Pensamiento

Un lugar en el mundo

Pocas ideas hay tan denostadas en la actualidad como la del mérito. Aquí y allá se repite lo mismo: de nada sirve esforzarse, este no es un mundo en el que triunfen los mejores; los ricos, los blancos, los hombres, los tramposos, los despiadados pasarán siempre por delante del trabajador humilde o de las llamadas minorías sociales si los poderes políticos no toman medidas para remediarlo. Cargados de buenas intenciones, es obvio que quienes repiten esto (en muchos casos, por cierto, personalidades de éxito, vivos ejemplos de las virtudes de la meritocracia) buscan librar al desafortunado de la culpa de verse en su situación, pero en realidad le privan de lo más preciado que trajo el capitalismo: la sensación de poder sobre el propio destino.

No es casual que, con la consolidación del capitalismo en el siglo XIX, aparezcan muchas novelas de temática parecida: las peripecias de un joven que trata de abrirse camino, de hacer fortuna, de triunfar en sociedad (y a menudo también en el amor). A diferencia de en la estamental sociedad de los siglos anteriores, los jóvenes ahora deben encontrar su lugar en el mundo por sus propios medios. Este nuevo sentimiento de poder sobre sus propias vidas es de lo que se nutrió toda esta literatura. Dickens, Flaubert, Balzac, Stendhal, etc. retratan en sus novelas los triunfos y las humillaciones que experimentan en la vida moderna sus protagonistas, que están llenos de ilusiones, ambición y vanidad porque ya no se enfrentan a fuerzas que los superan, a sociedades rígidamente jerarquizadas, como en los siglos anteriores, sino que sus fracasos, como sus éxitos, se deben en muchas ocasiones a sus propios errores y aciertos, y en no pocas tampoco, claro, a su buena o mala suerte. Comprenden que está en juego no solo su futuro, sino algo más importante: su amor propio, y a cada nueva oportunidad y a cada obstáculo, se vuelven sobre sí mismos para preguntarse quién quieren ser y qué van a hacer para lograrlo. Cuanto más se amplía la esfera de la libertad individual, cuanto más responsable se siente uno de su destino, más rica es la experiencia vital. Pero la mirada de los jóvenes en la actualidad se dirige en demasiadas ocasiones hacia fuera: «¿Qué tiene que cambiar en el mundo para que yo pueda triunfar?» Como eso es algo que escapa de su control, terminan consumiéndose en cóleras impotentes, incluso aunque el campo de elección del pobre o de cualquier minoría social sea hoy mucho mayor que el que no hace tanto le estaba reservado al rico.

Pero del mismo modo que, en La educación sentimental, Frédéric Moreau se lamenta al ver lo que tarda en llegar «la felicidad que merece por la excelencia de su alma», muchos sufren al ver que la vida no siempre trata bien a quienes más lo merecen, y piensan por ello que hay algo profundamente injusto en el sistema de libre competencia. Olvidan que no puede haber ni justicia ni injusticia en un sistema espontáneo. Solo puede ser injusto aquello que organiza una mente racional (y un Estado organizado por una mente racional es un Estado totalitario), y no un orden que se autogenera como resultado de miles de decisiones que toman a diario hombres y mujeres en libertad. Esta es una de las grandes ideas de Hayek. Como explica en Camino de servidumbre, la alternativa al capitalismo no es un mundo regido por un patrón absoluto y universal de justicia, sino uno en el que la voluntad de unos decide por el resto. 

No somos tan ingenuos como para pensar que la consolidación del capitalismo supone el triunfo del talento y el esfuerzo como los únicos motores del progreso social. Los protagonistas de las grandes novelas del siglo XIX terminan muchas veces desengañados o corrompiéndose cuando descubren que la generosidad, la humildad, la honestidad o incluso el genio a menudo no son más que un obstáculo para prosperar. En una sociedad en la que nadie tiene un sitio reservado, la lucha para medrar puede ser encarnizada, y desde luego no gana siempre el mejor. Pero es solo en un sistema de libre competencia en el que el infortunio puede soportarse, porque uno puede hacer algo para mejorar su suerte. Y aunque nunca lo consiguiera, siempre sería preferible eso a pensar que de nada sirve esforzarse si no se cuenta con los favores de los poderosos. Defender el régimen de libre competencia no significa defender los méritos del triunfador, sino creer en la capacidad del desafortunado de cambiar su suerte por sus propios medios.


Ilustración: Promoción por mérito – Col. The Hon Frederick Arthur Wellesley. Cromolitografía. Yale Center for British Art. Via Look and Learn.