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El patrón Bitcoin: una revolución monetaria

En un artículo anterior de La Puñalada hablé del peligro de confiar la prerrogativa de la emisión de dinero al Estado, que tiende a impulsar políticas monetarias expansivas que disparan el gasto global y debilitan la moneda. Expliqué que, si en la actualidad tiene ese poder, es porque se deshizo de su principal limitador, el patrón oro, basado en la convertibilidad de una determinada cantidad de papel moneda en oro. Pero me gustaría hablar en este artículo de un sistema monetario alternativo al hoy imperante patrón fiat, capaz de volver a proteger al individuo de la gestión de sus gobernantes y a su poder adquisitivo del monstruo de la inflación.

La inflación es un fenómeno que castiga a los acreedores y beneficia a los deudores, puesto que la deuda está expresada en términos nominales, no reales. Perjudica a los trabajadores, pensionistas y ahorradores porque provoca un descenso gradual del poder adquisitivo de sus salarios, pensiones y depósitos, y en cambio favorece a los más ricos, que ven como el valor de sus inversiones aumenta y el valor de sus deudas disminuye (en los percentiles más altos de la renta, el patrimonio suele estar repartido entre activos financieros y bienes inmuebles, mientras que en los más bajos se compone casi por completo de depósitos). En un contexto económico en el que los deudores por excelencia son los Estados —es habitual que las deudas públicas superen el 100% del PIB—, la expansión monetaria se convierte en una política muy tentadora: uno de los jugadores, el deudor, es el mismo que reparte las cartas. Es por esta razón por la que muchos países prefirieron emplear el oro, la plata o algún otro material cuya oferta fuera naturalmente limitada como dinero: era la forma de quitar a los gobiernos el poder de expandir a su antojo la oferta monetaria. En otras palabras, el oro no ha servido como patrón monetario por su capacidad de trasladar valor al papel moneda, sino que su papel se fundamentaba en limitar la cantidad de papel moneda que se podía emitir. Adoptar el patrón oro significaba aceptar la premisa de que no es posible, mediante la simple impresión de billetes o emisión de deuda, enriquecer a un país. 

Pero el oro fue incapaz de resistir frente a las pulsiones confiscatorias del Estado. En 1971, Richard Nixon se deshizo definitivamente del patrón oro y dio paso al sistema de dinero fiat después de que Franklin D. Roosevelt hubiera confiscado el oro de los norteamericanos en 1933. Si tomamos esas dos fechas como referencia, el dólar ha perdido el 95% de su poder adquisitivo desde 1933 y el 84% desde 1971; es decir, que quien hubiera ahorrado 10.000 dólares en 1971 ahora podría adquirir bienes y servicios por tan solo un valor de 1.600 dólares. Sin el oro como limitador de la cantidad de moneda que se puede emitir, a los ciudadanos no les queda más remedio que confiar en que sus gobernantes no tomarán decisiones que hagan menguar el valor de sus ahorros. Aunque en la actualidad parece que esté fuera de cuestión que esto deba ser así, conviene recordar que el derecho de acuñar moneda no es un atributo ni necesario ni natural de los Estados. 

El dinero es fruto de la acción humana, pero no ha sido propiamente diseñado por nadie. Históricamente, su papel ha sido desempeñado por elementos como el ganado, la sal o la plata, y si el oro logró convertirse en un estándar monetario fue mediante un proceso evolutivo y competitivo por el que demostró ser la mejor alternativa. Sin embargo, desde que dejó de pertenecer al individuo, la institución del dinero ha estado en franca desventaja frente a otras como el lenguaje, la ciencia o el mercado, que se han desarrollado espontáneamente y con éxito mediante las ventajas que proporcionan la descentralización, la competencia y la experimentación frente a la planificación central: siete mil millones de mentes piensan más y mejor que una sola, por lo que todas ellas han evolucionado hasta alcanzar resultados que ningún planificador central, ni siquiera el más inteligente y bienintencionado, hubiera podido prever. Con el dinero, en cambio, se ha dejado tan estrecho margen a la experimentación privada y a la selección entre medios alternativos que hoy no sabemos con exactitud en qué consiste una buena moneda. Sin lugar para la experimentación, la competencia y la descentralización, la institución de la moneda se ha convertido en la más atrasada de las estructuras sociales.

Por todo esto, Hayek decía dudar de que hubiera algún monopolio que hubiera hecho más daño que el de la emisión del dinero. De hecho, él defendía que la Constitución de un país debía contar con una cláusula que asegurara que el Parlamento no permitiría que ninguna ley violara el derecho de todos a tener, comprar, vender o prestar, estipular y hacer respetar los contratos, calcular y tener sus propios balances, en el tipo de moneda que prefiriera. Pero sabía que los gobiernos no aceptarían un cambio así de buen grado. En 1984, en una entrevista con James U. Blanchard en la Universidad de Friburgo, dijo, resignado: «No creo que volvamos a tener alguna vez una buena moneda antes de sacar el asunto de manos del gobierno, es decir, no podemos arrancárselo con violencia, lo único que podemos hacer es introducir algo de alguna forma taimada e indirecta que no puedan detener». Tuvimos que esperar veinticinco años hasta que eso sucediera con la llegada de una criptomoneda llamada Bitcoin. 

Pocas cosas sabemos acerca de Satoshi Nakamoto aparte de que fue él (o ellos) quien creó Bitcoin. Detectó el principal inconveniente del dinero fiat y se propuso resolverlo:

El problema fundamental del dinero convencional es toda la confianza que se requiere para hacerlo funcionar. Debemos confiar en el banco central para que no devalúe la moneda, pero la historia del dinero fiat está llena de abusos de esa confianza. Debemos confiar en que los bancos mantengan nuestro dinero y lo transfieran electrónicamente, pero lo prestan en olas de crédito con una mínima fracción en reserva.

Satoshi se propuso trasladar las características deseables del dinero físico al mundo digital y combinarlas con una serie de reglas monetarias inmutables y transparentes. El resultado fue Bitcoin, un sistema monetario que ofrece una alternativa al actual reemplazando la falible y corruptible gestión humana por un programa informático de código abierto y, por lo tanto, auditable.

Después de revelar su creación al mundo a través de un whitepaper en 2008, Satoshi desapareció. El único rastro que dejó fue la dirección de su cartera de Bitcoin, donde están depositados más de un millón de bitcoins que jamás se han movido. Ciertamente, es lo mejor que pudo haber hecho. Su ausencia diluyó el control de la criptomoneda entre todos los usuarios de la red: nada ni nadie respalda o domina Bitcoin, por lo que no requiere de la confianza de sus usuarios hacia ningún actor principal o institución. Esta es la principal razón por la que el Bitcoin es la criptomoneda reina. Como explica Saifadean Ammous en El patrón Bitcoin, los diseñadores de monedas alternativas (altcoins) se enfrentan a un dilema: sin la gestión activa de un equipo de desarrolladores y profesionales del márketing ninguna moneda atraerá capital en un mar de más de quince mil criptomonedas; pero con dicha gestión y márketing, la moneda no puede demostrar de manera creíble que no está controlada por esas personas. Bitcoin es la única criptomoneda verdaderamente descentralizada, y solo lo ha conseguido tras madurar durante diez años sin el respaldo de nadie, ni siquiera el de su creador.

Del mismo modo que el oro se encuentra distribuido por el mundo en minas, las unidades de bitcoin se hallan «bloqueadas»; pendientes de que, mediante el proceso denominado minería (en honor al proceso de extracción del oro), se repartan gradualmente entre los mineros. En lugar del pico, los mineros de Bitcoin utilizan la energía de procesamiento de sus ordenadores para resolver problemas matemáticos y grabar las transacciones de Bitcoin en la cadena de bloques (explicaré su funcionamiento más adelante) a través de un proceso llamado prueba de trabajo. Actualizar la información de la cadena de bloques no requiere apenas consumo de energía, pero Satoshi decidió conceder el poder de hacerlo sólo al minero que lograra resolver un problema matemático antes que el resto. El reto en cuestión no pretende medir las capacidades intelectuales de los mineros; solo puede resolverse mediante el método de prueba y error, como quien trata de conseguir diez seises seguidos con los dados. Por cada bloque de transacciones grabado con éxito, el minero recibe una recompensa en forma de bitcoins. De este modo, el sistema genera un coste artificial a la producción de bitcoins que emula el proceso de extracción del oro al mismo tiempo que dota de seguridad a la red. Lejos de ser un desperdicio de energía, como se dice a menudo, es una característica imprescindible que distingue a las monedas fuertes de las débiles: a Bitcoin y al oro del dinero fiat. Como los emisores de moneda son los principales beneficiados de su producción, las monedas tenderán a ser producidas hasta que su valor se equipare con su coste. En el caso de la moneda fiat, esto implica que su cantidad aumentará hasta que su valor se reduzca al del papel y la tinta con los que han sido impresos. 

El patrón Bitcoin constituye una seria alternativa al patrón fiat porque tiene el potencial de poseer todas las características que hicieron del oro un estándar monetario, solo que sin sus debilidades. Por un lado, el oro ha servido como reserva de valor, en gran parte, gracias a su escasez natural. Por mucho empeño y recursos que se hayan puesto en su extracción, durante las últimas siete décadas la tasa de producción no ha excedido nunca el dos por ciento de su oferta. En el caso de Bitcoin, tan solo pueden existir veintiún millones de unidades y el ritmo de su producción está determinado desde su programación: cada diez minutos aproximadamente se crea una determinada cantidad de bitcoins en forma de recompensa al minero, y cada cuatro años esta cantidad se reduce a la mitad —desde 2020 se crean 6,25 bitcoins cada diez minutos, y en 2024 serán 3,125—. Así, por primera vez en la historia contamos con un bien cuya oferta está estrictamente limitada y, por lo tanto, es predecible: los usuarios de Bitcoin saben cuántos bitcoins habrá en circulación dentro de diez años, pero nadie puede saber cuántos dólares. Su oferta es también absolutamente inelástica: por mucho que suba o baje su precio, los mineros no pueden acelerar su producción. Su flujo de existencias se mantendrá inalterado hasta el 2140, año en el que se habrán terminado de minar los veintiún millones de bitcoins. De este modo, la escasez natural del oro se ve perfeccionada con la escasez artificial de Bitcoin: un Bitcoin siempre tendrá el valor de uno entre veintiún millones, mientras que la cantidad total del oro es todavía desconocida.

Por otro lado, Bitcoin puede ofrecer una función de unidad de cuenta, esto es, de expresión de los precios, mejor que el oro. El oro es difícil de dividir y relativamente fácil de falsear (se puede mezclar con otros metales, por ejemplo), por lo que presenta obstáculos a la hora de calcular las transacciones y acordar intercambios por bienes y servicios; para verificar su pureza es necesario pesarlo y para intercambiarlo su valor debe coincidir con el precio del bien o servicio pretendido. Su elevado valor por unidad puede suponer además un problema a la hora de medir transacciones pequeñas. Bitcoin es capaz de establecer precios de forma mucho más cómoda. Del mismo modo que el dólar está compuesto de cien centavos y el euro de cien céntimos, cada unidad de bitcoin se divide en cien millones de satoshis. Si, finalmente, el Bitcoin consigue establecerse como moneda de curso legal en todo el mundo, es de esperar que los precios se expresen en satoshis.

Por último, Bitcoin es, objetivamente, un mejor medio de intercambio que el oro. Al ser un activo físico, el oro debe transportarse y cruzar fronteras, y eso tiene un coste. El transporte debe pagarse, los impuestos de las aduanas deben abonarse y su depósito y custodia deben ser compensados. El oro, además, es vulnerable a los robos —tanto de otros ciudadanos como estatales, como el de Roosevelt en 1933—; Bitcoin, en cambio, es un instrumento global, capaz de trasladar valor de un extremo del mundo a otro en cuestión de minutos y abierto a cualquiera: transferir valor con Bitcoin no requiere del permiso de ninguna institución financiera o gobierno. Todo el mundo, sin importar su ideología, raza, sexo, religión o nacionalidad, puede crear una cartera de bitcoins y operar con ella. 

Bitcoin escapa del control estatal porque el título de propiedad no radica en su posesión (como, en cambio, sí sucede con el oro), sino que funciona a través de la tecnología blockchain: una especie de libro contable totalmente público y almacenado en todos los ordenadores que conforman la red de Bitcoin, donde se registran todas y cada una de sus transacciones. El Estado no tiene a su alcance ninguna herramienta capaz de alterar la cadena de bloques y, por lo tanto, arrebatar la propiedad a su legítimo dueño. De este modo, Bitcoin puede abrir la puerta a un periodo de experimentación monetaria en la que los Estados y las instituciones financieras tendrán el mismo papel que cualquier individuo: todos ellos competirán para ofrecer uno de tantos medios de intercambio, y el único modo de que uno se imponga a otro será por medio de satisfacer mejor las necesidades que la comunidad demande. 

El retorno de la inversión que ha ofrecido Bitcoin durante los últimos diez años ha superado el de cualquier otro activo. Se ha revalorizado un 2.090.923%, un 209% anualizado, comparado con el 18.725% de las acciones de Tesla, el 1.512% de las Amazon, el 1.126% de las de Apple, el 351% del índice S&P500 o el -1% del oro. En su ascenso meteórico, muchos creen identificar una burbuja parecida a la de la tulipomanía neerlandesa de 1636. Sin embargo, Bitcoin tiene algunas propiedades que lo distinguen de los tulipanes con los que algunos medios de comunicación insisten en compararlo. En primer lugar, la cantidad de tulipanes que pueden plantarse es ilimitada. Cuando los tulipanes se apreciaron en 1636, el incentivo de producirlos era enorme, por lo que su oferta aumentó en mayor medida que su demanda y, consecuentemente, su precio se desplomó. En cambio, como ya hemos dicho, la oferta de Bitcoin es completamente inelástica: por mucho que se aprecie, su oferta, y el flujo de esta, están predeterminados. Por otro lado, los tulipanes son un bien perecedero, de modo que sus ofertantes tenían una mayor urgencia por colocarlos en el mercado y, por lo tanto, cuando la oferta superó en exceso a la demanda, su precio se hundió de la forma más abrupta. Los bitcoins, en cambio, son indestructibles; no hay forma de deteriorarlos, por lo que la urgencia de desprenderse de ellos no está condicionada por ningún plazo a partir del cual estos pierdan su utilidad original. 

Según el portal 99 bitcoins, los medios de comunicación han declarado la muerte de Bitcoin en 433 ocasiones a lo largo de sus casi trece años de vida. Sin embargo, el precio ha seguido aumentando (incluso después de soportar desplomes del 94% de su precio) hasta llegar a su máximo histórico, los 69 mil dólares. Ciertamente, que se recupere de estos desplomes no demuestra que no sea una burbuja. De hecho, no hay forma de demostrar que no lo sea. Habrá que esperar hasta que algún día estalle y dé la razón a sus críticos, por lo que el mito de la burbuja puede mantenerse vivo hasta la eternidad. 

Así las cosas, que Bitcoin no sea una burbuja no quiere decir que esté exento de especulación. Un alto grado de especulación puede llegar a generar efectos burbuja, y es posible que sea por eso por lo que el precio se ha desplomado y recuperado tantas veces. Sin embargo, dadas las características disruptivas de Bitcoin, puede que este efecto se dé por la incapacidad del mercado de valorar correctamente el activo y no por su ausencia de valor y utilidad. Esto es lo que ocurrió con las burbujas del ferrocarril y de las punto com, cuyos desplomes precedieron apreciaciones mucho mayores a largo plazo porque sus aportaciones eran realmente valiosas para el mundo. 

Mientras tanto, Bitcoin ya ha servido para que disidentes que huían de guerras pudieran llevarse consigo sus ahorros sin temer que fueran confiscados por los Estados; para que los venezolanos puedan asegurar que el dinero que ganan por la mañana no pierda valor cuando tengan que comprar la cena por la noche; para que las mujeres afganas o sauditas puedan tener un lugar donde depositar sus ahorros pese a no poder abrir una cuenta bancaria en sus países, y, en definitiva, para que sus usuarios puedan disponer del fruto de sus esfuerzos de la forma que crean conveniente. Promover el patrón Bitcoin es casi una obligación moral para aquellos que crean que hay que devolver la soberanía monetaria al individuo. 


Foto: Moneda de Bitcoin sobre un billete de cien dólares, via Creative Commons