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Cuatro poemas de Carner

Josep Carner, poeta catalán nacido en Barcelona en 1884, se licenció primero en Derecho y después en Filosofía y Letras, colaboró en distintas revistas culturales de la época, y en 1911, fue designado miembro de la sección filológica del Instituto de Estudios Catalanes. Después de constatar la ineficiencia y la falta de respeto de quienes ostentaban el poder cultural en la Cataluña de comienzos del siglo XX y ante la imposibilidad de obtener un lugar de trabajo decente, que merecía sobradamente, decidió hacer oposiciones en Madrid para ingresar en la carrera diplomática, y desde 1921 ocupó destinos consulares en Europa y Latinoamérica.  Pasó, pues, la mayor parte de su vida lejos de su tierra natal. Después de la Guerra Civil, se vio forzado a exiliarse en Méjico, y más tarde, en 1945, en Bélgica. Murió en Bruselas en 1970,  a sus ochenta y seis años.

Su obra representa un enorme salto cualitativo en relación con la poesía anterior, en la cual destacaron, entre otros, Jacint Verdaguer y Joan Maragall. Entre 1904 y 1953 publicó quince libros de poesía, que luego se integrarían en un solo volumen, titulado simplemente Poesia (1957), en el cual reunió todos sus poemas, y, con el pretexto de adaptarlos a las normas ortográficas de 1913, sobre todo los anteriores a esta fecha, los mejoró sustancialmente. La altísima calidad de su poesía no sólo se basa en un gran conocimiento de la lengua, sino también en su enorme capacidad imaginativa en el uso del lenguaje figurado.

En principio, Poesia estaba destinado a ser el primer volumen de un proyecto de obras completas que nunca llegó a materializarse. Los poemas allí reunidos no figuran ordenados con criterios cronológicos, sino temáticos, cosa que irritó a no pocos lectores que se creían con el derecho de imponer su voluntad contra la del poeta, a menudo incomprendido, además, por críticos que esperaban encontrar en su libro valores extrínsecos a los poéticos, fueran esos metafísicos, políticos, sociales o simplemente reflejos de sus manías personales.

El último de lo apartados de Poesia, titulado «Absència», contiene poemas hasta entonces inéditos o no publicados en libro. La característica de ese apartado que me interesa destacar aquí es, principalmente, la expresión de su madurez formal y de la riqueza de su imaginación poética, situada ya en su más alta cima, sobre todo después de Nabí, su gran obra maestra.

En primer lugar, es preciso explicar el sentido del título de esta sección, «Absència». Como hemos dicho, Carner había estado fuera de Cataluña desde el año 1921, que fue el año en que se marchó a Génova como cónsul de España. La Guerra Civil interrumpió su carrera diplomática y la publicación de sus libros, y es entonces cuando escribe Nabí, que se publicó por primera vez en la traducción española realizada por el mismo autor en 1940 (Méjico) y un año más tarde en catalán, en 1941 (Buenos Aires). Luego, instalado ya en Bruselas, publicó un nuevo libro Llunyania en Santiago de Chile, al cual siguió Arbres, publicado ya en Barcelona, en 1953. 

Llunyania y «Absència» son dos títulos que reflejan perfectamente su condición de exiliado político. Pero el alejamiento de su tierra natal no le empuja a destilar meros lamentos sentimentales. Al contrario: lo aprovecha como pretexto para construir poemas donde se entretejen temas relacionados no solo con las características esenciales de la condición humana: el dolor y la soledad, sino también la esperanza sin esperanza, la lucidez del espíritu, y el misterioso valor que se esconde en la creación poética. Ésta, concretamente, es una de las características que veremos reflejadas en uno de los poemas que vamos a examinar.

Carner fue un poeta que, desde sus comienzos no se sintió cómodo en la estética moderna, la de su generación, que parte del simbolismo y se ve obligada a construir una serie de edificios poéticos muy personales que son el resultado del esfuerzo que tuvieron que hacer los poetas, como muy bien dijo Joan Ferraté, para evadir la aceptación franca de la obligación (impuesta por su material, los signos de la lengua) de referirse a la realidad sin caer en la banalidad de la experiencia común. Según Ferraté, la crisis de la poesía, que arranca desde la publicación de Les fleurs du mal  de Charles Baudelaire, tiene su origen en la crispación de que hacían gala los poetas porque, por una parte, eran conscientes de la sujeción que impone el lenguaje a tener que referirse a la realidad, y por otra, porque también eran conscientes de que el uso que hacían de su material lo desmentía, puesto que, en literatura, la función referencial queda cancelada y se realiza bajo la óptica de una ficción. Carner, por lo tanto, evade el problema porque se decide a escribir a partir de la estética clásica, la cual acepta sin más la obligación impuesta por la lengua de referirse a la realidad, y entonces el poema aparece al lector como motivado por el pretexto que está en su misma base. Con esta elección, Carner se asemeja a otros poetas de su tiempo, que acabaron haciendo lo mismo.

No se parece a T.S. Eliot, por ejemplo, que está completamente sumergido en la estética moderna, pero sí, por ejemplo, a Luis Cernuda o a W.H. Auden, con una pequeña diferencia. El recorrido poético de Auden y Cernuda va desde la posición de Eliot, en el caso de Auden, o desde unos determinados supuestos surrealistas, en el caso de Cernuda, hasta la vuelta a la estética mucho más clásica, partiendo siempre de unos pretextos que se ramifican con unos temas elaborados siempre, o casi siempre, a través de formas fijas (métrica regular, rima, etc.). A pesar del éxito popular que Carner tuvo siempre en Cataluña, cuando leemos los comentarios críticos que se hacían de su obra, uno tiene la idea de que era apreciado como «versificador de manías de gentecilla», en palabras de Gabriel Ferrater. En los años cincuenta, incluso hubo algún crítico catalán oficial que lo consideró como un poeta pasado de moda, comparado con Riba, cuya poesía era más afín a la de Mallarmé o Valéry, más «moderna», en definitiva. La incomprensión de no pocos lectores hacia la obra de Carner, fue despejada definitivamente a partir de la década de los sesenta, gracias a los artículos de Gabriel Ferrater y Joan Ferraté. Fue a partir de ellos cuando su obra se empezó a valorar como era debido. Esa profunda incomprensión de uno de los mejores poetas catalanes de todos los tiempos, y el mejor de su época, nos revela hasta qué punto la vida de la cultura catalana oficial estaba, durante la posguerra, muy por debajo del nivel europeo, seguramente a causa del clima que propició la dictadura franquista.

Es una pena que la poesía de Carner sea tan difícil (por no decir imposible) de traducir. Otros poetas contemporáneos, por ejemplo Cavafis, lo ponen más fácil al traductor, porque el poder sonoro de las palabras cuenta seguramente menos que el sentido que le da ese tono de voz confidencial. Por lo menos eso no representa ninguna barrera seria a la traducción. Si Cavafis hubiera escrito como Carner, no hubiera sido tan famoso fuera de Grecia, porque las traducciones no le hubieran hecho tanta justicia. Esa es la razón por la cual quisiera centrarme ahora y aquí en la lectura de cuatro poemas característicos de su madurez: «De lluny estant», «Cor fidel», «País perdut» y «Confidència».

El primero es un poema menor, que he elegido precisamente por esta razón, porque a primera vista no parece nada excepcional, pero que va creciendo a medida que vamos descubriendo su sentido más profundo (o menos literal). Está escrito desde los mismos supuestos formales y estéticos que Cernuda utilizó en «Los espinos», que vamos a leer ahora, como ejemplo:

LOS ESPINOS
Verdor nuevo los espinos
tienen ya por la colina,
toda de púrpura y nieve
en el aire estremecida. 

Cuántos ciclos florecidos
les has visto; aunque a la cita
ellos serán siempre fieles,
tú no lo serás un día. 

Antes que la sombra caiga,
aprende cómo es la dicha
ante los espinos blancos
y rojos en flor. Ve. Mira. 

Este poema de Cernuda es una variante del Carpe Diem.  En el poema de Carner, «De lluny estant», no aparece ese tema, pero podemos comprobar que está insertado en la misma estética. 

DE LLUNY ESTANT
Qui veiés, quan l’estiu s’acomiada,
el camí —la serp blanca i somrient—
i, al marge d’una cala refiada,
el pàmpol mort sota d’un pi vivent.

Qui veiés una dansa damunt l’era
i una serra morada enllà de mi;
qui topés un aloc de torrentera
o enmig d’un pedruscall un romaní. 

Mes val, però, que aquests bedolls s’acari
el meu esment, i a aquest boiram somort.
En mos camins d’un temps, hom por trobar-hi
un àngel trist amb el seu glavi tort. 

(«Desde lejos»: Quién viera, cuando el verano se despide, / el camino —la serpiente blanca y sonriente— / y en los márgenes de una bahía confiada, / el pámpano muerto bajo el pino viviente.// Quién viera una danza sobre la era / y una sierra morada frente a mí a lo lejos; / quién se encontrará con un agnocasto a la orilla de un torrente / y una mata de romero en un pedregal. // Pero es mejor que mi atención se atenga / a esos abedules y a esas nieblas mortecinas. / En mis caminos de otro tiempo podría hallar / a un ángel triste con su espada torcida).

Es un poema de tres estrofas de cuatro versos con rima ABAB, alternando los versos masculinos y los femeninos.  A cada cambio de rima, hay también un cambio de terminación. Entre las dos primeras estrofas y la última aparece un contraste entre la tierra natal y la del exilio. Las figuras retóricas de la primera parte iluminan su contenido: todos los elementos de la tierra natal están evocados por la misma figura, la sinécdoque: el camino, la bahía, el pámpano y el pino, dos de ellas con la función gramatical de complemento directo, y las dos restantes situadas en complementos adverbiales de lugar. Ya veremos la función que tiene la sintaxis en el poema. Las cuatro figuras son sinécdoques, no solamente porque se usa el singular por el plural, sino porque el deseo de volver a ver todos estos elementos se expande hacia todo el país. 

Además de estas cuatro sinécdoques, Carner construye otra figura constituida también por cuatro elementos: una falacia patética, que consiste en atribuir cualidades humanas a un elemento de la naturaleza. La bahía esta “confiada”; el pámpano, «muerto»; y el pino, «viviente». Y el camino, en vez de llevar un predicado, tiene una aposición: «la serpiente blanca y sonriente». Este ultimo predicado también personifica la serpiente. Cuatro sinécdoques, pues, acompañadas de cuatro falacias patéticas, presididas por una subordinada temporal: «cuando el verano se despide», que también atribuye al verano un predicado reservado a personas.

En la segunda estrofa, sin embargo, todos los elementos del paisaje que se evocan no están humanizados, sino que están colocados en un contexto espacial: la danza tiene lugar «sobre la era»; la sierra está «frente a mí, a lo lejos»; el agnocasto, «a la orilla de un torrente», y el romero, «en un pedregal». También aquí las sinécdoques funcionan como complemento directo de dos verbos distintos. Ocho sinécdoques: cuatro acompañadas por una falacia patética que humaniza el paisaje e incluso, como hemos visto, la estación del año que nos dice adiós, mientras que las otras cuatro están situadas en un contexto espacial que les proporciona realidad, como si se tratara de cuatro elementos pictóricos contextualizados, de la misma manera que, en la primera estrofa, tenemos dos figuras funcionando dentro de un complemento de lugar: «al marge d’una cala», i «sota d’un pi vivent». Todo ello está al servicio del intenso deseo de volver a su país. Carner, como Pau Casals, fue uno de tantos artistas que se negaron a pisar suelo español mientras el país estuviese gobernado por la dictadura que negaba sus libertades esenciales. Cuando las facultades mentales de Carner empezaron a fallarle, su esposa lo trajo a Barcelona con la vaga promesa de que le otorgarían el Premi d’honor de les lletres catalanes. En un momento determinado, Carner recobró su lucidez y se dio cuenta de que estaba en Barcelona, cosa que le disgustó enormemente. El jurado del premio, dicho sea de paso, constituido por típicos patriotas de turno, tuvieron la desfachatez de negárselo. Lo razonaron diciendo que su poesía no era lo suficientemente patriótica. Algo huele a podrido en Cataluña si consideramos que se haya negado ese premio al mejor poeta, Josep Carner, como también se lo negaron al mejor prosista, Josep Pla.

En la tercera y última estrofa del poema, está la presencia de Bélgica, el país de su exilio, que también se evoca con dos sinécdoques, «abedules» y «nieblas». Y finalmente, en los dos últimos versos, relacionados con los anteriores por una relación causal implícita, se nos dice que es mejor que su atención se atenga a su escenario nórdico, pues en la tierra que él echa tanto de menos, podría encontrar el terrible símbolo de la derrota: «un ángel triste con la espada torcida». Quizá es mejor, parece decirnos el poema, renunciar al deseo supremo, cuando sabemos que lo deseado comporta también la tristeza suprema de un ángel (el tenor de la metáfora está abierto) que ha luchado (tiene la espada torcida) y ha sido derrotado. 

El poema, de concepción muy simple, como el de Cernuda, es una reflexión hecha, como reza el título, «Desde lejos». Pero a pesar de su simplicidad consigue con el uso de los procedimientos retóricos examinados una visión del paisaje de la tierra natal con una extraordinaria limpidez, a la que no es ajeno el uso del lenguaje figurado al que hemos aludido: el singular por el plural es como una particularización intensiva de los elementos plurales que no aparecen en el poema. Pero sobre todo se nos ofrece una reflexión moral interesante que evita caer en el reduccionismo sentimental de lo que podríamos encontrar en algunos poemas patrióticos de otros autores sobre el exilio. Carner no nos invita a comparar dos países de una manera maniquea, sino dos realidades complejas, ambas con sus cosas positivas y sus cosas negativas, y ello no nos viene dado de una manera conceptual, sino a través del lenguaje poético por excelencia, que es el de las figuras y el de la organización del material constituido por los signos.

El léxico y la sintaxis son muy simples. Todas las palabras que aparecen tienen una alta frecuencia de uso, excepto quizás un par de elementos vegetales. El poema es transparente a primera vista, y tiene un funcionamiento paralelo: el sentido literal está muy claro. El otro sentido, el que obtenemos a través de las figuras, tampoco presenta dificultades de interpretación. Lo que podríamos llamar funcionamiento paralelo de sentidos es una constante en la poesía de Carner, y quizás sea la comprensión inmediata del sentido literal lo que dificultó que tantos lectores catalanes con una cierta pereza mental se contentaran con él. Ahora bien, el valor de los poemas de Carner está siempre construido sobre la lectura más compleja.

El poema que vamos a leer a continuación, «Cor fidel», en cambio, tiene un sentido literal bastante opaco, porque ni las palabras ni las frases pueden reducirse a un significado inmediato. El poema está elaborado, por así decirlo, a partir de otra tesitura. La forma externa es el soneto, con rimas alternantes como el anterior: cada cambio de rima comporta un cambio de terminación, y los endecasílabos casi todos un ritmo binario. Quizás podríamos afirmar que es uno de los pocos poemas simbolistas del poeta. 

COR FIDEL
A una dolor que va dellà del seny
fa només l’Impossible cara tendra.—
El pur palau esdevingué pedreny:
els murs són aire, el teginat és cendra.

I lladre d’aquest lloc desposseït,
palpant, caient, a poc a poc alçant-se,
el descoratjament roda en la nit,
rapisser del record i la frisança.

Jo sé d’on ve l’inesgotable foc
que animarà la morta polseguera.—
Veig l’últim monument en l’enderroc..

Jo pujaré, sense replans d’espera,
cap al camí de l’alba fugissera
pel tros d’escala que no mena enlloc.

(«Corazón fiel»: A un dolor que va más allá del sano juicio / sólo lo Imposible le ofrece un rostro tierno.—/ El palacio puro se convirtió en un pedregal: / los muros son aire / el artesonado es ceniza. // Y, ladrón de ese lugar desposeído, / a tientas, cayéndose y lentamente alzándose, / el desánimo va rodando en la noche, / rapaz del recuerdo y el deseo. // Yo sé de dónde viene el fuego inagotable / que dará vida al polvo muerto.— / Veo el último monumento en las ruinas. // Yo subiré sin rellanos de espera, / hacia el camino de la huidiza aurora / por el tramo de la escalera que no va a ninguna parte).

El tema de este soneto es el tipo de experiencia que describe: el derrumbamiento del soporte racional de la vida humana. Sólo lo que es Imposible (con una mayúscula que da entidad a lo que no existe) es capaz de ofrecer un rostro tierno a la experiencia de un dolor que va más allá de lo que se puede enjuiciar. Aquí hay una paradoja evidente, porque lo que no existe no puede ofrecer nada. Por consiguiente tenemos que ajustar mejor el sentido de ambos versos. Lo Imposible, que es lo que no es, tiene entidad, existe (más adelante ya veremos dónde), y es capaz de ofrecer un rostro tierno al dolor extremo. Los dos versos siguientes nos explican lo que ha causado este dolor, y como ya se ha dicho, solamente lo podemos comprender desde un nivel simbólico. El «palacio puro» actúa como una metáfora que tiene como tenor la construcción de la razón, es decir: las racionalizaciones que construimos a partir de los datos que nos proporciona la experiencia. Como seres racionales que somos, nos resultaría difícil vivir sin racionalizaciones, nos sería difícil soportar la angustia de una vida sin sentido. El deseo de comprender lo que nos pasa es inalienable. Todos, pues, construimos esos palacios puros. Palacios porque son construcciones grandes y suntuosas, nos gusta vivir en ellas, y en ellas nos sentimos cobijados. Y son puros porque no son materiales, sino espirituales: no existen sino en nuestra mente. Pues bien, el palacio puro ha quedado reducido a un montón de piedras. Donde había muros, ahora no hay más que aire, y el fuego ha convertido el artesonado, precisamente lo que nos cobijaba, en cenizas. La sólida verdad que nos protegía y amparaba frente a los horrores del mundo se ha venido abajo.

La estrofa siguiente nos describe a un ladrón que merodea por nuestras ruinas (por ese lugar que ya no poseemos, porque se ha convertido en nada). El sentido de la metáfora nos viene dado en el octavo verso: el desánimo, el cual, a tientas, cayéndose, y alzándose poco a poco y repetidamente, rueda en la noche (otra metáfora para referirse a la oscuridad de la mente) nos desposee de las dos únicas cosas que no se han destruido: el recuerdo y el deseo, expresado éste metonímicamente: el efecto por la causa, por la palabra «frisança». El desánimo, en forma de ladrón, saquea lo único de valor que ha quedado en pie después de la destrucción.

El poema, pues, empieza afirmando (sin decirlo) que las racionalizaciones que pueden explicar nuestras experiencias pasadas son inadecuadas, y es así como se ha destruido el palacio que aparece en el tercer verso. O bien, si se quiere, una experiencia de dolor extremo ha destruido lo que nos cobijaba tan confortablemente. Veo yo aquí un claro paralelismo con King Lear, puesto que Lear, pasa por una experiencia semejante que le causa la pérdida de su palacio real y de su poder tangible. El paralelismo es una línea descendente, un nadir, seguido de una línea ascendente.

Quizás sea importante tener en cuenta que, a pesar de que las palabras que actúan como figuras tengan un sentido literal opaco, no obstante crean un sentido compacto de ruina, desolación y aislamiento. Incluso en estos poemas simbólicos, Carner no permite que los vehículos de sus metáforas sean del todo incomprensibles antes de llegar al tenor. Al no estar aisladas, sino relacionadas, sus figuras establecen una visión coherente de los sentidos literales, lo que contribuye a dar más fuerza a la expresión, puesto que esos sentidos se dan fuerza mutuamente. 

Los tercetos muestran el intento de escapar de esa situación de dolor moral. Cada uno se inicia con una frase que establece un paralelismo con la otra, con el «yo» del sujeto explícito al principio de cada verso. Como contrapeso al fuego destructor que ha convertido el artesonado en cenizas, encontramos ahora un fuego inextinguible, inagotable (seguramente el eco de un pasaje de Ezequiel), que es capaz de infundir vida al polvo muerto de las ruinas. La fuerza de este fuego regenerador está, como veremos, en el “corazón fiel” del título, y el hablante del poema sabe perfectamente, nos dice, dónde se encuentra, de dónde viene. En el verso undécimo se afirma que las ruinas son consideradas como el último monumento. «Veo», dice el verso «el último monumento en las ruinas», lo que equivale a decir que se considera que lo destruido (así como la destrucción, pues la palabra «enderroc» significa ambas cosas) es el último monumento. O incluso más: son las mismas ruinas las que tienen el valor de monumento, no el palacio puro que habían sido antes. 

Es así como el primer terceto inicia el movimiento ascendente. Entre los cuartetos y los tercetos está el nadir. Iniciando esa ascensión, vemos que la única solución a la situación provocada por la destrucción, consiste en subir (también en sentido metafórico) por los restos de la escalera destruida sin descansillos (es decir, sin reposo) que aparentemente no lleva a ninguna parte, pero que justamente es el camino hacia la huidiza aurora que aquí, (como en otras partes de la poesía de Carner), es el símbolo de la renovación constante que necesita toda vida humana que quiera evitar la putrefacción que comportan las falsas convicciones. (Véase sobre este tema todo el Canto VI de Nabí).  El fuego regenerador surge del corazón fiel, fiel a lo que simboliza el corazón, que podemos interpretar con varios conceptos como, por ejemplo, el amor o el arte. Con otras palabras: el fuego inagotable puede ser también la fuerza inextinguible que subyace en lo más hondo del corazón o del espíritu, la zona donde siempre existe la capacidad de renovación. 

Al contrario de lo que postulaba la filosofía existencial, el poema de Carner parece implicar que no somos nosotros quienes nos interrogamos sobre el sentido de la vida, sino que es la vida quien nos interroga a nosotros, y somos nosotros los que estamos obligados a dar respuestas. El rechazo a responder a las preguntas que nos formula la vida sólo desemboca a una existencia inauténtica y a la ansiedad. 

El poema está situado en un marco que presupone que las interrogaciones de la vida, formuladas siempre por todo lo que nos sucede, aparecen en distintos estadios o niveles. Y del dolor de lo que dejamos atrás, nace una propuesta de crecimiento moral, como un nuevo nacimiento. Podríamos aquí referimos a otro poema, que también figura entre los no publicados antes de 1957, pero no situado en «Absència», que es el último apartado, sino en el apartado «Llunari». El tema de lo que dejamos atrás y lo nuevo que debemos afrontar aparece a partir de un bello pretexto que es el paso del invierno a la primavera, descrita ésta con una primera estrofa que muestra una magnífica organización sintáctica simétrica: en los versos 1 y 4, los sujetos están situados al final, mientras que en los versos centrales están situados al principio. E inversamente: los elementos adverbiales (sean estos un solo adverbio, “Ja”, bien complementos locativos) están situados al principio de los versos 1 y 4, mientras que en los versos centrales están situados al final:

PAÍS PERDUT
Ja de la pedra eixuta lluïen els cantells.
El vent aconduïa fistons en l’herba tendra.
Un ametller floria sota d’un núvol cendra.
Pel gris lleuger de l’aire venien nous ocells.

La primavera feia com jo. Vora el graó
del seu començ, ullpresa i en quietud estranya,
veia unes clapes d’ombra passant per la muntanya,
i, dalt de mar, finestres amb pluges de claror.

I al davantal cobria la seva nierada
sense dar pas, poruga que alcessin la volada
el somni, l’esperança, el dol en el desert.

Homes i déus, joguines del plany i de la dansa,
en començant de viure sospiren de recança:
deixies del no-ésser que afrontaran l’incert.

(«País perdido»: Ya brillaban las aristas de la piedra seca . / El viento conducía festones en la tierna hierba. /Florecía un almendro bajo una nube cenicienta. / Nuevos pájaros llegaban por el ligero gris del aire.// La primavera hacía como yo.  En su el peldaño / de su inicio, sorprendida y en extraña quietud, / veía manchas de sombra sobre la montaña, / y sobre el mar ventanas con lluvias de luz.// Y en su delantal cubría su nidada / sin dar paso, miedosa de que alzaran el vuelo / el sueño, la esperanza, el duelo en el desierto. // Hombres i dioses, juguetes del llanto y de la danza, / empezando a vivir suspiran de pesadumbre: / restos del no ser que afrontaran la incertitud).

La primavera y el poeta están en la misma situación: ven en el futuro sombras por la montaña y lluvias de luz sobre el mar. Ambos temen dar el primer paso y protegen los tres elementos de su nidada: el sueño, la esperanza y el duelo en el desierto (como metáfora de la soledad). Y el poema acaba con suspiros de “recança”, una palabra imposible de traducir, y que expresa dolor tanto por lo perdido en el pasado como por no alcanzar lo que se desea en el futuro.   

Volviendo a nuestro poema anterior: la escalera destruida no lleva a ninguna parte, pero el esfuerzo de dar sentido a la destrucción del sentido es la única solución que nos puede salvar de la vida inauténtica. Es inauténtico lo que es falso, pero también lo que ya no existe ni nos sirve. El fuego renovador que surge de lo más hondo de la vida humana, la fuerza espiritual revitalizadora, puede proporcionarnos lo que se necesita para encontrar sentido al sinsentido.  El poema contempla la derrota bajo una luz positiva, la contempla como el único monumento. Lo único que nos es dado es subir sin descanso por la escalera que nos lleva al camino de la huidiza aurora, aunque lo que veamos no sea más que una escalera que no lleva a ninguna parte. 

La lucidez y energía moral de Carner como poeta son impresionantes, y no lo es menos su capacidad imaginativa para construir distintos niveles de estructuras de sentido, como ya hemos visto. Pero su humildad supera sus más grandes cualidades. Lo vamos a ver ahora con el último poema que vamos a leer. El exilio, la fuerza regeneradora del espíritu, y las reflexiones sobre el arte son sus temas más recurrentes en los inéditos de 1957. Hemos visto ejemplos de los dos primeros, y ahora vamos a examinar el tercero, «Confidència».

CONFIDENCIA
Tant sospirar, tant somniar
i el dia, inútil, se me’n va.

Sóc un amic massa garlaire
del pi, l’ocell i l’aire;

senyor tan sols,
en un atzar passat de pressa,

de borrissols i plomissols
que un raig de sol travessa.

(«Confidencia»: Tantos suspiros, tantos sueños / y el día, inútil se me aleja. // Soy un amigo demasiado parlanchín / sobre el pino, el pájaro y el aire; // sólo señor, / en un azar que pasa velozmente, / de pelusa y plumón / atravesados por un rayo de sol).

En este caso, el poema funciona con figuras retóricas poco rebuscadas. Los dos verbos del primer verso son metáforas referidas a la ocupación del poeta: los suspiros están relacionados con la función expresiva, y los sueños con la capacidad imaginativa. Quizá valga la pena señalar que los vehículos de ambas metáforas están alejadísimos de cualquier expresión pedante, o como mínimo de los conceptos oscuros o de baja frecuencia de uso más característicos de la poesía simbolista. En el segundo verso encontramos una sinécdoque: el día como la suma de los días, es decir: el tiempo (interpretada así, la palabra reúne una sinécdoque, singular por plural, más una metonimia, lo concreto por lo abstracto). El tiempo es inútil y se escapa. 

Los dos versos siguientes corroboran la interpretación que hemos dado a los dos primeros. Los elementos de la naturaleza, el pino, el pájaro, el aire, no son sino otras tantas sinécdoques. El poeta se expresa como un amigo, demasiado parlanchín, de la naturaleza. Ese «demasiado parlanchín» está conectado con el «inútil» del segundo verso por las connotaciones negativas de ambas expresiones. El oficio del poeta aparece como algo sin sentido, inútil. Pero, a partir de ese momento, el poema cambia de dirección para considerar la ocupación del poeta de una manera más honda, como señor de cosas insignificantes, que son el tenor de las metáforas «pelusa» y «plumón». Pero, y ahí está el milagro, estos elementos insignificantes tienen la capacidad de poderse iluminar por un rayo de sol, es decir: iluminarse de sentido.

Este poema hubiera podido perfectamente titularse «Arte poética», porque contiene toda una concepción de la poesía. Los versos no son nada, realmente, o mejor dicho: no serían nada si no permitieran que la luz del sol los iluminara. De la misma manera que una partícula de polvo, que no es nada, queda iluminada por un rayo de sol, los versos también tienen la posibilidad de que la luz de la verdad poética los ilumine. Esa verdad, naturalmente no es una verdad absoluta, sino una ilusión de verdad que nos permite comprender algo importante, ni que sea por unos instantes. La vida es opaca, la manera como el lenguaje nos permite aprehender el mundo también es opaca. Los versos, en cambio, que no son nada porque, comparados con el uso ordinario del lenguaje, son mentira, tienen la propiedad, con su reflejo, que no es más que la forma que el poeta impone a su material, de iluminar la opacidad del mundo, o incluso más: de dar forma transparente a nuestra experiencia oscura.

He querido presentar a Carner, y más concretamente al Carner de 1957, como un poeta que nada tiene que envidiar a los grandes de su época, y me ha parecido interesante hacerlo a base de centrarme en el valor de una pequeña muestra de sus poemas, razonando cómo, a partir de sus determinados usos del lenguaje llega hasta aquella «honda palpitación del espíritu», de la que hablaba Antonio Machado. 


Foto: Imagen de Thomas G. en Pixabay.