En su optimismo ilustrado, los primeros pensadores de la democracia creyeron que la educación universal convertiría a todos los hombres en ciudadanos con criterio para autogobernarse. Es comprensible. También lo es que, un siglo más tarde, Flaubert no pensara lo mismo. En una carta de octubre de 1871 dirigida a George Sand, un Flaubert al que ya no le quedaban muchos años de vida y que tal vez ya había empezado a concebir Bouvard y Pécuchet, esa novela póstuma en la que lleva a la máxima expresión el interés que siempre tuvo por la estupidez humana, declara abiertamente su poca fe en la democracia:
Si Francia no pasa pronto al estado de la crítica, la sospecho irrevocablemente perdida. La educación gratuita y obligatoria no hará más que aumentar el número de los imbéciles. Renan lo ha expresado de una manera muy convincente en el prefacio a sus Questions contemporaines. Lo que nos falta por encima de todo es una aristocracia natural, es decir, legítima. Nada puede hacerse sin cabeza, y el sufragio universal, tal como existe ahora, es todavía más estúpido que el derecho divino. ¡Las cosas que veréis, si ese sufragio permanece! La masa, el número, siempre es idiota. No es que yo tenga muchas convicciones, pero esta la tengo muy arraigada. De todos modos, hay que respetar a la masa, por muy inepta que sea, pues contiene el germen de una fecundidad incalculable. Dadle la libertad, pero no el poder.
[Gustave Flaubert, Razones y osadías. Trad. Jordi Llovet. Edhasa, Barcelona, 1997]
Esa condena de la educación gratuita y obligatoria y ese rechazo del sufragio universal hacen pensar de inmediato que estamos ante un sujeto profundamente reaccionario, y que, aunque se trate de Flaubert, lo que dice merece el repudio de todo demócrata. No le faltará razón a quien así piense; tampoco le falta razón a Flaubert. Por supuesto, ambas cosas, la educación pública y el sufragio universal, son fundamentos irrenunciables de la democracia, y no es posible privar de ellos a una parte de los ciudadanos sin revocar el principio de igualdad y todos los derechos constitucionales que de él se derivan, lo que por otra parte muestra que si hay algo fundamental en la democracia es el Estado de Derecho. Ahora bien, dando por sentado que la educación gratuita y obligatoria y el sufragio universal son consustanciales con el sistema democrático, las razones que motivan a Flaubert para decir lo que dice no pueden dejar de tomarse en consideración.
En primer lugar porque, aun siendo cierto que la instrucción pública ha proporcionado a los países que la han adoptado los mayores beneficios de su historia, no lo es menos que ésta, en demasiadas ocasiones, ha servido a fines doctrinarios, a menudo en total oposición a los principios del mismo Estado democrático que pone los medios para que ello sea posible. En segundo lugar, porque aceptar el sufragio universal como único medio legal para legitimar el poder ⎯ésa y sólo ésa es su función⎯ no dota por arte de magia a los ciudadanos de la inteligencia, el conocimiento, la razón y la honestidad que se necesitan para tomar decisiones políticas. Nadie que no se sitúe fuera de la realidad puede negar este hecho, y el que no lo niegue no puede más que reconocer que la democracia entendida como gobierno del pueblo se sostiene en una paradoja: el pueblo decide pero el pueblo desconoce las razones y el alcance de lo que decide. Los ilustrados también creyeron que este problema se podría resolver, además de con la educación, haciendo llegar la información necesaria al máximo número de gente, un propósito que en el siglo XIX, con la invención de la fotografía y el telégrafo, parecía que podía empezar a lograrse eficazmente; se trataba sólo de un problema técnico. Lo que muchos se negaron a ver es que la información es manipulable y que, incluso cuando es veraz y contrastable, o no se comprende, o se proyecta sobre un punto ciego al que ahora llamamos sesgo de confirmación, o se desprecia con descaro porque no se cree en la existencia de una verdad objetiva y, en consecuencia, se tiene por seguro que la opinión depende de la voluntad, el sentimiento y la adhesión a los que uno, por mimetismo, cree que son «los suyos». Flaubert, pues, señala dos inconvenientes importantes para la vida en democracia que no hay que pasar por alto, sin perjuicio del rechazo que puedan suscitar sus conclusiones. Volvamos a la primera cuestión que nos ocupaba, la educación.
En un capítulo de El conocimiento inútil titulado «La traición de los profesores», Jean-François Revel expone con detalle lo que ocurrió en la escuela francesa entre el final de la Segunda Guerra Mundial y el año en el que escribe (1988). Documenta que en 1953 los manuales de historia y geografía se convirtieron en estalinistas, justamente el año en que murió Stalin, lo que Revel define como «una espinosa incongruencia». En esos manuales se describe la economía y la política de la URSS utilizando sólo fuentes soviéticas y se proclama que en el mundo existen dos campos: uno imperialista y antidemocrático (EEUU), y otro antiimperialista y democrático (URSS). El primero persigue el dominio mundial mediante el aplastamiento del anticapitalismo; el segundo lucha contra el imperialismo y el fascismo y por reforzar la democracia. El sesgo comunista de la enseñanza en Francia y en otros países europeos hasta la caída del Muro es algo de lo que no se puede dudar, pero los ejemplos y los comentarios que ofrece Revel son tan escandalosos que resultarían difíciles de creer si no tuviésemos la posibilidad de comprobarlos. Por supuesto, Revel cita sus fuentes y no faltan pruebas de que las cosas fueron exactamente así: el adoctrinamiento prosoviético dominó casi por completo las aulas escolares de Francia todos esos años. Sorprende que no hubiese nunca un rechazo de esta imposición por parte de los maestros. Es muy probable que una mayoría de ellos estuviese adherida a la causa, y lo que es seguro es que nada escapaba al control ideológico de los burócratas de la educación y que oponerse a su afán de difundir esa propaganda tenía sus consecuencias. Revel se refiere al caso del historiador y demógrafo Jacques Dupâquier, autor de un manual que consiguió publicar en Bordas, la empresa que editaba la mayor parte de los libros de texto, y que ofrecía una información más documentada de la situación soviética. Dupâquier recibió un torrente de cartas de indignación y su libro tuvo una demanda mucho más baja que el manual oficialista correspondiente al mismo curso, lo cual, teniendo en cuenta que los profesores eran muy libres de elegir sus manuales, da la medida de hasta qué punto estaba intoxicado el sistema educativo. En esos tiempos, la educación en España era uno de los principales instrumentos de la propaganda franquista, pero a pesar de no disponer de datos precisos al respecto, tengo la impresión de que tras la muerte del dictador el sesgo comunista fue penetrando poco a poco en las escuelas. En la universidad ya era dominante desde los últimos años del régimen, como podemos atestiguar los que por entonces empezamos a estudiar una carrera de humanidades o ciencias sociales. El momento histórico era distinto y, junto a la exaltación del marxismo leninismo, también iban buscando su espacio las ideas pedagógicas inspiradas en los movimientos anticulturales norteamericanos de los años sesenta y las revueltas de París de mayo del 68. De esa segunda catástrofe también se ocupa Revel en ese ensayo lleno de conocimientos utilísimos que es El conocimiento inútil. [Edición española: Página indómita, Barcelona, 2022. Trad. Luis González Castro]. No voy a extenderme más sobre las derivas sectarias de la educación, que sin duda dan actualidad a las prevenciones de Flaubert. Baste con decir que en este siglo irracional en el que nos vamos metiendo el adoctrinamiento ideológico en la escuela y la universidad vuelve por sus fueros tras unos años de aparente sosiego.
Al final de su carta, refiriéndose a la masa, Flaubert dice «dadle la libertad, pero no el poder». Es una sentencia importante. En nuestra sociedad, se confunde la libertad con el poder, y no es casual que esa sociedad haya acuñado un término tan orondo, en su forma y en su fondo, como «empoderamiento». No importa si lo que se quiere imponer con ese poder obedece a la razón o a la sinrazón; si es necesario para la convivencia o si conduce a un enfrentamiento de subjetividades, porque de lo que se trata es de negar la condición universal de ciudadano, que es lo que ha dado su fuerza a la democracia, y sustituirla por los privilegios del reconocimiento identitario. La democracia nació precisamente por oposición a la identidad colectiva, étnica o de clase, y si bien nuestro tiempo ha inventado un mosaico de formas de orgullo grupal que no tienen precedente y que indefectiblemente desembocan en el delirio, la disputa sobre el valor que hay que dar al concepto de soberanía popular ha dividido a los demócratas desde los orígenes del sistema. Optar por la voluntad del pueblo como fundamento último de la democracia comporta una renuncia a la idea de verdad objetiva y a la razón lógica como instrumento necesario para comprender la realidad comprensible y organizar la convivencia. Por otra parte, negar al pueblo su derecho a intervenir en todos los asuntos públicos parece alejarnos de la esencia de lo que comúnmente se entiende por democrático. Es un dilema que nunca se ha resuelto y que ha sido y es la fuente de todo cuanto pone en peligro el sistema de libertades.
Walter Lippmann es el pensador que más se ha ocupado de este problema. Lo hizo, especialmente en sus ensayos Libertad y prensa, La opinión pública y El público fantasma, en una época ⎯los primeros años veinte del siglo pasado⎯ en la que, además del telégrafo y la fotografía, medios ya plenamente consolidados, el cine divulgaba noticiarios que ofrecían información de actualidad y la radio empezaba a emitir regularmente. En la primera de estas obras, tras constatar que la información se somete cada vez más a la agitación y la propaganda y que ya no es posible que nadie pueda hacerse por sí mismo una idea precisa de lo que ocurre a su alrededor, puesto que ese alrededor ya no es su vecindario sino, cada vez más, el mundo entero, dice lo siguiente:
Donde todas las noticias proceden de segunda mano, donde todos los testimonios son inciertos, los hombres dejan de responder a las verdades y comienzan a hacerlo simplemente a las opiniones. El entorno en el que actúan no es el de la propia realidad sino un «pseudo entorno» de habladurías, rumores y conjeturas. La referencia última de su pensamiento pasa a ser lo que alguien dice y no lo que realmente ocurre. Los hombres no se cuestionan si tal o cual cosa ocurrió de veras en Rusia sino si Raymond Robins se halla más cercano a los bolcheviques que Jerome Landfield. Y de este modo, dado que carecen de medios fidedignos para conocer lo que está ocurriendo de verdad y puesto que todo se mueve en el plano de las aseveraciones y la propaganda, acaban por creer aquello que más fácilmente se acomoda a sus prejuicios.
[Libertad y prensa. Trad. Hugo Aznar. Tecnos, Madrid, 2011]
Esta reflexión de Lippmann describe muy bien cómo funcionan en su tiempo la información y la opinión. Ni que decir tiene que el problema que plantea persiste en el nuestro, con el agravante de que las peligrosas consecuencias de una información sometida a la agitación y la propaganda que señaló hace cien años han llegado al paroxismo con la incorporación de medios de comunicación cada vez más descontrolados. Al proyecto ilustrado le ha ocurrido lo que al aprendiz de brujo. El principal problema de la democracia ⎯concluye Lippmann⎯ es «el cuidado de las fuentes de opinión», y este problema, para el que no parece existir una solución viable sin abandonar el sistema de libertades, es actualmente la mayor amenaza que se cierne sobre la continuidad de ese sistema. Las fact checking, las agencias de verificación de noticias, que han aparecido en los últimos años como un intento loable de comprobar que lo que se dice en los medios se corresponde con la realidad, dependen a menudo de organizaciones políticas y sólo señalan lo que refuerza sus trincheras ideológicas, y cuando son realmente imparciales no tienen efecto alguno contra la propaganda, pues quien accede a ellas convencido de sus prejuicios no suele dar por buena la rectificación de las falsedades que defiende. Peor incidencia tienen los organismos oficiales supuestamente creados para controlar la calidad de la información. En Cataluña, por ejemplo, existe un ente llamado CAC (Consell de l’Audiovisual de Catalunya) supuestamente encargado de velar por la veracidad y la calidad de la información que se transmite por la radio y la televisión públicas. Los miembros de este consejo se eligen de acuerdo con la composición del parlamento autonómico, y en consecuencia sus dictámenes, muy lejos de la imparcialidad, siempre favorecen los intereses del partido que ostenta la mayoría; además, el presidente del consejo, designado a dedo por el partido que representa, tiene un voto de calidad que le permite deshacer los empates, siendo así que un organismo como éste, que se presenta y se percibe como una garantía de la calidad informativa, es en realidad un instrumento de primer orden de la propaganda política.
Walter Lippmann fue partidario en sus primeras obras de la creación de agencias y consejos de expertos destinados a analizar y verificar la información. Quiso creer que, gracias a esos intermediarios, el pueblo, sujeto de soberanía, podría elegir sus destinos con libertad y conocimiento de causa. Sin embargo, ante una situación que con el tiempo no ha hecho más que agravarse, acabó por considerar que la única manera de garantizar la racionalidad en las decisiones políticas era prescindir de la opinión pública y confiar enteramente el gobierno de las naciones a personas capaces de conocer, entender y gestionar los intereses públicos. Hugo Aznar, en su introducción a Libertad y prensa, resume así esta evolución del pensamiento de Lippmann: «Si la democracia quería sobrevivir a los retos de una sociedad compleja y globalizada entonces lo mejor, a juicio de Lippmann, era excluir a los propios ciudadanos. El buen funcionamiento de la democracia pasaba por vaciarla de sentido». No sé si tal proyecto implica necesariamente vaciar de sentido la democracia, a no ser que uno entienda la democracia como el sometimiento a una voluntad mayoritaria sin importar que esa voluntad proceda del conocimiento y la reflexión ⎯lo cual, con la experiencia acumulada a lo largo de cien años, ya no parece posible⎯ o de una respuesta mimética a la propaganda organizada. El sentido de la democracia es la libertad de pensamiento y acción de los ciudadanos, garantizada por los derechos constitucionales y la separación de poderes, no la toma de decisiones por motivos que nada tienen que ver con el respeto a la racionalidad y a la verdad objetiva, que aunque a muchos les pese reconocerlo existe y es uno de los fundamentos de la libertad. No veo posible, ni tampoco deseable, adoptar actualmente un proyecto como el de Lippmann, tal vez más cercano al despotismo ilustrado que a la democracia. No es posible, en primer lugar, porque en un tiempo en el que ya parece haberse instituido oficialmente que la verdad no depende de los hechos sino de las opiniones partidistas y que el único requisito para dar validez a una opinión es que la proclame una mayoría, no parece que nadie esté dispuesto a someterse al juicio de un comité de expertos ni en condiciones de discernir qué es un experto atendiendo a las cualidades de conocimiento, independencia y racionalidad con las que soñaba Lippmann. Tampoco es deseable porque, en caso de llegarse a poner en práctica, provocaría tarde o temprano una reacción revolucionaria que radicalizaría el deseo de acabar con las libertades. Lo que sí es posible, deseable e incluso ineludible si no queremos echar por la borda todo lo que se ha logrado en las democracias occidentales desde el final de la Segunda Guerra Mundial es la defensa de la democracia representativa, que no sólo hay que mantener contra el desafío de la democracia popular, mucho más lesiva para la libertad de los ciudadanos que el despotismo ilustrado, sino que debería reforzarse en todo lo posible, lo que entre otras cosas comportaría la exigencia legal, en los debates parlamentarios, del compromiso con la verdad y la racionalidad, tal como se exige en la ciencia y el derecho. Nada de eso implica la desaparición del sufragio universal ni de la escuela gratuita y obligatoria; por el contrario, se trataría de dignificar y fortalecer esas instituciones impidiendo que la sinrazón se apoderase de ellas. El pueblo debe seguir siendo soberano, es decir, debe tener la capacidad de deshacerse de los gobiernos que no han sabido gestionar sus intereses, pero no decidir, por un impulso emocional ajeno al razonamiento e inducido por propaganda, en lo que no tiene la información y el criterio necesarios para tomar decisiones, que es lo que desearían los que hablan de «democracia participativa». Este es el proyecto que deberían defender sin complejos los pocos políticos razonables que aún quedan, se inclinen más hacia la derecha o hacia la izquierda. Y hasta puede que, viendo lo que ha ocurrido siglo y medio después de su muerte, Flaubert matizara sus opiniones y lo aceptara como un mal menor.
Epílogo
Tenía este artículo prácticamente terminado cuando se produjo el ataque terrorista de Hamas del 7 de octubre. Nada ilustra mejor la amenaza que supone para la pervivencia de la democracia el concepto relativista de la opinión como la reacción ante lo ocurrido de una gran parte de la izquierda occidental. En muchas ciudades de Europa, América y Oceanía ha habido manifestaciones, en algunos casos muy numerosas, de apoyo al terrorismo de Hamas, al que se identifica como la heroica resistencia del pueblo palestino, con repugnantes proclamas antisemitas que nada tienen que envidiar al nazismo. De hecho, no es sólo la extrema izquierda quien así se expresa; el supremacismo blanco en Estados Unidos y el supremacismo palestino en Australia clamaron por la eliminación de los judíos. «¡Que los gaseen!», gritaban los manifestantes de Sidney. «Si te vas lo suficientemente lejos hacia la izquierda acabas llegando al extremo de la derecha», decía el psicólogo social Michael Shermer en su cuenta de Twitter.
Se pueden discutir muchas de las decisiones del gobierno de Netanyahu, sin duda, pero no se pueden negar los hechos, y los hechos contrastados son que Hamas, que desde 2007 gobierna Gaza en un régimen totalitario, es una organización terrorista apoyada por el Estado teocrático de Irán y en alianza con Hizbullah en el Líbano y con el Isis en Siria e Irak, y cuya única finalidad es eliminar por completo el Estado de Israel, como proclama ya en su carta fundacional de 1988. Por otra parte, la ayuda internacional destinada al pueblo palestino ha servido para fabricar armamento y enriquecer hasta extremos inusitados a los dirigentes de la organización y también a los de Al-Fatah, el enemigo interno de Hamas en la causa palestina. Su líder y presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Mahmoud Abbas, posee, al igual que sus hijos, una misteriosa fortuna, también obtenida, según todos los indicios, con la desviación de fondos de la ayuda internacional. Ayaan Hirsi Alí, la valerosa escritora y política somalí que, huyendo del horror islamista, se refugió en Holanda, donde llegó a ser diputada, y que actualmente vive en Estados Unidos, cuenta que viajó a Cisjordania, en 2004 y 2005, como representante del Parlamento holandés, y eso es lo que le dijeron los palestinos con los que habló:
Se quejaron amargamente del trato que recibían por parte de Hamás y otros grupos radicales, y me contaron cómo se estaba desviando dinero destinado a alimentar a la gente para financiar las actividades de esas organizaciones y el lujoso estilo de vida de sus líderes. Tanto los árabes como los palestinos me dijeron lo hartos que estaban del conflicto y lo dispuestos que estaban a la paz.
En Gaza, la población palestina sufre la opresión y la miseria que les impone el gobierno de Hamas. Se trata, sin ningún lugar a dudas, de un régimen corrupto y asesino, dedicado únicamente a la represión de su pueblo, el adoctrinamiento desde la infancia y el objetivo de destruir el Estado de Israel. Las mujeres son reducidas a la condición de esclavas y los homosexuales se exponen a un castigo que puede ir, según las circunstancias, de los diez años de cárcel a la ejecución por horca o decapitación. Por otra parte, Israel es una democracia, con sus carencias y sus defectos, como todas, pero una democracia, no un Estado étnico ni teocrático. Hay muchas pruebas de esta condición, pero la más importante es que en ese Estado viven dos millones de musulmanes con los mismos derechos que cualquier otro ciudadano. Tampoco es cierto que Israel entre indiscriminadamente en territorio palestino para asesinar a niños, ancianos y enfermos a la manera de los terroristas de Hamas; sí lo es que Israel responde a los ataques contra población civil a los que está sometido desde hace décadas ⎯lo del 7 de octubre es la monstruosa culminación de una larga serie de atentados⎯ bombardeando los puestos de lanzamiento de mísiles y los lugares donde se esconden los dirigentes de Hamas, que casi siempre coinciden con zonas cercanas a hospitales y escuelas, y antes de atacar esas áreas, avisa a la población para que las evacúe, lo cual Hamas suele impedir como impide también que sus ciudadanos salgan de Gaza, y si logran acercarse a la frontera con Egipto, sus hermanos musulmanes no les dejan entrar.
Se puede estar en contra del modo en que Israel lleva a cabo sus represalias, se puede exigir a Israel que cumpla los protocolos de los convenios de Ginebra, se pueden ver muchos matices en el conflicto, pero no se puede ignorar o negar lo que se conoce positivamente, y eso es, por encima de todo, que Hamas y sus aliados no están interesados en ninguna solución pacífica, que su objetivo irrenunciable es acabar con Israel, y que los palestinos han rechazado en cinco ocasiones la constitución de dos Estados. Nada de eso se puede ignorar; la información sobre lo que ha ocurrido y ocurre en Oriente Próximo procede de múltiples fuentes fiables y está al alcance de cualquiera que quiera acceder a ella. Sin embargo, la izquierda occidental ha decidido que su causa es la de Hamas, la del odio antisemita y la justificación del terror. La razón de tal actitud sólo puede buscarse en la propaganda y el mimetismo. En esas imágenes de las manifestaciones de Madrid, Barcelona y otras ciudades occidentales en las que la bandera de Palestina ondea al lado de la bandera multicolor del movimiento LGTBI está la clave del asunto. Ambas cosas forman parte de un mismo paquete junto al integrismo climático, el feminismo enfurruñado, el animalismo, etc.: el kit completo del perfecto progresista. Qué importa que en los países de sus amores se humille y se azote a las mujeres y se cuelgue a los homosexuales, que la educación obligatoria sea adoctrinamiento en el odio a los judíos y al conjunto de los países occidentales y que no exista el sufragio universal ni mucho menos nada que se parezca a lo que en Occidente llamamos derechos. Si uno se propone discutir racionalmente con cualquiera de esas almas benditas que despliegan con orgullo su mercancía averiada, se encontrará con un pozo de ignorancia, una indiferencia ante toda forma de argumentación y un emocionalismo primitivo: lo mismo que lleva a esos personajes a estrujarse y besarse entre ellos para sellar su pacto de hermandad les lleva a odiar mortalmente todo lo que se les opone. Todo eso puede entenderse en un adolescente fogoso e indignado con la miseria y el sufrimiento de los más desafortunados de la sociedad; es un sentimiento noble que los educadores deberían encarrilar hacia el conocimiento en lugar de dar pábulo a los bajos instintos que produce. Si así fuera, tal vez llegarían a comprender que la democracia representativa es lo único que combate la injusticia hasta donde es posible combatirla sin destruir la libertad. Pero eso es precisamente lo que no se quiere que comprendan: lo que alienta las disparatadas ideas de esos jóvenes es a menudo la educación. Ahora bien, si se puede entender que tal montaña de estupidez ocupe enteramente la mente de un adolescente, lo que ya no se puede entender sin aceptar que nuestra sociedad está llegando al último estadio de esa infantilización esclerótica de las mentes adultas que anunciaba Finkielkraut en La derrota del pensamiento (1987) es que la opinión pública, a la que temieron primero Aléxis de Tocqueville y más tarde Walter Lippmann, Ortega y Gasset y otros grandes pensadores, responda cada vez más a los mecanismos de la psicología adolescente. Que esa pesadilla haya llegado en el gobierno de España a ocupar ministerios es aún más difícil de entender. Ver a los dirigentes de la extrema izquierda presidir las manifestaciones sanguinarias y pueriles ⎯como diría Josep Pla⎯ que hemos visto estos días; oír declarar a responsables públicos lo que nadie en su sano juicio llegaría a pensar si no se dejara dominar por su mimetismo ideológico y se molestara en conocer un poco los hechos de los que habla produce una mezcla de desazón, asco y temor que no es fácil de tragar. La tribuna que sus cargos ministeriales ofrecen a esas minorías furiosas y alucinadas aparta este país de la poca sensatez que aún conservan las democracias europeas, por lo menos en este asunto crucial, que es el de la defensa de las únicas instituciones garantes de libertad que ha conocido el mundo. Es la irracionalidad del hombre masa decidiendo los destinos de todos, la mayor amenaza interna que puede padecer Occidente.
Ilustración: Disparate desordenado. Grabado de Francisco de Goya. Via Look and Learn