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La sombra de Dios

Escribe Nietzsche en Die fröhliche Wissenschaft (La gaya ciencia o El alegre saber), en el párrafo 108: 

«Nuevas luchas. — Después de que Buda muriera, su sombra —una sombra monstruosa y horripilante— se proyectó aún durante siglos en una cueva. Dios ha muerto: pero tal y como es la naturaleza de los hombres, habrá, quizá aún durante milenios, cuevas en las que se proyecte su sombra. Y nosotros… ¡nosotros aún tenemos que derrotar a su sombra!»

Esa sombra de Dios se extiende hoy por todos los rincones. La pérdida de Dios —o, si se quiere, de la consistencia y el sentido de las cosas— no dio como resultado almas errantes sin horizonte, sino la multiplicación sin fin de las identidades, las creencias, las esperanzas y los sentidos. La sombra de Dios son los valores, los principios en los que el hombre cree encontrar refugio. Cada hombre es esa cueva en la que el Dios muerto proyecta su oscuridad.

De todas las apariencias bajo las que la sombra de Dios se presenta en forma de principios hay una cuya aparente solidez puede hacer olvidar ese origen sombrío. Me refiero a la democracia moderna cuando se entiende como conjunto de valores (o principios, o como se los quiera llamar), es decir, cuando aparece como una propuesta más, entre otras, de organización social.

Siguiendo la lógica de una democracia entendida así, deberíamos terminar por aceptar que habría por un lado los que creen que son mejores los valores de la democracia, ciertamente, pero también los que, por el otro, y por las razones que sea, prefieren los de la dictadura (por ejemplo, porque son dictadores), como si en el fondo todo el asunto se redujera a una cuestión de gustos, es decir: sin importar para nada el hecho, conceptualmente incontestable, de que la formulación teórica de la democracia es consistente mientras que toda dictadura no es sino arbitrariedad. Pero veamos por qué, no nos conformemos con afirmarlo.

Democracia significa de hecho que ningún principio puede ser establecido como común, es decir, que no puede pensarse nada tal que pudiera imponerse como principio o valor u objetivo necesario a todos los individuos (no digo que uno no pueda sencillamente caer en la cuenta de ello, sino que tal principio no es de iure pensable).

De esa imposibilidad se deriva en realidad el sistema democrático, no como un sistema construido arbitrariamente según las preferencias de unos señores, sino como el reconocimiento explícito de la imposibilidad teórica de un objetivo que cualquiera pudiera hacer suyo. Ni siquiera conceptos como la libertad o la igualdad pueden admitirse como principios, porque, si así se hiciera, habría que decidir qué es eso de la libertad y la igualdad, y entonces ya tendrían un cierto contenido, inseparable de un desarrollo material específico, algo del tipo «ser libre es hacer esto o aquello y abstenerse de lo otro o lo de más allá». Lo que llamamos «libertad» es, en realidad, no un principio, sino la ausencia de uno, es decir, llamamos libertad al hecho de que modernamente no pueda establecerse un principio común sin caer en la imposición arbitraria, en la dictadura, la barbarie o como se lo quiera llamar. «Igualdad» es, por su parte, en el fondo otra referencia a lo mismo, quizá con la voluntad de resaltar una de sus otras caras: no tanto la separación, la imposibilidad de establecer principio común, como el hecho de que esa imposibilidad tiene que ser para todos la misma (es decir, común, pero como ausencia y no como principio).

Por esta razón los planteamientos modernos sobre política parten no de comunidad alguna, sino del individuo, y en el individuo, de hecho, deben permanecer. Siempre que se entienden las libertades no a través de la citada imposibilidad, y por tanto no a través del individuo, sino de algún colectivo, comoquiera que se defina, se está ya fuera de un planteamiento genuinamente político de lo político, se está en el terreno de la imposición, la arbitrariedad, la barbarie. 

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Hoy no falta quien afirme que los fundamentos de la demokratía ateniense y de la democracia moderna son los mismos, y que la diferencia entre ambas tiene que ver con particularidades de cada época y con el avance de la historia, que —según se cree— favorece siempre a los que vienen después.

Para la propagación de tal disparate no es óbice —más bien al contrario— el haber leído el famosísimo —y muy malentendido— Discurso fúnebre de Pericles en el libro segundo (capítulo 35 y siguientes) de la Historia de Tucídides, y no solo porque gracias al hechizo de las traducciones, que liman las rarezas —formidables— del original, se atenúe el escandaloso destello de la distancia histórica que nos separa de aquel texto, sino sobre todo porque el cliché cultural, fortalecido con los siglos, y por supuesto también nuestras categorías culturales, que no es posible hallar en aquel texto, se posan sobre las palabras como una losa e impiden, incluso a muchos de los que leen en lengua griega, la posibilidad de pelearse con las dificultades del pasaje. 

No es ningún misterio que en el Discurso fúnebre Pericles define y defiende un determinado sentido que tiene la comunidad ateniense para los mismos atenienses y —por lo menos según los atenienses— para toda la Hélade. Los funerales son la ocasión para rememorar, hacer resonar la pertenencia a un espacio común frente a las amenazas del exterior (que, como se verá, ya no está tan claro qué es, a qué corresponde).

Lo que parece evidente es que solo hay que tratar de recordar lo que corre peligro de ser olvidado, y que, en todo caso, lo que resuena en las palabras de Pericles no es solo la necesidad de dar coraje a los ciudadanos —y a la vez mostrar la fortaleza de la pólis ante los extranjeros presentes en el acto—, sino también la de definir internamente los límites de la comunidad, que se perciben cada vez más atenuados. 

Todo el texto es un canto a la singularidad de Atenas, y eso, aunque a primera vista no parezca problemático, es un asunto complejo. Pericles afirma que la politeía ateniense —es casi imposible traducir esta palabra, pero en ese contexto podríamos pensarla como la forma específicamente ateniense de entender la pertenencia a la comunidad— no tiene nada que envidiar a las leyes o costumbres de las comunidades próximas, y que ellos —los atenienses— son un ejemplo para los demás y no sus imitadores. Ocurren aquí dos cosas: por un lado se reconoce la especificidad de la comunidad ateniense, su singularidad, pero por otro lado para ello Pericles tiene que recurrir a la comparación con las otras comunidades, y en esa comparación admite que la politeía ateniense es un sistema que puede funcionar en otras partes, y que de hecho funciona en otras partes, porque es «ejemplo» (paradeígma) para algunos. Precisamente porque la naturaleza bien definida de la comunidad ya no es tan evidente, hay que reivindicarla, hay que defender lo ateniense frente a lo otro, aunque sea mostrando —sin querer— que en el fondo ya no está claro qué es lo uno y qué es lo otro. 

Lo que hay en el texto de Pericles es históricamente uno de los últimos intentos por reconocer algo que se escapa, que es la comunidad delimitada, singular, es decir:  lo opuesto a la democracia moderna. Quizá ese tipo de comunidad solo existe ya en tiempos de Tucídides en la medida en que se percibe el proceso de su progresiva desaparición como un peligro, porque se entiende que el resultado de ese proceso solo puede llevar al caos, la ruina, el sinsentido. 

Esto, en el texto, se deja ver en el hecho de que haya para la pólis un objetivo común, algo que todo ciudadano ateniense tiene que poder asumir como propio y por encima de su misma existencia (en el fondo, la pólis misma es ese objetivo). De ahí que los padres de los caídos (Tuc. II, 44) deban hallar consuelo o bien en la oportunidad de volver a procrear, y así dar a la pólis de nuevo vigorosos y valientes guerreros, o bien, en caso de que sean demasiado viejos como para tener hijos de nuevo, en la proximidad de su propia muerte, que los va a liberar de la aflicción. En términos generales se sobreentiende que ningún ateniense tiene derecho a reclamar nada por encima de la pólis, porque la pólis es aquello en virtud de lo cual el ciudadano es ciudadano, y es aquello que convierte a unos en reyes, a otros en esclavos, y gracias a lo cual cabe decir que a cada uno le corresponde lo que le ha tocado en suerte. 

En cambio, para el hombre moderno sus derechos se producen precisamente como negación de las ataduras, como negación de la comunidad. La libertad, modernamente, no puede ser otra cosa que precisamente la radical imposibilidad de los unos de decidir sobre los otros: no hay ningún principio, ningún elemento, ningún fin, ninguna esperanza común, y de ahí el que cada uno sea soberano de sí mismo, de su propia vida, su cuerpo, sus decisiones. 

No hay comunidad modernamente, ni siquiera en el sentido de «conjunto de valores» a los que considerar como fin u horizonte, aunque muchos, entre los cuales hay también juristas, se empeñen en creer que la democracia es un asunto de valores. No hay comunidad moderna porque lo que hay es ausencia de ataduras, y de ahí se derivan todas las libertades: uno es libre porque no importa, por lo que se refiere a sus derechos, si es blanco, negro, alto, bajo, feo, guapo, tonto o inteligente. En aquellas ocasiones en las que se haga creer que algún elemento de este tipo, es decir, cualquier elemento material, tiene interés jurídico, como el ser hombre, o ser mujer, o el tener determinado interés sexual, o el hablar tal o cual lengua, o el hecho de haber nacido aquí o allí, en todas esas ocasiones lo que ocurre es que se defiende la discriminación, la diferencia misma que, en nombre de la igualdad, se cree combatir. 

Así es la sombra del Dios —el Dios cuya muerte anunciaba Nietzsche hace ya bastante más de un siglo— a la que aún hay que derrotar.


Gustave Doré, La destrucción de Leviatán, 1865, via Wikimedia Commons