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El alma de las cosas

La producción ensayística de Milan Kundera comprende tres volúmenes que pueden considerarse como partes de una obra única; lo es por su unidad temática, pues unos mismos intereses motivan los tres ensayos y se disponen en una trama de correspondencias que los funde en un solo discurso, y también por su unicidad: es cierto que todo lo que expone pertenece a la mejor tradición de la crítica, pero su forma de abordarlo al modo libre del ensayo literario; su enérgica defensa de la independencia creativa en unos tiempos como los nuestros en los que resurge con viejas y nuevas excusas el afán de someter lo literario y lo artístico al arbitrio de lo ideológico, y, finalmente, la trascendencia que emerge de su concepción del arte narrativo como una exploración insustituible de todo cuanto constituye la existencia humana convierten el conjunto que forman esos tres libros en una obra singular y de mucha importancia.

El arte de la novela (1986), Los testamentos traicionados (1993) y El telón (2005) se interesan principalmente por lo que da nombre a la primera de estas obras, por la naturaleza de lo que llamamos novela, y de esa indagación se desprende la capacidad de la mímesis literaria para dar cuenta de lo que todo el mundo puede reconocer como propio de la existencia y que sin embargo permanece oculto hasta que no se hace literario por no ser pensable en cualquier otro lenguaje. Parafraseando a Hermann Broch ⎯junto a Kafka, el autor moderno que más frecuenta estos ensayos⎯, Kundera establece ya al principio de El arte de la novela que ese arte no consiste sino en el conocimiento de la experiencia humana, una clase de conocimiento que no puede darse en ninguna otra producción del espíritu y que encierra en sí misma las fronteras morales y estéticas del género: «La novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la única moral de la novela». 

La irrespetuosa relación que guardan con este principio cierta crítica y cierto público mayoritarios tiende a desplazar la novela del espacio que le es propio. Se le ha exigido a menudo una función educativa: la de promover el bien, sea lo que sea el bien en cada momento, pero el novelista no está interesado ni en los buenos sentimientos, ni en las virtudes morales, ni en el didactismo, sino únicamente en reconstruir con el lenguaje la complejidad indiferente de la experiencia humana. En El telón Kundera se refiere a una carta de George Sand a Flaubert en la que ésta le reprocha que oculte el «sentimiento» que le inspiran sus personajes. Una acusación de la misma categoría pero algo más precisa le lanza Sainte-Beuve cuando lamenta que «el bien esté demasiado ausente de Madame Bovary». (Hoy el bien se encarna en las identidades sexuales y raciales, y se reprueba que estén ausentes de las obras de todos los tiempos; los motivos cambian pero se mantienen las ideas fijas). La respuesta de Flaubert a George Sand sirve para todos los reproches de esa clase: le dijo que empleaba sus esfuerzos en llegar «al alma de las cosas». Por su parte, Kundera, después de considerar la bondad indiscutible de un personaje como Charles Bovary, concluye que el bien está «demasiado ausente» porque la necedad está «demasiado presente». En la novela y en la vida. Y eso es lo que encontraba Flaubert cuando llegaba «al alma de las cosas».

La exigencia de promover el bien lleva fácilmente a concebir la novela como un vehículo ideológico al servicio de determinada causa política. Ocurrió de manera extrema con el realismo socialista que el comunismo internacional impuso a escritores y artistas, pero es ésa una pretensión que sigue acechando la independencia del espíritu en la novela, la poesía, el teatro, el cine y el arte en general, y que se revela a menudo en los medios en forma de aplauso o reclamación. Son éstos, a juicio de Kundera, los principales responsables de la banalización de la novela, pues parecen creerse en el deber de difundir con prioridad las simplezas de las ideas recibidas: «Y poco importa que en sus diferentes órganos se manifiesten los diversos intereses políticos. Detrás de esta diferencia reina un espíritu común» (El arte de la novela). Tampoco cambia las cosas que la causa que se defiende en una obra políticamente comprometida sea «justa y lúcida», como lo es la denuncia de los regímenes totalitarios que quiso hacer George Orwell en 1984, «el libro ⎯dice Kundera en Los testamentos traicionados⎯ «que durante decenios ha servido de referencia constante a los profesionales del antitotalitarismo». Y poco después añade que, lejos de ser una novela, no es más que «pensamiento político disfrazado de novela». Lo que rechaza Kundera no son las ideas que promueve Orwell, sino el hecho mismo de promover unas ideas; su abandono del único compromiso del novelista, el de rescatar de la realidad la configuración íntima de las cosas en el complicado equilibrio de intereses, anhelos, frustraciones, azares y confusiones que las sostiene. Mal puede llevar a ese logro lo que sólo se concibe con el propósito de transmitir un mensaje en la lucha del bien contra el mal comprimiendo todas las dimensiones humanas en el estrecho canal de lo político:

La influencia nefasta de la novela de Orwell reside en la reducción implacable de una realidad a su aspecto puramente político y en la reducción de este mismo aspecto a lo que tiene de ejemplarmente negativo. Me niego a perdonar esta reducción con el pretexto de que era útil como propaganda en la lucha contra el mal totalitario. Porque este mal es precisamente la reducción de la vida a la política y de la política a la propaganda. Así, la novela de Orwell, a pesar de sus intenciones, es en sí misma parte del espíritu totalitario, del espíritu de propaganda. Reduce (y enseña a reducir) la vida de una sociedad odiada simplemente enumerando sus crímenes.

En El telón Kundera ve en la antigua tragedia la inmensa hazaña de liberar los conflictos humanos de la ingenua lucha del bien contra el mal, pero la voracidad del maniqueísmo contemporáneo no perdona ni a la tragedia, y desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha habido representaciones de Antígona que han osado convertirla en una denuncia del fascismo. Kundera asistió a una de ellas: «Hitler no sólo trajo indecibles horrores a Europa, sino que la expolió de su sentido trágico. (…) Me digo con frecuencia: lo trágico nos ha abandonado; y éste es, tal vez, nuestro verdadero castigo».

Ahora bien, lo trágico ⎯y esto no lo dice Kundera pero creo que se corresponde con las ideas que expone en sus ensayos⎯ no nos ha abandonado del todo; su espíritu resurgió en la novela en compañía de lo cómico y lo cotidiano, y en ella permanece. Cervantes se interesa por la determinación absurda que guía la vida con todos los atributos del destino. En Faulkner ⎯la expresión «determinación absurda» la propuso Juan Benet en relación con Luz de agosto y Las palmeras salvajes⎯, esa obstinación en los propios designios ocupa ya del todo el lugar de la tragedia: nada es enteramente discernible en los términos de la lucha del bien contra el mal porque todo forma parte de una suerte de predestinación sobre la que el azar y la necedad edifican el mundo. En Musil, en Broch, todo lo conduce el flujo de las relaciones sociales, las percepciones abstractas y el encadenamiento irrefrenable de las cosas que ocurren. En Kafka, todo discurre como impulsado por una fuerza humana a la que cualquier ser humano, no pudiendo hacerle frente, no tiene más remedio que someter su existencia con la pasividad que, en la vida real, la mayoría de la gente se acomoda a la posición a la que se ve empujada.

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En Los testamentos traicionados se distinguen tres períodos en el desarrollo histórico de la novela. El primero se presenta con Cervantes, aunque antes ya hubo un Rabelais, y sigue con Swift, Fielding, Sterne, hasta llegar a Jacques, el fatalista de Diderot. Lo que tienen en común estos autores es el cultivo del humor, su incursión en lo inverosímil y su libertad de composición. En el XIX, la novela se volvería seria y adoptaría el realismo como límite de la imaginación, y el rigor estructural como un requisito ineludible. De Balzac a Tolstói, el arte narrativo produjo grandes obras que llevaron muy lejos el conocimiento de la existencia que Kundera reclama a la novela. Este segundo período termina con Proust, que reúne toda la experiencia anterior y al mismo tiempo abre un camino de exploración psicológica y estética que sus precedentes apenas empezaron a desbrozar. Con el monólogo interior de Joyce, la novela entra en otro período, pero también es algo que ya despunta en el siglo XIX; en El telón, Kundera expresa su admiración por el monólogo de Ana Karenina antes de su suicidio: «Tolstói anticipa así lo que, unos cincuenta años después, Joyce, de un modo más sistemático, practicará en su Ulises, y que llamaremos monólogo interior o stream of consciousness». La novela, como cualquier otra manifestación del espíritu humano, se mueve en el tejido, elástico y resistente, de la tradición. Es un producto histórico, pero su lenguaje no es el de la historia como conocimiento preciso de los hechos. Poco importa que los nombres de las ciudades y de sus calles, las referencias a las circunstancias que rodean el relato, las fechas de un acontecimiento o el acontecimiento mismo tengan correspondencia con el mundo real o procedan totalmente de la imaginación del escritor. Lo que importa es que las posibilidades realizadas o potenciales que laten en la esencia de lo humano se reconozcan como verdaderas. Eso es algo que no se puede manifestar sin la función estética del lenguaje; el estilo y la composición de una obra surgen de la necesidad de perseguir la exactitud en la reconstrucción de lo que se observa, se proyecta y se piensa, y la tradición es el lugar en el que se mide el valor de este empeño. T. S. Eliot, en su ensayo  La tradición y el talento individual, explica el orden simultáneo que, desde Homero hasta la actualidad, posee esa clase de historia en movimiento a la que llamamos tradición. Por definición cualquier obra que se inserte en este orden debe estar en armonía con él; el valor de un cuadro, una pieza musical o un poema lo da su capacidad para encajar en él, más valiosa cuanto más audaz se muestra en su manera de hacerse presente, y tal como los precedentes de una obra determinan su valor, toda obra nueva que encuentra su lugar en la tradición obliga al pasado a recomponerse: la poesía simbolista del siglo XX ilumina las metáforas del barroco; la pintura moderna muestra la esencia de la antigua. Del mismo modo, el tercer período de la novela incide sobre el primero; la libertad de creación que se conceden los narradores en la primera mitad del siglo XX renueva la visión de la novela anterior al XIX, al tiempo que recibe de ella la bendición de sus procedimientos: una obra de Kafka, de Beckett o de Gombrowicz se define en los términos en los que Fielding definió la novela: una epopeya cómica en prosa. Kundera, en Los testamentos traicionados muestra las afinidades entre esos dos momentos de la tradición narrativa:

Los más grandes novelistas del período posproustiano, pienso en particular en Kafka, Mussil, Broch, Gombrowicz o, de mi generación, Fuentes, eran extremadamente sensibles a la estética de la novela, casi olvidada, que precedió al siglo XIX: integraron la reflexión ensayística en el arte de la novela; hicieron la composición más libre; recuperaron el derecho a la digresión; infundieron a la novela el espíritu de la no seriedad y el juego; renunciaron a los dogmas del realismo psicológico creando personajes que no pretenden competir (a la manera de Balzac) con el estado civil; y sobre todo: se opusieron a la obligación de sugerir al lector la ilusión de la realidad: una obligación que gobernó soberanamente el segundo período de la novela.

Detengámonos en Kafka, el narrador contemporáneo que más llama la atención de Kundera. Dice de él en Los testamentos traicionados, y lo repite en sus otros ensayos, que unos años antes del manifiesto surrealista hizo posible esa fusión del sueño con la realidad a la que aspiró André Breton y a la que los surrealistas nunca supieron darle una forma tan precisa. Cualquier lector de Kafka que no se complazca en ver en sus obras un prodigio de la fantasía o la representación en clave del poder totalitario habrá notado que el lenguaje de sus narraciones es exactamente el de los sueños. Lo es en todos sus relatos, pero ahora mismo pienso en la intensidad onírica de Un médico de campo. La aparición incomprensible en una porqueriza de un hombre de ojos azules que custodia dos portentosos caballos y clava sus dientes en las mejillas de una sirvienta; la inmediatez ⎯la ausencia de tiempo⎯ con la que el médico se traslada de su casa a la del enfermo; la visión meticulosa de la herida del enfermo, abierta «como una mina a flor de tierra», en la que viven unos gusanos de cabecita blanca y numerosas patitas; las actitudes, amigables, recelosas, hostiles, de la familia del enfermo; los niños que cantan a coro su desprecio por el médico; la desnudez a la que éste se ve reducido cuando la familia y sus invitados se abalanzan sobre él y le despojan de sus ropas; el interminable, casi inmóvil, viaje de regreso con esos caballos, salidos de la nada, que antes eran veloces como el rayo y ahora avanzan como hombres viejos; la abrupta sucesión de planos en los que se desarrolla esa extraña historia… todo ello pertenece de pleno derecho al lenguaje de los sueños y, sin embargo, no es el relato de un sueño, sino, por decirlo de algún modo, el sueño mismo, el aflorar de las inseguridades, las suspicacias y el fastidio de un médico rural que sufre los recelos y los abusos de sus vecinos y que, por algún motivo, se siente culpable de no proteger a su sirvienta. Las situaciones que se crean en Un médico de campo, las reacciones incongruentes de sus personajes, los temores, los horrores y la normalidad con que se vive el absurdo acontecer de los hechos son bien conocidos por el lector, porque bien conoce las inquietudes que le suscitan sus propias pesadillas. Más que fundir el sueño con la realidad, como propugnaban los surrealistas en su afán de derrotar la hegemonía de lo racional, Kafka se ampara del lenguaje onírico para explicar la realidad como la explica el sueño. Si sus obras, tensando el tejido de la tradición, han ocupado su lugar en ella es porque ese lenguaje revela aspectos profundos de la experiencia humana a los que el filtro de la verosimilitud haría pasar más desapercibidos. Dice Kundera en El arte de la novela

El mundo kafkiano no se parece a ninguna realidad conocida, es una posibilidad extrema y no realizada del mundo humano. Es cierto que esta posibilidad se vislumbra detrás de nuestro mundo real y parece prefigurar nuestro porvenir. Por eso se habla de dimensión profética de Kafka. Pero, aunque sus novelas no tuvieran nada de profético, no perderían su valor, porque captan una posibilidad de la existencia (posibilidad del hombre y de su mundo) y nos hacen ver lo que somos y de lo que somos capaces.

Hay que leer a kafka sin otro asombro que el de la precisión con la que narra lo impreciso. No sabemos de qué se acusa a Joseph K.; si lo supiéramos la novela no tendría sentido. Los sueños, abandonados por el razonamiento, muestran el alma de las cosas; en una pesadilla nunca importan los motivos que nos han conducido a ella, y a menudo se desdibujan sin que cambien sus efectos, pero reconocemos esos efectos como propios de nuestra experiencia, y por eso nos inquietan en la vigilia. Kafka llega a la realidad por el mismo procedimiento. No hay otra manera de leerlo. Puede que en los programas escolares se elija a menudo La metamorfosis como lectura obligatoria porque se piense que la fantasía de un joven que se despierta convertido en insecto tiene algo que ver con el entretenimiento juvenil; que El castillo se interprete como una denuncia de la burocracia, o que en El proceso se quiera ver una premonición del nazismo o incluso la narración en clave de un episodio biográfico. Algunas de esas lecturas son perfectamente posibles, pero ninguna de ellas se interesa por lo sustancial, por la creación de un lenguaje que rompe las fronteras de lo verosímil para examinar los órganos internos de la realidad: el enrarecimiento de los hechos circunstanciales deja que lo sustancial se muestre con toda su crudeza. Extrañamente, lo absurdo pone en evidencia la realidad, y Kafka exploró como nadie, antes que nadie, este camino. En El telón Kundera observa que la realidad, bajo la larga mirada de Kafka, se revela cada vez menos racional, y es esa mirada a lo absurdo del mundo real lo que le condujo a atravesar la frontera de lo verosímil. Años antes, en Los testamentos traicionados, arremetió contra los intentos de la kafkología de racionalizar la obra de Kafka degradándola a una interpretación en clave simbólica, en la que la correspondencia biográfica se estableció desde el principio como canónica. El primer impulsor de esta visión fue su amigo Max Brod, y luego vinieron muchos otros: 

Siguiendo el ejemplo de Brod, la kafkología estudia los libros de Kafka no en el gran contexto de la historia literaria (de la historia de la novela europea), sino casi exclusivamente en el microcontexto biográfico. (…) La biografía es la clave principal para la comprensión del sentido de la obra. Peor: el único sentido de la obra es el de ser una clave para comprender la biografía.

Para Brod, que nunca llegó a vislumbrar la profundidad de Franz Kafka, al que conoció tan de cerca, Joseph K., el protagonista de El proceso, es culpable de ser incapaz de amar. Kundera se refiere también a otros estudiosos de esta obra: Eduard Goldstücker decidió que el delito de K. era haber consentido que su vida fuese mecanizada, automatizada, alienada: es culpable de claudicación; por su parte, Alexandre Vialatte entendió El proceso como una recreación, en clave, del juicio al que la familia de Felice Bauer sometió a Kafka cuando éste decidió romper su compromiso matrimonial. A todos ellos, en opinión de Kundera, hay que concederles el mérito de organizar un proceso contra Joseph K. tan kafkiano como el primero: 

Porque si en su primer juicio  K. no es acusado de nada, en el segundo se le acusa de cualquier cosa, lo que equivale a lo mismo porque en ambos casos una cosa está clara: K. es culpable no porque cometió una falta sino porque fue acusado. Está acusado, por lo que debe morir.

No les sorprendió que una persona pudiese ser acusada sin que se le manifestara el motivo, y no se les ocurrió «pensar en la inteligencia ni apreciar la belleza de esa invención inaudita».

Kundera no se refiere en ningún momento a Elias Canetti, que, en su ensayo El otro proceso, publicado casi veinticinco años antes de Los testamentos traicionados, coincide, punto por punto, con la interpretación biográfica de Vialatte. A pesar de esa aproximación, a mi juicio tan convincente como innecesaria, Canetti nunca deja de ser interesante, y su libro contiene algunos de los mejores comentarios que se pueden leer sobre la personalidad de Kafka. No se trata de un ensayo de crítica literaria, sino de un estudio de las cartas que Kafka escribió a Felice, lo que puede explicar muy bien, si hay por medio una pluma como la de Canetti, la manera en que Kafka entendió y vivió su vida y cómo sus ideas sobre el mundo se transformaron en una obra literaria. Esa perspectiva es congruente con el espíritu de su obra, como lo son las circunstancias personales de Proust con respecto a la Recherche, pero lo que interesa en ambos casos es su engranaje literario, y ese interés puede prescindir de la energía biográfica que tal vez, sólo tal vez, lo puso en marcha. De lo que no puede prescindir es de lo que representan Proust y Kafka en la tradición de la novela.

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La percepción humana de las cosas obedece, más que a la razón, a una suerte de magia simpática en la que la similitud se confunde con la identidad y la causalidad. La analogía llama a la acción: del parecido entre dos personas que no se conocen entre sí pueden nacer el amor o el odio en un tercero; de una situación con rasgos aparentemente comunes con otra ya vivida se pueden sacar conclusiones esperanzadoras o funestas y actuar en consecuencia. La analogía, generalmente inconsciente, perdida en las profundidades de una antigua asociación, tal vez ni siquiera reconocida por quien la acata, arranca el deseo erótico. Lo describe Gombrowicz:

Me había llamado la atención un extraño defecto de los labios de la mujer, un defecto en medio de un rostro de honesta ama de casa, rostro de ojillos claros. De un lado tenía la boca como estirada, y ese alargamiento, mínimo, de un milímetro, provocaba un enroscamiento del labio superior que saltaba o se deslizaba como un reptil, y aquel deslizarse accesorio, fugitivo, tenía una frialdad reptiloide, batrácica, que a mí me encendió e hizo arder de inmediato, pues era el oscuro pasadizo que conducía hacia un pecado carnal gelatinoso y viscoso.  [Cosmos, Seix Barral, 1969, trad. de Sergio Pitol].

Pero ese sistema de captación de la realidad no es en absoluto privativo de las experiencias eróticas; afecta todos los órdenes de la existencia: cualquier objeto puede ser antroporfomizado y todo ser humano puede ser cosificado, animalizado o idealizado en una representación abstracta de olores, colores e imágenes indescriptibles, y eso es lo que a fin de cuentas determina las conductas humanas. Las emociones que nos despiertan las cosas son la medida con la que apreciamos el mundo, y de ello se desprenden tanto el alto valor del lenguaje poético en la literatura como la adhesión irracional a los símbolos políticos. Hace unos años, el lingüista George Lakoff tuvo un éxito internacional muy notable con un librito titulado No pienses en un elefante (2004). No sólo no descubría nada nuevo (el poder de los símbolos en la propaganda política), sino que reducía ese poder a la figura del elefante que representa al Partido Republicano de Estados Unidos. No pensar en ese elefante inmuniza al parecer del apego a las políticas conservadoras. Sin embargo, esa clase de pensamiento mágico explica todas las conductas de los activistas y los votantes. Sólo la minoría racional, la que aparta sus delirios asociativos de la observación y la deducción, abraza una opción política por convencimiento programático, y ni siquiera esa minoría deja de estar del todo expuesta al imperativo de la analogía. El resto de la población depende de esa pulsión en la que se mezclan las simpatías personales ⎯de la misma naturaleza cognitiva que la forma reptiliana del labio que despierta la pasión en el personaje de Gombrowicz⎯ con la identificación con una imagen o unos principios de los que nada se sabe ni se quiere saber, pues sólo se sustentan en la emoción que despiertan las frases absurdas que los proclaman y que siempre se celebran por sugestión, por la imitación inconsciente de otros que también las celebran. La sociedad depende en gran manera de esa pulsión en sus afinidades políticas, en sus inclinaciones estéticas, en sus balanzas de odios y amores, en todos los flujos de su existencia. Sólo la literatura puede dar cuenta de ese fenómeno sin cuya comprensión no es posible hacerse una idea del hombre. En El arte de la novela, Kundera encuentra en la obra de Hermann Broch una certera explicación del mundo como producto de las confusiones emocionales de sus actores:

Es necesario leer atentamente, lentamente, Los sonámbulos, detenerse en las acciones tanto ilógicas como comprensibles, para ver un orden oculto, subterráneo, sobre el que se fundan las decisiones de un Pasenow, de una Ruzena o de un Esch. Estos personajes no son capaces de afrontar la realidad como algo concreto. Ante sus ojos todo se transforma en símbolos (Elisabeth en símbolo de la quietud familiar, Bertrand en símbolo del infierno) y es a los símbolos a los que reaccionan cuando creen actuar sobre la realidad. 

Broch nos hace comprender que el sistema de las con-fusiones, el sistema del pensamiento simbólico, está en la base de todo comportamiento, tanto individual como colectivo. Basta con examinar nuestra propia vida para ver hasta qué punto este sistema irracional incide, mucho más que la reflexión razonable, sobre nuestras actitudes: ese hombre que, por su pasión por los peces de acuario, me recuerda a otro quien, hace tiempo, fue causante de una terrible desgracia, provocará siempre en mí una desconfianza irrefrenable…

La novela puede describir mejor que ningún otro género los sustratos psicológicos que determinan los giros de la existencia, y en eso reside en buena parte su razón de ser: en la revelación de lo que permanecía oculto por falta de un lenguaje capaz de pensarlo. En su obra narrativa Hermann Broch pone de relieve la incidencia del pensamiento simbólico en la experiencia humana y, en Autobiografía psíquica ⎯un ensayo de una excepcional singularidad ⎯, razona la naturaleza y las consecuencias de este fenómeno explorando en las interioridades de su conciencia las rarezas asociativas que conducen su propia vida.

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La historia de la música parece haber seguido un camino paralelo al de la novela. En sus ensayos, Kundera, que tambien fue músico, acerca las dos tradiciones. «Contrariamente a la música clásica y a la música romántica ⎯escribe en Los testamentos traicionados⎯ , compuestas sobre la alternancia de distintos temas musicales que se suceden unos a otros, una fuga de Bach, así como una composición dodecafónica, se desarrollan, de principio a fin, a partir de un solo núcleo que es melodía y acompañamiento a la vez». El realismo y el romanticismo literarios del siglo XIX se pueden corresponder con la música del mismo período que busca la sucesión de distintos temas y su contraste emocional. Por otro lado, la música dodecafónica tiende un puente a la polifonía y se aleja de los efectos emocionales. Cuando, en una entrevista, preguntaron a Stravinski cuáles eran en ese momento sus mayores preocupaciones, respondió enumerando una serie de músicos de los siglos XII a XV. Dijo también Stravinski, y ambas cosas las refiere Kundera, que la razón de ser de la música no reside en su facultad de expresar sentimientos. Esa afirmación provocó las iras de muchos y, en particular, de Theodor W. Adorno, que le recriminó su indiferencia para con el mundo y le puso en connivencia con la sociedad capitalista, que aplasta la subjetividad humana. A propósito de esta polémica, Kundera evoca El arte de la fuga y su bellísima construcción, ajena a las pasiones sentimentales: 

Como si una fuga de Bach, haciéndonos contemplar una belleza extrasubjetiva del ser, quisiera que nos olvidáramos de nuestros estados de ánimo, nuestras pasiones y tristezas, de nosotros mismos; y, al contrario, como si la melodía romántica quisiera que nos sumergiésemos en nosotros mismos, hacernos sentir nuestro yo con una terrible intensidad y hacernos olvidar todo lo que está fuera. 

La mención de la «belleza extrasubjetiva» es clave en este texto. La persistencia popular de lo romántico, de la banalización de lo romántico, ha hecho casi impensable la defensa de un arte extrasubjetivo. Pero, sin que se dé una correspondencia cronológica exacta, ese arte musical es también el de la novela contemporánea. Kafka, Musil, Beckett, Broch, Gombrowicz, etc. vuelven a Rabelais, Cervantes, Fielding, Diderot, etc. en sus exploraciones de lo inverosímil, lo cómico, lo digresivo o lo ensayístico; y nada de eso es compatible con el sentimentalismo y el apego a uno mismo. Kundera procede de esa tradición y lo que dice en sus tres ensayos es lo que pertenece a la historia de lo que merece ser llamado novela. Al inicio de Los testamentos traicionados recuerda el dictamen de Cioran según el cual la sociedad europea es «la sociedad de la novela» y los europeos son «hijos de la novela». Sin la novela, no se habría formado la conciencia del individuo; ni la de su propia identidad, ni la de su reconocimiento por parte de los demás. No se habría llegado a la ciudadanía, nadie reclamaría sus derechos. Pero cuando murió Cioran los periódicos apenas prestaron atención a su obra; les pareció mucho más interesante hurgar en su pasado más remoto para sacar a la luz las simpatías que tuvo de joven por el fascismo, antes de abandonar Rumanía para establecerse en París y convertirse, con el tiempo, en uno de los  autores más importantes de la literatura francesa contemporánea. «Revistieron el cadáver de un gran escritor francés con un traje folclórico rumano y le obligaron, en su ataúd, a levantar el brazo en un saludo fascista», dice Kundera en El telón. Pero Kundera tampoco es ya de este mundo.

[Las citas correspondientes a El arte de la novela y El telón proceden de las ediciones castellanas publicadas por Tusquets. La primera en traducción de Fernando de Valenzuela y María Victoria Villaverde, y la segunda, en traducción de Beatriz de Moura. Las correspondientes a Los testamentos traicionados son traducciones propias a partir del original francés (Les testaments trahis, Gallimard)]


Ilustración: Dibujo a tinta de Franz Kafka sin título. Dominio público.