La palabra es origen, siempre previa. A través de ella nos abrimos camino en medio de la extrañeza del mundo. Es la fragua de nuestras ansias más secretas, siendo la del amor la más común, puro anhelo de paraíso que nos empuja a descender a los infiernos donde recuperar sus vestigios. Dante sabía que el camino al paraíso pasa por el infierno, y Petrarca, que el infierno nos habita, que la geografía de nuestra subjetividad es la tierra ignota que nos aguarda y nos aterra. También se atrevió a desafiar al amor y a la amada, sabedor de que la fuerza de su pulso, de su verbo era lo único inmortal. «Eternidad» pasó a tener el nombre de poesía, de palabra no revelada, sino caída, precipitada y abismada al infierno de un yo que amaba tanto a un tú como descubrirse, encontrarse cara a cara en el espejo de la escritura. Fuera de ella, de sus leyes lingüísticas, o en sus márgenes, no nos es dado conocer lo que descentra nuestra subjetividad. Nos aproximamos a lo que convenimos en llamar realidad mediante una dialéctica especular y discursiva, co-creadora de mundos, al igual que hace el universo con nosotros, discursos de su flujo creativo, hiatos y diptongos, unidades lingüísticas con más o menos sentido.
El pensamiento europeo nace de la certeza de que la poesía es la intersección entre los dioses y los humanos, y el poeta, el mejor exegeta de la creación y la naturaleza. Desde Atenas, en uno de sus últimos diálogos, el Critias, Platón pone en boca de Timeo la afirmación de que los dioses renacen en nuestras palabras, y suplica que, si en algo desafinamos, nos den el castigo adecuado. De ser cierto, el cosmos es un poema en medio del cual nacemos para cantarlo, comentarlo o fabular mientras quedamos cumplidos en él. Uno de los dioses griegos más antiguos, Apolo, el del arco y la lira, se sirve de la palabra para despertar en los humanos la sabiduría. Un adivino, preso de la manía del dios, pronuncia el enigma sin entenderlo, y un intérprete estudiará la palabra de Apolo comparándola con otras para transformarla en explicación, en un discurso iluminador. Así nace la razón, capaz de un argumento independiente del dios, aunque originado por él.
A su vez, Apolo es la contradicción de otra divinidad portadora de cuantas contradicciones existen, Diónisos, aquel cuyo secreto consiste en la contemplación de la vida en su totalidad, sin diferenciar nada dentro del torbellino vital. Dios de lo imposible para el ser humano, criatura, como somos, cercada por los propios límites e incapaces de despojarnos de nuestra subjetividad abisal. La sabiduría dionisíaca solo se alcanza mediante el ek stasis, un salir de sí para contemplar la vida en su amplitud, sin excepción. La consciencia mística que propicia se expresa con el silencio o bien con el canto poético. De este modo es como Diónisos encuentra su voz en Orfeo, al igual que la lira de Apolo halla en la órfica el eco de la cosmogonía y el imaginario de mitos y dioses. Orfeo es la poesía necesaria donde ambos dioses pueden encontrarse y quedar expresados en un único canto mientras el mundo deviene en connivencia de múltiples y paradójicas dimensiones. Desde Petrarca, todos los poetas convocaron a Orfeo, hasta fray Juan de la Cruz le cedió la voz de su Dios en su carismático Cántico espiritual, en dos estrofas lira que son conjuro de amor. El misterio resuena en Orfeo que es origen, liminar, salvífico porque sobrepone la palabra cantada a lo ilusorio. Humanos y dioses lo necesitan, tiene experiencia del cielo y del infierno, del amor y de la muerte. Las palabras seductoras que entona dan continuidad al secreto del que irrumpe la necesidad del canto. Incluso Agustín de Hipona se le rindió cuando afirmó que el tiempo es el ritmo y el compás de un grandioso poema compuesto por un inefable.
Que nuestra civilización se asienta sobre el carácter performativo del lenguaje lo atestigua, también, Jerusalén. Vueltos como estamos hacia Grecia, olvidamos que nos encontramos explicados en un libro escrito con palabras consideradas vivas porque son energía creadora. Su Dios crea con el verbo, y lo primero que hace es hablar para convocar la existencia. En la mística hebrea las palabras y lo que nombran son lo mismo. Sus letras y sonidos albergan la realidad que va a manifestarse en cuanto sea dicha o escrita. Las grafías del hebreo bíblico son piedra fundacional, una medida, una densidad, una energía que al vibrar inciden en lo visible e invisible de la creación. De la sonoridad de la lengua depende una armonía que debemos alentar para que se revele. La importancia de la alabanza, el acto de elevar un cántico que dé testimonio de unión del cielo con la tierra, lo divino con lo humano en todas y cada una de las distintas dimensiones de lo creado resulta inevitable. El lenguaje es el conductor de la experiencia espiritual e incluso es la experiencia espiritual en sí, por este motivo es fácil comprender que en el Antiguo Testamento el libro sea metáfora del destino, y que la Biblia concluya con un Jesucristo que es palabra encarnada que revela el libro desde el libro. Nunca en la Antigüedad mediterránea precristiana se le había dado expresión a semejante pensamiento.
Sin embargo, también en el Antiguo Testamento Dios se revela y se encarna en la palabra. Lo hace, además, en palabra poética. Dentro de la magna biblioteca de libros que es la Biblia, el más sagrado es el Cantar de los cantares, el poema de amor más bello de la tradición judeocristiana. En sus versos, el Dios hebreo se ofrece con intenso esplendor a través de dos amantes que se buscan y se encuentran, que viven la ausencia del otro con la misma entrega con la que unen sus cuerpos. Buscan el amor de los orígenes. El Cantar está escrito en términos eróticos que verbalizan el vigor de las efusiones para convertirlas en conocimiento que despierte a la consciencia y la mueva de lo óntico a lo ontológico. Las descripciones gozosas de los miembros del cuerpo humano son la única posibilidad precisa de manifestar la plasticidad, sensitiva y física, del vacío. La desnudez es Dios. Y el cuerpo, revelación y don. La palabra se hace carne porque el cuerpo se convierte en un concepto espiritual con el cual descubrir y reconocer el poder del alma, la plenitud de nuestra consciencia.
Llegados a los Evangelios, el acto de escritura deviene la encarnación en el vientre de María, y la lectura, su alumbramiento. Este misterio que el cristianismo elevó a categoría artística explica el inicio de la Biblia, la palabra que crea el Génesis: Bereshit, «En el principio…» (1: 1). El Ein Sof, el Infinito innombrable es el Dios que, en un acto de contracción, de reducción a la nada, propicia el nacimiento de lo creado, el «inicio», el resh que el vientre de la bet, ב, da a luz. Letra que en el alfabeto hebreo simboliza lo universal femenino. De ב nace al mundo la reish, símbolo de la «cabeza».
Bereshit, el movimiento creador esencial, el ininterrumpido estado de transformación del universo. En el principio bíblico, en su primera palabra nacemos por segunda vez, aunque ahora en brazos del verbo, que «da a luz razones» y permite que «nada sea estéril en el universo». Este hermosísimo pensamiento de Hugo de San Víctor recoge la siembra de una metáfora y un símbolo que, durante siglos, se había labrado en torno al poder performativo del lenguaje. En el libro todo espera su alumbramiento. A partir del siglo XV, los pintores empezaron a retratar Anunciaciones lectoras a sabiendas de que la naturaleza es un libro y la escritura, su imagen y semejanza. La iconografía de una Virgen tejedora de mundos cedió a la pintura de una Concepción gracias a la palabra escrita, lo que comportó la posibilidad de prescindir de la representación del arcángel Gabriel. La Virgen empezó a leer.
No solo damos existencia a lo que escribimos y leemos, sino que al ser aquello que ciframos en letras creamos el Bereshit, situamos la palabra en el tiempo y ponemos la creación en movimiento. La virginidad de nuestro poder cognitivo concibe en cada locución. La consciencia se dilata, y entre las muchas contracciones algo nace. Leer es concebir. Encarnar. La textura de las palabras cubre el misterio de la creación. Desnudarla es nuestro legítimo deseo. Creamos arte y literatura ajenos a nuestra voluntad. Lo hacemos movidos por el ardor de un amor secreto al que nos debemos. Nuestra mente forma parte del gran acontecimiento cósmico de la matriz del universo que, a través de nuestra consciencia, inventa dioses, realidades y mitos. No somos nosotros los poetas y los artistas. Es ella. Después se oculta y lee.
Ilustración: Antonello da Messina, Annunciata (ca. 1474-1476) via commons.wikimedia.org.