Destacado, Pensamiento

Lo irrazonable

No fui del todo consciente del mal del siglo hasta el día en que, discutiendo con un colega de universidad sobre las razones que daban los independentistas catalanes para justificar su aspiración, recurrí a ciertos datos que guardaba en el móvil sobre antecedentes históricos, balanzas fiscales y realidades políticas. Mi interlocutor, independentista convencido, no mostraba ninguna agresividad ante el desmentido sistemático de sus alegaciones; mostraba algo peor: indiferencia. Apenas prestaba atención a mis contraargumentos y le tenía sin cuidado que los datos que le presentaba no fuesen meras opiniones, sino el resultado de estudios rigurosos, procedentes, en algunos casos, de fuentes internacionales. Expresaba, con la media sonrisa del desprecio, que la verdad no le incumbía; su actitud y sus comentarios sobre los intereses que hay detrás de todo estudio y sobre el poder al que sirve toda verdad venían a decir eso. No leía datos, pero aparentemente sí había leído a Foucault.

Me he encontrado después en situaciones parecidas debatiendo sobre las creencias del feminismo de última ola y su vástago enloquecido, la ideología de género; sobre el apocalipsis climático, la legitimidad de la monarquía parlamentaria, el reconocimiento legal de la prostitución, el conflicto de Oriente Próximo, la situación política de los países latinoamericanos, la guerra de Ucrania, las medicinas alternativas o la salubridad del deporte. Sobre cualquier cosa. Ni la irracionalidad de las disputas verbales ni el desprecio de las evidencias son cosas de nuevo cuño; ya hay noticia de todo ello en los clásicos, desde Séneca hasta Stendhal, quien no observó en vano que el razonamiento ofende. Lo que sí parece nuevo es la negación de la verdad como concepto, lo que se ha dado en llamar posverdad. Es algo que se gesta en el pensamiento del siglo diecinueve, desarrolla sus máximas elucubraciones en la posmodernidad y se convierte, en nuestro siglo, en el principio fundamental de una sociedad deseosa de evaporarse. La sorprendente idea de que la verdad es un concepto abstracto que no merece respeto alguno, pues solo sirve como instrumento de dominación de los débiles por parte de los poderosos, ha echado profundas raíces en una sociedad cada vez más orgullosa de sus sinsentidos. Si el lector es docente, haga la prueba ⎯yo la hice⎯ de pedir a sus alumnos que definan la verdad. Verá que casi todos le responden que no existe, lo cual es perfectamente coherente con esas afirmaciones de partido, ajenas a la discusión razonada y la comprobación factual, que vemos repetirse hasta la náusea en los medios de comunicación, los discursos políticos y las redes sociales: desaparecida la verdad, toda afirmación no puede ser más que una consigna con la que sentirse arropado por un colectivo. Y a todo ello, a la dignificación identitaria del sinsentido, contribuyen como tropas de choque no solo las redes sociales y los medios de comunicación, sino también los educadores. «Hemos regresado ⎯dice el filósofo francés Pascal Engel, a quien volveré a referirme más adelante⎯ al reino de la opinión, o incluso al de la ignorancia». 

Nada más comprensible que este regreso. En realidad, es mucho más asombroso que la humanidad haya logrado constituir sistemas racionales en la filosofía, la ciencia o el derecho, comprometidos con la búsqueda de la verdad, y aún más que haya podido establecer un régimen político de fundamentos razonables, precario pero no por ello menos admirable, como es la democracia liberal. Asombra porque si algo no parece convenir a los arrebatos emocionales que gobiernan el alma humana es el respeto obligado a formas de vida ajenas y el descubrimiento de verdades que solo son bienvenidas ⎯bienvenidas incluso por los relativistas⎯ cuando favorecen los intereses propios. Pero ¿hay que deducir de todo ello que el ser humano tiene la verdad como enemiga cuando esta no satisface sus propósitos, y que no se maneja bien con la razón, el instrumento imprescindible para alcanzarla, a pesar de que siempre se ha caracterizado su idiosincrasia en el reino animal con el adjetivo de racional? 

Es esta una cuestión difícil de dilucidar. Por un lado, y como señalan todos cuantos se han interesado por ella, la existencia de la verdad entendida en su sentido más propio, el de correspondencia de una afirmación con los hechos que son objeto de conocimiento, es algo que nadie pone en discusión en sus intereses privados y a lo que nadie quisiera renunciar: ¿quién desea que le engañe su médico o que le estafe su compañía telefónica? ¿Quién agradece a un enemigo, en honor a la máxima según la cual todas las opiniones son respetables, que le llene de calumnias? Por otro lado, la desconfianza hacia la medicina científica y hacia la ciencia en general, el desprestigio del derecho, el crecimiento de las teorías de la conspiración, la llegada al poder de activistas dispuestos a desafiar a la biología, como ocurre con la ideología de género, y al derecho, como ocurre con esos cargos políticos que proclaman enérgicamente que la voluntad popular está por encima de las leyes, los ataques desaforados, llenos de odio, que se lanzan sin prueba alguna contra hombres acusados de abusos… todo eso atestigua la convicción, ya institucionalizada, de que la verdad no debe inmiscuirse en los asuntos públicos y el razonamiento no debe someterse a escrutinio. ¿La sociedad occidental ha perdido la razón o nunca la tuvo?

En The Enigma of Reason, una obra de Hugo Mercier y Dan Sperber publicada en 2017, se analiza en profundidad el estado de la cuestión y se elabora una teoría sobre el uso de razón que se opone a las hipótesis más generalizadas de la psicología cognitiva. Los autores se ocupan fundamentalmente del fenómeno conocido como sesgo de confirmación, observado repetidamente en estudios científicos y que se refiere a la tendencia de todo ser humano a pasar por alto cualquier información que contradiga las propias opiniones. Es algo que afecta por igual a personas sin formación cultural y a personas ampliamente cultivadas, a personas de bajo cociente intelectual y a personas que destacan por su inteligencia; algunos estudios parecen indicar que el fenómeno incluso se produce con mayor intensidad en estas últimas. Esa comprobación, que sin duda explica muchos de los misterios de la irracionalidad que observamos en la vida cotidiana y especialmente en la confrontación política, ha hecho pensar a psicólogos cognitivos y psicólogos sociales que la razón es una facultad que no puede ejercerse sin fallos, que hay algo en ella que no funciona bien y que, en definitiva, hay que aceptar que la evolución, por razones misteriosas, ha fracasado en el desarrollo del razonamiento. Mercier y Sperber, que prefieren llamar My Side Bias al sesgo de confirmación, pues tal sesgo no parece responder a la necesidad de confirmar lo que uno tiene por seguro, sino más bien a la voluntad de imponer a los demás la opinión propia, rechazan de plano estas conclusiones, y el enfoque en el que sustentan su teoría, a la que llaman interaccionista, les lleva a aventurar, y en buena parte a demostrar, que la función del razonamiento no es la de conocer la verdad, sino la de convencer a los demás, lo cual parece acercarles a Schopenhauer, que en El arte de tener razón ya puntualiza que el que discute no pretende llegar a la verdad sino solo defender su tesis. Sin embargo, no debe tomarse tal aseveración en un sentido meramente práctico, como sí lo es en el caso del filósofo alemán, que solo pretende analizar las estratagemas necesarias para imponerse en una discusión; de lo que hablan Mercier y Sperber es de la función para la que evolucionó la facultad de razonar en el ser humano. Según la teoría interaccionista, que se opone a la intelectualista ⎯la que entiende la razón como un producto de la capacidad humana que, a pesar de sus errores, posee un funcionamiento autónomo de la relación social⎯, el razonamiento evolucionó como una herramienta de persuasión para beneficiar los intereses del individuo:

En nuestra explicación interaccionista ⎯dicen Mercier y Sperber en The Enigma of Reason⎯, el sesgo de la razón y la pereza [se refieren a la renuncia a buscar mejores argumentos cuando ya se ha encontrado uno aceptable] no son fallos; son recursos que ayudan la razón a cumplir su función. Las personas son sesgadas para encontrar razones que apoyen su punto de vista porque es así como pueden justificar sus acciones y convencer a otros de que compartan sus creencias. Uno no puede justificarse presentando razones que socaven su justificación. No podemos convencer a los demás de que cambien sus opiniones dándoles argumentos favorables al punto de vista que queremos que abandonen o contra el punto de vista que queremos que adopten.

Así, pues, hemos creído siempre que la razón es una facultad constitutiva de la inteligencia humana cuando en realidad todo apunta a pensar que no es más que un recurso del que podemos usar a conveniencia para salirnos con la nuestra. Por lo menos la teoría interaccionista explica mejor que la intelectualista lo que hasta ahora se habían tenido por fallos del sistema. Los sesgos cognitivos no son disfunciones de la razón, sino mecanismos eficaces de convencimiento en algunos casos y fracasos cognitivos en otros, pues la ceguera ante la evidencia y la perseverancia en creencias fantásticas que no se compadecen con la realidad de los hechos suelen ser el resultado de aislar el razonamiento de la interacción social, que es, según Mercier y Sperber, su medio natural; un aislamiento este que puede ser físico, individual ⎯no son pocos los sabios que dentro de su escafandra se han ensimismado en teorías peregrinas⎯, o puede producirse, y de hecho se produce contínuamente, en el seno de un colectivo impermeable a cualquier estímulo exterior. El razonamiento, aunque no busque la verdad, sí se acerca a veces a ella cuando uno se ve obligado a contraargumentar para hacer valer las opiniones que defiende frente a sus oponentes. Se ha observado en estudios psicológicos, de los que Mercier y Sperber dan buena cuenta, que el ser humano es más habil contraargumentado, es decir, analizando y desmontando los argumentos de sus interlocutores, que sosteniendo sus propias posiciones, a las que suele llegar por contagio, por imitación, más que por razonamiento.

Este nuevo enfoque hace patente la eficacia de la interacción social, y demuestra hasta qué punto no andaba equivocado John Stuart Mill cuando consideró la libertad de opinión como uno de los fundamentos de la democracia: incluso el parecer más alocado es necesario que esté a la vista del público, pues esta es la única manera de ponerlo en evidencia; nadie dijo ⎯y mucho menos Mill⎯ que todos los pareceres debieran valer lo mismo, como no solo creen sino que imponen tramposamente como una norma democrática ⎯ya que ellos no consideran igual de válidos los pareceres ajenos⎯ todos cuantos impugnan el sistema liberal. Para que pueda usarse en beneficio del saber, la interacción argumentativa, que la ciencia ha llevado a sus últimas consecuencias, pues en su terreno nadie puede dar por válido un supuesto descubrimiento sin someter al criterio de falsabilidad las investigaciones que le han llevado a él, requiere sin embargo el reconocimiento de la verdad, que es precisamente lo que la sociedad del siglo veintiuno se niega a reconocer.

La tendencia innata a usar la razón como arma de persuasión y no como método de conocimiento es ⎯y este es su lado más terrible⎯ lo que probablemente ha conducido a la perversa hegemonía de las ideologías, que a pesar de haber acreditado su potencial destructivo en el siglo veinte, no parece que hayan perdido un solo gramo de su prestigio, superados los años idílicos en los que se daban por muertas. Jean-François Revel, en su revelador ensayo El conocimiento inútil, advierte que las ideologías se caracterizan principalmente por pasar siempre por encima de los hechos, por omitir, en aras del cumplimiento de su programa, toda realidad que no se corresponda con sus intereses. No es el primero en darse cuenta del fenómeno; lo señala igualmente Hannah Arendt, y aunque el término ideología aún no fuera de dominio público, ya lo vieron también Julien Benda a propósito del caso Dreyfuss y, mucho antes, los pensadores que reaccionaron contra la deriva totalitaria de la Revolución francesa, y a pesar de tratarse de una constatación a la que puede llegar cualquiera que tenga ojos para ver y oídos para escuchar, las ideologías siguen ahí prodigándose a sus anchas; precisamente porque nada parece tan respetable en nuestro tiempo como la negación de los hechos. Revel no era por supuesto un cualquiera; su contribución al desenmascaramiento de esa impostura institucionalizada, precisa y abundante en el capítulo de El conocimiento inútil titulado «La necesidad de ideología», aporta observaciones muy valiosas. Una de ellas se refiere a la relación contradictoria que mantienen esos engendros del pensamiento con la autoridad de la ciencia: en el colmo del cinismo, la suelen rechazar por ideológica al tiempo que reclaman para sí el alto grado de rigor y exactitud que solo los procedimientos científicos permiten obtener. De este modo, sin tener que dar cuenta de la veracidad de sus postulados, algunas ideologías no tienen reparo en presentarse como científicas y obtener así la credibilidad  que merece la ciencia.

La utilización ideológica de la biología ⎯dice Revel a este respecto⎯, como más tarde la utilización ideológica de la psiquiatría o de la lingüística por Michel Foucault o por Roland Barthes, no dependen, según sus adeptos, del tribunal de la exactitud, cuya competencia rehúsan considerando que no tienen que dar explicaciones a un «cientifismo» obtuso. La función de las ideologías de consonancia científica consiste en poner el prestigio de la ciencia al servicio de la ideología, no en someter la ideología al control de la ciencia. 

(El conocimiento inútil, traducción de Joaquín Bochaca, Austral)

¿Qué decir de una época como la nuestra en la que los ideólogos han tomado ya los departamentos de ciencias sociales en casi todas las universidades del mundo occidental? Así es como hemos llegado, por ejemplo, a rechazar la palmaria realidad del sexo biológico, dejando que los ideólogos se apoderasen de la ciencia, que depende de la existencia de la verdad, para negar la existencia de la verdad.

La verdad como concepto ha llenado muchas páginas a lo largo de la historia del pensamiento y muy en especial en los últimos decenios a partir del auge de las tendencias relativista, pragmatista, voluntarista, multiculturalista, etc., y ha sido objeto de aceradas disputas en la filosofía, el periodismo y la teoría literaria. Una de las más interesantes, por sus elevados planteamientos y porque muestra en toda su extensión que, incluso en las manifestaciones más rigurosas de la polémica, nos encontramos ante dos maneras de entender el problema difícilmente conciliables, es la que tuvieron en 2002 en la Universidad de la Sorbona los filósofos Richard Rorty y Pascal Engel. En la discusión, recogida en un libro titulado À quoi bon la vérité? (Para qué sirve la verdad?), Engel se remite a un principio que no parece sino de sentido común y que es el que resumen estas palabras:

La verdad es la norma de la creencia: una creencia es correcta si y solo si es verdadera. Eso es a menudo lo que queremos decir cuando afirmamos que las creencias «buscan la verdad». Podemos  expresar la misma idea declarando que es una objeción fatal contra una creencia decir que es falsa, y que un sujeto racional, si descubre que una de sus creencias es falsa, debe renunciar a ella (un sujeto que reconoce creer en una proposición por razones distintas al hecho de que es verdadera es irracional en cierta manera, o bien no tiene una actitud legítima en cuanto a su creencia en esa determinada proposición).

(Traduzco de la edición inglesa, revisada por los autores: What’s the Use of Truth?, Columbia University Press)

Rorty, por su parte, se niega a aceptar la discusión en estos términos. «Para los filósofos “posmodernos” y pragmatistas (entre los que me cuento) ⎯dice⎯, las cuestiones tradicionales de metafísica y epistemología se pueden dejar de lado porque no tienen utilidad social». Desde su punto de vista, la noción objetivista según la cual la validez de los discursos se determina por su capacidad para corresponderse con la realidad no debe tomarse en consideración. El único criterio de validez, para un pragmatista, es si un discurso se justifica en su contexto cultural y en la situación en que se produce, si resulta provechoso para la audiencia a la que va destinado, no si se ajusta a una verdad externa. Según Rorty, «nuestras responsabilidades se dirigen exclusivamente hacia los otros seres humanos, no hacia la “realidad”». 

La actitud de los pragmatistas, que consideran innecesaria la preocupación por la verdad objetiva, y de los relativistas, que niegan su existencia, conduce inevitablemente a la imposibilidad de jerarquizar las opiniones, y cuando los ecos de este debate filosófico llegan a la sociedad se traducen en una lucha de todos contra todos sin otra norma que la de la fuerza de que dispone cada uno para imponerse. No es que la perspectiva cultural y la perspectiva histórica, el estudio de lo que en cada momento se tiene por verdad en una comunidad determinada, carezca de interés y no merezca una reflexión sobre los avatares del concepto, pero eso no cambia en ningún aspecto la existencia de una realidad deducible por la razón y el conocimiento empírico de los hechos, los únicos parámetros por los que puede regirse sin la tiranía de la arbitrariedad todo conocimiento socialmente trascendente, todo intercambio moral y político entre los seres humanos. Por la física sabemos que el tiempo es aún más relativo que las culturas, y sin embargo nos seguimos rigiendo por los relojes y los calendarios, y nadie está dispuesto a que le paguen menos horas de las que ha trabajado ni puede negar, por mucho que lo desee, la implacable certeza del envejecimiento y la muerte. La verdad, por consiguiente, no puede sino reconocerse, a escala humana, como absoluta y universal, al igual que las leyes que legitiman la consistencia de un razonamiento, pues ambas, verdad y razón, conforman una obligación tan insoslayable como la de atenerse a los dictados del tiempo. Qué duda cabe que la verdad y la razón se han utilizado históricamente, y se siguen utilizando, en culturas que no son precisamente la occidental, como armas de dominio y persecución, pero concebir esa manipulación de los conceptos como algo inherente a los conceptos mismos de verdad y razón parece, cuando menos, un ejercicio de puerilidad intelectual. 

De todo ello y de mucho más, de todo cuanto pone en peligro el desprestigio creciente de la razón y de los sólidos motivos que tenemos para seguir defendiéndola, es de lo que se ocupa Pascal Engel en su último ensayo, Manuel rationaliste de survie (Manual racionalista de supervivencia), publicado en 2020 por Éditions Agone. Cada capítulo de esta obra, que debería editarse lo más pronto posible en todas las lenguas europeas, explora una parte esencial del tema en una admirable variedad de estilos: el que resulta propio de un tratado de lógica formal, inevitablemente árido pero imprescindible, el expositivo, el polemista, y el que imita con maestría los procedimientos del diálogo platónico y que, como el de su referente, no excluye del pensamiento profundo ni la sátira ni la ironía. No es mi propósito comentar aquí, en toda su complejidad, un libro que si he dicho que debería traducirse con urgencia no es porque piense que tenga posibilidades de llegar al gran público ni mucho menos contribuir a un imposible cambio de mentalidad con respecto a la cuestión que me ocupa en este artículo, sino por su valor instrínseco, porque a mi parecer es el ensayo más elaborado y más intelectualmente ambicioso de todos cuantos he leído sobre el tema. El mismo Engel advierte en el prólogo que tan solo se trata, como ya adelanta en el título de su obra, de sobrevivir:

Sobrevivir, en una época de sinrazón, como en el pasado, no es intentar corregir el curso de la historia o proponer una reforma intelectual y moral. Es solo disponer de las condiciones necesarias para preservar algunos espacios en los que uno es todavía libre de proseguir sus pesquisas sin demasiadas coacciones, de formular ideas sin sufrir la censura o la reprobación de las poderosas empresas de control del pensamiento que sufrimos hoy en día, y en las que sería deseable que no participasen los filósofos.

Esa invitación a la supervivencia anuncia, sin embargo, que estamos entrando ya en otra Edad Media, que en los tiempos que se avecinan el conocimiento razonable y verdadero solo encontrará refugio en los nuevos monasterios, es decir, en los espacios de nula o escasa incidencia pública que la iniciativa privada se avenga a proteger en la red o en instituciones libres del contagio ideológico; espacios que deberán huir como de las brasas de todo contacto con los poderes políticos y con las universidades, definitivamente convertidas en centros de adoctrinamiento en los que cada vez resultará más difícil razonar si no es a la manera escolástica, partiendo obligadamente de las premisas impuestas por las autoridades competentes. De hecho esa aciaga profecía ya ha empezado a cumplirse: no son pocos los departamentos que exigen, por ejemplo, «perspectiva de género» en los trabajos de investigación. 

Ahora bien, no por construir refugios para la supervivencia hay que renunciar a dar la batalla. La mayor ventaja de los enemigos de la razón es que su proyecto de destrucción tiene muy fácil acogida en una sociedad infantilizada y ansiosa de vengarse de todo lo que, por no conocer en absoluto en qué consiste, cree que le oprime, especialmente cuando es el mismo poder el que le induce a creerlo. En cambio, oponerse a ese estado de cosas, poner en evidencia las falacias en las que se sustenta, requiere un proceso de razonamiento y un rigor expositivo que ya no es que no esté al alcance de los que deberían ser sus destinatarios: ni siquiera hay en los tiempos que corren la mínima voluntad necesaria para acercarse a lo complejo. Esto es algo que solo podía dar la educación, y solo hay que ver en qué ha devenido. No por ello hay que dejar de proclamar que la democracia no puede subsistir sin la razón y la verdad, y eso es lo que hace Pascal Engel en el conjunto de su obra y muy en particular en su Manual racionalista de supervivencia, que contiene un importante capítulo dedicado a explicar esta imposibilidad.  Lo esencial de su posición se resume en el siguiente silogismo:

La democracia liberal reposa en el concepto de derecho del individuo. Este concepto presupone la noción de verdad objetiva. Por consiguiente, la democracia liberal bien entendida presupone el concepto de verdad objetiva.

Parece absurdo negar la lógica de tal razonamiento: es evidente que si no hay una realidad comprobable a la que remitirse, no es posible establecer un derecho. No obstante, existe la creencia general, ya presente en las primeras concepciones de la  democracia, de que las decisiones del pueblo deben estar por encima del derecho. De esa atribución han extraído los demagogos el poder del que gozan en democracia y que, gracias a los nuevos medios de comunicación, es cada vez más sólido: ¿quien, en su sano juicio, puede dudar de que las ideas del pueblo son siempre las que le ofrece la propaganda de sus dirigentes y de esos activistas, presuntamente revolucionarios, que abundan en los mismos sinsentidos de los dirigentes? Si todo lo que se pretende en política no puede contrastarse con la razón y el conocimiento, cualquier insensatez tiene grandes posibilidades de convencer a una mayoría de votantes e imponerse como un derecho. Corregir esa tendencia implica enfrentarse a lo que se tiene, sin serlo, por el fundamento del sistema democrático, y nadie parece dispuesto a intentarlo.

¿Cómo remitirse a la verdad y el saber en las decisiones políticas ⎯escribe Engel⎯ sin pasar por un dogmático autoritario? ¿Y cómo remitirse a las elecciones democráticas sin sacrificar a veces la verdad y el saber? En resumen, ¿cómo puede ser uno epistemócrata sin dejar de ser demócrata?

La torcida idea según la cual la voluntad de la mayoría debe decidir la verdad, lejos de perder prestigio con el desarrollo de la democracia, no ha hecho más que acrecentarse y consolidarse. Llevada a sus últimas consecuencias, ha creado en tiempos de internet la convicción de que no puede haber progreso sin dar voz permanente al pueblo. ¿Quién no ha oído repetir hasta la saciedad que hay que aprovechar la tecnología actual para consultar periódicamente a la ciudadanía? El sociólogo Manuel Castells se ha granjeado buena parte de su prestigio en la insistencia sobre esa pretensión. Se trata de un desafío a la democracia representativa, que en las condiciones presentes viene a ser lo mismo que un desafío a la razón. Por supuesto, en una sociedad ideal en la que todos sus miembros poseyeran un mismo nivel de información y discernimiento, y fueran inmunes a la presión de la propaganda, nada sería tan deseable como esa propuesta, pero creer que tal sociedad pueda existir nunca en algún tiempo y lugar, y es más, hacer como si ya existiese ahora y aquí, no puede interpretarse más que como la voluntad de acabar con todo, pues el resultado no podría ser otro que el de entregar el poder a los extremistas de todas las tendencias. Si alguien lo duda que vea solo el efecto que ha tenido ya en las actuales convulsiones políticas el desbocado crecimiento de la comunicación.


Ilustración: A Democrat, – or – Reason and Philosophy, 1793, grabado de James Gillray, via Look and Learn.