lo tenga siempre. Los textos que incitan a cambiar de conducta, por ejemplo, pueden ser buenos sermones, pero no son poemas. De ahí que, si bien es acertada la frase Nulla aesthetica sine ethica, también lo es la contraria: Nulla ethica sine aesthetica. El arte exige, como dice Horacio, que ambas cosas vayan unidas. Sin estética, un texto con un gran contenido ético no es más que un sermón disfrazado de poema, o mejor dicho: no es más que una burla de poema, un engaño, porque un disfraz nunca es lo real.

Lo que me propongo, pues, es averiguar en qué consiste exactamente la estética de un poema y en qué consiste su ética, así como por qué el valor de un poema solo aparece cuando ambas cosas van unidas. 

Joan Ferraté consideraba los textos sin forma como «discursos de primer grado». Pueden contener ideas (o lo que vino a llamarse «contenido» de una obra), pero cuando estas ideas sin forma interior se presentan como si fueran un poema, nos engañan. Y solo tienen éxito cuando sus lectores comparten lo que dicen sus «mensajes». Si el mensaje no les gusta, tampoco les gusta el poema. En realidad, hay dos tipos de lectores: los que aman los poemas por lo que son y los que los valoran solo cuando resulta que expresan sentimientos o pensamientos con los cuales ellos están de acuerdo o bien ideas que ellos quizás habían intuido, pero a las que habían sido incapaces de ponerle letra. Pero la poesía no es eso. La poesía es un discurso de segundo grado, un discurso, como dijo Roman Jakobson, cuya función referencial ha sido cancelada. Es por lo tanto un discurso que «dice sin decir». De ahí que un poema, un discurso de segundo grado, necesite unas características formales que sean lo suficientemente poderosas para que el lector vea claramente que las frases no se dirigen directamente a la realidad, como ocurre con el lenguaje habitual. El texto de un poema, de toda obra literaria, en suma, es un texto que se dirige a la imaginación del lector. Y es la imaginación del lector la que crea, a partir del texto, un mundo virtual en el cual su experiencia personal juega un papel primordial. 

Voy a partir del principio según el cual el estímulo para la creación de este mundo virtual es lo dulce, lo que nos deleita, cuya condición sine qua non es, como he dicho, una organización de las tres formas, mencionadas más arriba, capaz de estimular la imaginación del lector. 

¿Dónde está, pues, lo útil, lo que, según Horacio «instruye»? ¿Y de qué tipo es esa «instrucción»? Antes ya hemos visto que la instrucción horaciana no tiene nada que ver con un sermón, ni tan solo tiene nada que ver con imponer una idea determinada al lector. La instrucción horaciana, por consiguiente, no está en el poema, o lo está solo de una manera potencial. Si queremos entender el proceso de una buena lectura, tenemos que situar esa instrucción no tanto en el poema como en el ánimo del lector. Para ilustrar todo lo dicho hasta ahora de una manera sencilla y comprensible, voy a poner uno de los ejemplos más simples que se me ocurren. Se trata de un pequeño poema de Josep Carner que consta solamente de un título y de dos versos, de difícil traducción, por cierto. Es el siguiente:

«L’argentí professional»
Ballant amb dames que l’edat recalca,
adés les alçaprema, adés les falca.3

En tan pocas palabras tenemos dos endecasílabos de ritmo binario y una sola rima. Las vocales tónicas del primer verso son siempre [a], mientras que las tónicas del segundo verso tienen la alternancia de [e] y [a]. No hay más vocales que las mencionadas, aparte de la neutra. Todo ello ya empieza a indicarnos que las dos frases del segundo verso más las dos subordinadas del primero no van dirigidas a la realidad, sino a la imaginación. El texto nos invita a imaginar lo que el poema dice (sin decir), y el hecho de que el título mencione a un argentino profesional también nos indica, aunque no se nos diga explícitamente, que el baile en cuestión no es ni más ni menos que un tango.

Pero lo mejor del poema, su capacidad imaginativa, no termina con lo que leemos; hay mucho más. Hay nuestra experiencia de los tangos: todos sabemos que bailar un tango no requiere solo moverse. Cuando la música lo indica, se requiere también que los que bailan se detengan un instante para inmediatamente empezar a moverse otra vez, y así sucesivamente hasta que termina la música. Las damas en cuestión, que destacan por su edad y que ya no tienen la vitalidad de las jóvenes, necesitan ayuda de su pareja para vencer la inercia, que es la tendencia que tienen los cuerpos a conservar su estado de reposo o de movimiento. De ahí que el argentino profesional se vea obligado a darles un empujoncito, a apalancarlas, para que empiecen a moverse, y a cada momento indicado por la música que requiere pararse un instante, entonces se ve obligado a acuñarlas, porque de lo contrario, seguirían moviéndose por inercia. Lo mejor del poema es, pues, su forma interior, el hecho de invitarnos a imaginar el tango a partir de solo dos movimientos de la mecánica más elemental. Con solo eso ya vemos donde está lo dulce, lo estético, y en este caso también lo divertido, puesto que se trata de un poema satírico. Pero la pregunta más importante sigue sin respuesta: ¿dónde está lo útil? 

En realidad, no está en el poema. El poema solo lo sugiere. En realidad, está en el ánimo del lector, en lo que el lector imagina, ayudado por el poema y por su propia experiencia de los tangos. Es, por consiguiente, su propia imaginación la que le habrá ayudado a ver el baile desde una perspectiva en este caso cómica. Su experiencia de los tangos, pues, ha quedado enriquecida con solo un título y dos endecasílabos. Pero el mérito del poema está sobre todo en el lector. Es a él a quien le ha correspondido imaginar y trasladar a la vida real todo lo que el poema le ha sugerido. 

El poema de Carner, que no puede ser más breve, alcanza ya la capacidad de deleitar al lector, y a la vez estimular su imaginación para enriquecer su experiencia; y nos muestra bastante bien que la finalidad ética de la literatura no es la de darnos consejos para cambiar de conducta, que es lo que hace un sermón. Entonces, el monere (o el prodesse, que es un concepto análogo usado por Horacio) es una tarea que corresponde más al lector que al autor, por más que el poema lo incite. Lo que está claro es que la literatura nos sugiere ver, en la vida real, algo más de lo que veíamos antes de leerlo; nos ayuda a saber más de lo que sabíamos; y, al tratarse de un poema satírico, nos sugiere, además, relativizar nuestro saber anterior. Relativizar es siempre deseable, incluso cuando se trata de relativizar lo que mucha gente considera más sagrado, sea Dios o la patria. De esa forma, el texto, gracias al lector, también acaba llegando a la realidad, pero no como el lenguaje habitual, que va directo a ella, sino dando un rodeo. La literatura es un artefacto lingüístico que siempre da un rodeo antes de desembocar en la realidad.  

La tradicional y continua confusión con el monere  horaciano (que simplemente indica la posibilidad de enriquecer nuestra vida) se debe al hecho de pensar erróneamente que la instrucción consiste en un «mensaje» más o menos explícito, más o menos oculto en la obra, lo cual convertiría el texto, de segundo grado, en un texto de primer grado. El monere no es solo aquello que el lector es capaz de imaginar, sino también, y sobre todo, la manera en que este imaginar puede enriquecer o iluminar su vida personal. La obra solo es un estímulo, lo que la obra nos da nos pertenece a nosotros, lectores e intérpretes del texto. 

Para acabar de comprender este fenómeno, es también necesario darse cuenta de que entre delectare y monere, entre estética y ética, existe siempre una tensión en cada obra, e incluso a veces en cada autor. Lo expresó muy bien W.H. Auden:4

Se podría decir que cada poema muestra algún signo de rivalidad entre Ariel y Próspero; su relación, en cada poema, es más o menos feliz, pero nunca carece de tensiones.

La posición de Ariel, la estética, tiende a excluir el dolor y los problemas de la vida, mientras que la de Próspero, la ética, como dice Auden, la expresó muy bien el Dr. Johnson: «La finalidad de la literatura es procurar que los lectores disfruten mejor de la vida o la soporten mejor».

El poema del argentino profesional está claramente dominado por Ariel, como muchos de Carner. Pero hay también muchos otros del mismo autor que están claramente dominados por Próspero, entre los que destacan los que se encuentran en el último apartado de su libro Poesia, titulado «Absència». 

Hay otro problema relacionado con ambos conceptos (ética y estética) que solo voy a mencionar, porque su desarrollo exigiría muchas más páginas. Es el problema de que el arte no soporta la repetición ni de las formas ni de lo que estas nos permiten imaginar. La métrica, por ejemplo, en la literatura clásica, consistía en determinadas alternancias de sílabas largas y sílabas breves, una alternancia que se distribuía en pies métricos. Nuestras lenguas románicas no tienen cantidad silábica pertinente y, por consiguiente, la alternancia se realiza con sílabas tónicas de distinta intensidad (según su posición en el sintagma) y sílabas átonas5, o bien alternando períodos ternarios (dos sílabas átonas seguidas de una tónica) con períodos binarios (una sílaba átona seguida de una tónica), que es lo que ha venido a llamarse métrica acentual. La métrica no se presta mucho a obtener ritmos nuevos.

Por lo que se refiere a la forma intermedia, ocurre casi lo mismo. Las organizaciones sintácticas pueden variar, pero tienen un límite. La forma interior, en cambio, no tolera repeticiones. Las metáforas y las figuras del discurso, cuando se repiten, se convierten en metáforas muertas y figuras muertas, y esas ya dejan de ser eficaces. Por consiguiente, un buen poema tiene que ser innovador en sus figuras. Los vanguardistas intentaron serlo, y lo lograron. Pero actualmente ya no se puede crear imitando a los vanguardistas, puesto que sus caminos desembocaron en una vía muerta. Lo mismo les ha ocurrido a la música y a la pintura. Sería interesante, por ejemplo, demostrar por qué la pintura abstracta no es un camino a partir del cual se pueda continuar creando, por más que sus aportaciones hayan sido muy interesantes. Pero este no es el lugar ni el momento de reflexionar sobre ello. Volvamos a la operación de la lectura.

Leer bien un texto literario es básicamente, por todo lo dicho, un acto creativo, es la reproducción imaginativa de lo que el texto dice «sin decir» (sin referirse a la realidad de una manera directa). Mi convicción es que, para llegar a leer bien, es básico que durante la infancia, se lean cuentos a los niños, porque para entrar en la ficción se necesita un aprendizaje a una edad temprana. Cuando una madre le dice a su hijo: «Si no terminas lo que tienes en el plato, esta noche no verás la televisión», el niño sabe perfectamente que las palabras de su madre van dirigidas directamente a la realidad, a lo que hay en el plato, que seguramente no le gusta, y a la televisión, que sí le gusta. Ahora bien, cuando la madre lo lleva a la cama y le dice: «Erase una vez un rey que tenía tres hijas…», el niño sabe perfectamente que su madre no le comunica nada que se refiera directamente a la realidad, sino algo que él tiene que imaginar. Así empieza el aprendizaje de la ficción, y de ahí que el niño, cuando se le cuenta otra vez la misma historia, quiera que se le cuente de la misma manera. Lo necesita porque está aprendiendo a ejercitar su imaginación. La mayoría de los adultos que no leen literatura es porque de niños no les han contado historias o bien, también se puede dar el caso, de que en el colegio les hayan obligado a leer bazofia, y esa también puede ser  la causa de perder la afición a la lectura. La tarea de los profesores no es tanto obligar a leer lo que sea, sino enseñar a leer bien, no lo que sea, sino solo la buena literatura, y por más seguridad, los clásicos.


1 Se llevó todos los méritos quien supo mezclar lo útil con lo dulce / deleitando al lector y a la vez instruyéndole.

2 Ese tipo de poetas suele tener adeptos y suelen también ganar premios, a veces importantes, como el Cervantes de poesía del año 2019.

3 «El argentino profesional» / Bailando con damas que la edad recalca, / tan pronto las apalanca como las acuña. 

4 The dyer’s hand and other essays, Faber and Faber, Londres, 1963, pàgs. 337-353.

5 Siempre he pensado (y he intentado demostrar en otros artículos) que es un esfuerzo vano intentar reproducir los pies clásicos en nuestra métrica silabotónica, como hizo Carles Riba en su traducción de La Odisea porque se trata de dos sistemas fonológicos que no tienen nada que ver entre sí. Es una transposición que solo gusta a quienes saben griego y latín. Un lector de buena fe no tiene ni idea del funcionamiento de la transposición, y, acostumbrado como está a nuestra métrica, lo único que le funciona son los finales de cada verso que consisten en un pie dactílico seguido de un yámbico o de una sola sílaba tónica.  

Foto: Musa de espaldas tocando la lira, fresco de la Villa San Marco, via Wikimedia Commons