Política

España oscitante

«Es desolador que hoy la megalomanía y la ambición personal de algunos nos hayan conducido al estado lamentable en que nos encontramos, y que nuestro pueblo haya perdido, de momento, la ilusión y la confianza en su futuro». Con estas palabras, y con otras muchas contenidas en una carta dirigida a Horacio Sáenz Guerrero, director de La Vanguardia, el expresidente Tarradellas denunciaba en el año 1981 el peligroso rumbo que tomaba el nuevo Govern de la Generalitat, con Pujol a la cabeza.

Un Estado no se constituye como una comunidad desinteresada, y tampoco es algo dado, algo que se encuentra sin más, sino el fruto de un deseo prevaleciente, proyectivo; futurizo, diría Julián Marías. Si busca, no ya la admiración de sus vecinos, sino evitar, como todo organismo sano, su propia desintegración, es preciso que se presente como un convincente proyecto en común, en el que cada parte encaje en la totalidad nacional, dentro de la cual siga existiendo. Las palabras del expresidente catalán coinciden con estas otras que escribió Ortega y Gasset en su España invertebrada, de la que no hace mucho celebramos el centenario: «Las naciones se forman y viven de tener un programa para el mañana». Como no es otra cosa, la nación, que una gran comunidad de hombres, está, conforme a la naturaleza del hombre, orientada hacia el futuro, ya que no vive este en un presente perpetuo y así es capaz de imaginar la situación que sigue a la actual; se sabe como proyecto, como trayectoria, como algo que puede ser; o puede ser o forzosamente no es. Algo parecido ocurre con la nación: o hay algo por hacer, algo que valga la pena hacer, o peligra su conservación. El programa para el mañana se refleja, eso sí, en el hoy, y el hoy, a nuestro pesar, no es un reflejo sugestivo.

Así pues, aquello que ennegrece el futuro nacional, aquello que impide hacer de España un pueblo sano es una deficiencia de entusiasmo, de la que abusivamente se beneficia un sentimiento al que Ortega da el nombre de particularismo: el querer vivir aparte o, en otras palabras, el deseo de evitar los sentimientos de los demás. Hay una parte —unas partes, mejor dicho, dado que el fenómeno no es de localización única— que persiste en la voluntad de no contar —no ya de no coincidir en ideas— con las demás, pues ya no se siente como tal. El problema es, como se ve, de cariz sentimental, pero su solución, en gran medida, también lo es. Hace falta, como advirtió el filósofo en las Cortes, «lo que en ningún instante ni en nadie debió faltar: el entusiasmo constructivo». La arrastrada crisis se puede conllevar, fórmula orteguiana, si enfrente del nacionalismo particularista —regionalismo es, en el fondo, el término adecuado, o provincianismo, si recuperamos la palabra romana— hay una robusta voluntad constructiva, un sentimiento participativo en el conjunto nacional, el verdadero republicanismo con el que poco tienen que ver algunos pretendidos republicanos. La cosa pública, la empresa común que es España, y el vivo interés por su salud, esa es la difícil tarea y un razonable motivo de alegría social; el compromiso con el ser frente al no-ser. El problema particularista conviene entenderlo como un problema relativo, porque algo tiene de incompleto como problema cuando no es plenamente soluble. Si así se comprende, la cuestión puede verse incluso con algo de optimismo, pues la perpetua negación de España como proyecto común demuestra, primero, que España es, que sigue siendo. Es celebrable que exista la engorrosa voluntad negadora porque para negar necesita de algo previo, porque no se sostiene a sí misma, y, sobre todo, porque recuerda que la realidad es combativa. 

Existen, por supuesto, buenas y suficientes razones para reconciliarse con la historia de esta nación. Me guardo aquí de una enumeración caprichosa y doy solamente una y quizá la principal: el mundo hispánico en América, «lo único verdadera, sustantivamente grande que ha hecho España», según Ortega. No es la suya una opinión exagerada si se tiene en cuenta el extrañísimo valor del mestizaje, una prueba indiscutible de unión y de convivencia. Se logró entonces una comunidad sin comparación en el mundo, de la que todavía hoy, y a pesar de torpes quejidos, gozamos, especialmente, a través de la lengua común. Fue para ello decisivo el impulso innovador, descubridor, del Renacimiento, que bien se refleja en la Gramática de Nebrija, antes de descubrir América; en su prólogo queda ya grabada la voluntad de reconocer a los todavía impensados habitantes del Nuevo Mundo como iguales, capaces de aprender nuestra lengua «como agora nos otros deprendemos el arte de la gramática latina para deprender el latín», escribía el humanista. De ese impulso descubridor, de ese entusiasmo imaginativo que se sobrepuso a las dificultades del vasto territorio, nacieron ciudades, iglesias, catedrales, obras de arte, hospitales, universidades —recuerda Marías, en España inteligible, que tanto la Universidad de México como la de San Marcos de Lima se fundaron en 1551, mientras que Harvard data de 1636 y Yale, de 1701— y llegó, por tanto, la imprenta y la consiguiente publicación de una multitud de libros en español y no solo en español, también en las lenguas indígenas, especialmente el náhuatl.

Poco tiene que ver todo ese proyecto con la «insaciable cudicia» que condena el padre Las Casas, instaurador de la Leyenda Negra, en la Brevísima relación de la destruición de las Indias. Relación menos perversa, «sin torcer a una parte ni a otra», es la del soldado Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, que cuenta en el año 1568, cuando solo quedan cinco supervivientes de los 450 hombres capitaneados por Cortés. La mayoría, dice, murieron en las guerras a manos de los indios, cuyos vientres fueron sus sepulcros, y, en su opinión, «con letras de oro habían de estar escritos sus nombres, pues murieron aquella crudelísima muerte, y por servir a Dios, y a Su Majestad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber riquezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar». Ahorrémonos, pues no es el propósito de este artículo, ahondar en las conocidas diferencias y coincidencias entre esas dos figuras. Sin excluir el atractivo de la ganancia, del provecho material con el que pudieron fantasear los soldados de la conquista, lo que sobresale aquí, como ya señala Marías, es la aventura, y el honor y la fama que de ella se desprenden. Por eso, no teniendo otra riqueza, otro legado, que su relación, Bernal quiso que sus hazañas, también las de sus compañeros, quedaran «entre las más nombradas que han acaecido». Es el reconocimiento de haber participado en algo grande lo que realmente buscaba el soldado. Nada por lo que tuvieron que pasar se entiende sin ese reconocimiento; nada, tampoco, sobre el asombroso proyecto americano en su conjunto. «Lo irreal, lo imaginado y deseado, resulta inesperadamente el factor capital de la realidad humana, y por tanto de la historia», concluye Marías al respecto.

La interpretación pública de ese extraordinario hecho histórico es hoy un perfecto ejemplo de la escasa autoestima española. El orgullo o la ilusión del pasado, claro está, no son estímulos lo bastante eficaces como para asegurar la pervivencia de una nación —sí serviría para ello afianzar el convencimiento de que el nuestro es un Estado razonablemente democrático—, pero desde luego tampoco favorece a esa tarea la ceguera de gran parte de su población para lo elogiable y lo destacado. Concluye Ortega en su diagnóstico centenario que el pueblo español, mortalmente enfermo, sufre ante todo de aristofobia.

Queda, por ahora, pendiente que el pueblo —huelga decir que el pueblo es cada uno, pertenezca a tal o cual clase— despierte de la ensoñación democrática, que se comprenda que no es bueno algo porque sea elegible o mejor cuanto más elegido, y que, por ello, porque la democracia puede fácilmente malentenderse y mostrar entonces su aspecto más inmisericorde, es preferible elegir con cautela. Ahora bien, el resultado de ese elegir democrático es de una importancia menor en comparación con aquello de lo que es consecuencia: la conversación. Entiéndase por conversación, primero, el mero hecho social del que la razón es producto, porque deriva ella de la necesidad transmisiva del pensamiento; mejor lo explica Unamuno: «El pensamiento es lenguaje interior, y el lenguaje interior brota del exterior. De donde resulta que la razón es social y común». Comprendido, con la ayuda de don Miguel, el origen mismo de la razón, el diálogo entre semejantes, la urgencia de hacernos entender y entendernos así a nosotros mismos, ampliemos el sentido de la conversación conforme al contexto orteguiano. La conversación equivale aquí al debate intelectual, que no es otra cosa, en el fondo, que una conversación organizada; contra la falta de organización en las conversaciones protestaba Ortega. Y la organización se da si cada cosa está en su lugar o, dicho de otro modo, si cada uno tiene conciencia de la posición que ocupa, en este caso, en la conversación. Pues bien, la situación actual —y tan actual es hoy como lo era hace más de un siglo— es que la masa, la parte mayoritaria de la población, se niega a escuchar y mucho menos a seguir a los mejores, esto es, niega su propia naturaleza. Pero esa escucha no solamente debe dirigirse a los mejores vivos, sino también, y especialmente, a los mejores muertos, con tal de que el pueblo español empiece a poseer verdaderamente su tradición intelectual. En el momento en que la masa, en fin, escuche, será posible la conversación. Por ahora es monstruosa la presencia de lo político en ella —entendiendo por político la obsesión de convertir en objeto de enfrentamiento cualquier actitud humana, sea o no esta relevante para el funcionamiento de la vida pública—, y quizá sea esa la razón por la que también es monstruoso su resultado político. Cuando se produzca esa inversión de importancias —que el debate intelectual minimice el partidismo, si es que llega tal cosa a producirse—, el pueblo será pueblo, porque su consolidación, su vertebración, depende de la fineza depositada en lo que se habla. Esa es una de las pocas exigencias para la convivencia social efectiva. Lo que es esperable que ocurra tras ello es que se confundan los mejores y que se excluyan los peores. Que los contendientes sean menos de los que ahora parecen, y que se descubra entonces la imposibilidad del consenso con los que buscan deshacer, porque no parten de los mismos supuestos que los que quieren hacer. 

Como último recurso, si nada de eso ocurre, queda la vida rural, aislada de una urbe que ya no palpita y de una nación sin deseo. Una vida, dicho sea de paso, tan venerada por el movimiento secesionista, que parece ver en el pagès, en el caso catalán, la encarnación de la Cataluña pura, ideal. Es de sospechar que ello no se debe tanto a una devoción sincera por el campo como a una incontenible resistencia al cosmopolitismo; comprensiblemente, los territorios que sirvieron como los principales bastiones del carlismo catalán del siglo XIX —Berga, Amer y Olot, por ejemplo— lo son hoy del independentismo. Pero más vale antes confiar en que todavía no ha llegado ese momento, en que aquí no está todo perdido, como confiaba Tarradellas: «España, unos dicen que bosteza y otros que está dormida. Todo es posible, pero me parece que en el país existe todavía suficiente savia nueva para despertarlo, sacudirlo y darle nobles ambiciones».


Foto: Francisco de Goya, Tú que no puedes, via Wikimedia Commons.