«Con el paso de las décadas, se me hizo manifiesto que la diferencia entre toxicómanos y toxicólogos, ignorantes maníacos y personas razonables, dependía de asumir la libertad y la belleza como desafíos éticos». En el prólogo de Aprendiendo de las drogas, Antonio Escohotado se refiere así al compromiso integral de lo que se entiende, en parte gracias a su trabajo, como el autogobierno del individuo o, si se quiere, como el arte de la razón subjetiva. Semejante asunción significa hacer valer la conciencia moral del sujeto contra la ceguedad de las costumbres, y al ejercer esa libertad resistente contra el tiempo, al realizarla, queda unida a lo real, es decir, tiene por fin forma; la razón del sujeto queda, en fin, sensiblemente representada. Es entonces cuando la libertad, ya existente, puede ser bella. Dado que la belleza tiene la originalidad como fundamento, hay normas que deben romperse en su búsqueda, y eso no es distinto en el caso de las drogas, en el que el desafío señalado implica la armonía de la ética y la estética. La originalidad es ahí, como en muchos otros casos, la libertad frente a la rigidez contemporánea. La verdad atemporal contra la mentira transitoria.
Puede decirse sin demasiado temor a errar que si hay un grupo de fármacos adecuado para la mirada desacostumbrada, para la originalidad, es el de los visionarios, como los derivados del cáñamo, los hongos psilocibios o, quizás el más distinguido de todos ellos por su potencia introspectiva, la LSD. Con este último, se pierde la preferencia humana por un modo de interpretación del mundo basado en la utilidad o en el dominio de la naturaleza y aparece en su lugar la curiosidad más pura. Lo que se presenta bajo su influencia, según Albert Hofmann, quien descubrió la sustancia, es una «experiencia mística totalizadora»: se supera el dualismo interior-exterior, de modo que el hombre se reconcilia con su entorno y se anula la manía objetivadora y positivista; en la búsqueda de la verdad, el pensamiento reincorpora el sentimiento, la ilusión de averiguar el sentido de las cosas.
La desorientación define aproximadamente uno de los primeros efectos de la transformación interior provocada por el fármaco, pero no entendida como indefensión frente a un cambio abrumador —que es muy probable para quien, sin verdadera vocación, se tome esto como un mero pasatiempo—, sino más bien como un extravío provisional y esperado que pronto se orienta hacia lo contemplativo. Se asume, pues, esa nueva dimensión de lo real en la que se incluye la conciencia cotidiana. Pero la desorientación inicial tiene un buen motivo, y es que debido a nuestro alejamiento progresivo de la naturaleza —la realidad física anterior a nuestra necesidad simbólica—, somos incapaces de comprender nada si no es mediante el concepto. La realidad solo está a nuestro alcance cuando la reemplazamos por una idea de sí misma; es decir, en el fondo no lo está. La tendencia utilitarista de nuestra especie ha escondido la realidad en su alusión. Pues bien, en la excursión psíquica, se experimenta lo que parece ser el desvelamiento de aquello que permanecía escondido. Sin refugio simbólico, se contempla, en palabras de Ortega, «la intimidad de las cosas». Se da una conexión íntima, y no mediada, con el mundo.
Por regla general, el viaje es una transformación extraña, un momento de duración imprecisable en el que la relación con la cosa es nueva y directa. Todo se redescubre al sentir que se presenta en su aspecto sustancial. Y esa misma conexión íntima sujeto-objeto que da a cada cosa una significación especial sucede igualmente entre sujetos. La compañía juega un papel crucial en lo referido al autodescubrimiento, todavía más crucial, si cabe, que fuera del viaje. En ese mundo fenoménico, de sustancialidad de las cosas y abierto al asombro, se encuentra uno con el otro, pero la contemplación del otro es ajena a la idea habitual de él como sujeto conocido. La relación es directa en la medida en que el otro se revela a sí mismo, es decir, se le comprende de inmediato. El individuo es, como todo lo que llena el ambiente, experimentado sin que nada se interponga; es, en fin, sentido. El psiconauta —llamémosle así, pues es en realidad su nombre— solo puede enfrentarse a la realidad, sin juzgarla, y en ese enfrentamiento pacífico y limitante del tú y el yo, tiene el sentimiento de sí mismo. El baño de autoconciencia, el conocimiento interior, se ve favorecido por el exterior, por la limitación del yo, el otro, el no-yo.
Si se le llama viaje es, desde luego, por su condición móvil, por esa ambivalencia manifiesta entre mundo exterior y mundo interior que permite acceder a los niveles más insospechados del sentido. La realidad, antes percibida desde fuera, pasa a ser sentida, vivida desde dentro. Se encuentra uno en un sueño en el que olvida quién es, y cuando repara en ese olvido llega, o vuelve, al paradero innegociable del conocimiento hacia dentro: «Balsámica o inquietante, la luz está ahí para quedarse, iluminando lo que siempre quisimos ver —sin conseguirlo del todo— y también lo que siempre quisimos no ver, lo pasado por alto», apunta Escohotado. Se acaba, pues, la costumbre del autoengaño y uno no tiene más remedio que ser consciente de sí.
Del olvido de la existencia como cosa propia y sentida se salta al encuentro de uno mismo, al encuentro con el conjunto sentido y cambiante del yo: el yo como continuidad en el tiempo; los yoes como todas aquellas partes que forman el conjunto, el continuo, la variación. En un estado en el que la percepción temporal es completamente anormal, cuando el tiempo parece ser el no-tiempo —algo parecido a una pausa en la vida—, la conciencia de esa magnitud es más intensa que nunca. Precisamente por la distancia que se toma respecto al paso del tiempo, por esa pausa, el tiempo y especialmente la variación como su consecuencia resultan del todo reales, como cuando el espectador de una película o el lector de una novela se dan cuenta de que la ficción es más parecida a la realidad que la realidad misma. Ese es, en el fondo, el poder del arte, que comparte con las sustancias de excursión psíquica, el de rescatarnos brevemente del olvido. Recordamos entonces que el olvido es una necesidad vital, que es el motor de lo cotidiano, y que aquello que Huxley llamaba la «válvula reductora del cerebro», el filtro de la percepción, es indispensable para vivir en paz, como también es indispensable que esa misma válvula ceda de vez en cuando. Nos aliviamos así con lo opuesto, con la aceptación de que la realidad es infinitamente más rica que nuestra útil pero pequeña organización del mundo. De esta forma, siendo conscientes de la simplificación utilitaria y de la variación como fuerza inaplazable, volvemos humildemente a lo cotidiano.
La vuelta, sin embargo, no es hueca, sino que implica algo, guarda una pregunta: ahora que volvemos, ¿dónde hemos estado? La conciencia de ese otro mundo pasajero del que hemos permanecido desligados, ese ligar o religar al hombre con lo lejano, esa excursión al más allá en el que se ama lo real, despierta un cierto sentido religioso. Una religiosidad sin obediencia miedosa, en la que no tiene cabida la intolerancia. Así como la estética no pertenece exclusivamente a las disciplinas artísticas —pues la naturaleza ha sido siempre el principal foco de interés estético—, tampoco es justo que la religiosidad quede solo vinculada a las iglesias. Se trata, en el fondo, de humanismo. El humanismo, siempre espiritual, que se transfigura en el cristianismo, en un panteísmo más o menos consciente, o en la misma curiosidad científica. Difícil, desde luego, es verlo en el inflexible materialismo. Verdad, belleza y bondad son las tres palabras que emergen de ese afectuoso contacto con la realidad, y las tres se presentan como el núcleo constitutivo del movimiento natural del hombre.
Empleadas con sensatez, con buen gusto, las sustancias de excursión psíquica pueden ayudar a mejorar nuestro propio ser y también, al retirarnos de la esfera rutinaria, ofrecen la oportunidad de corregir el camino conjunto, de paliar los defectos de la vida en sociedad. Entiéndase esto último sin exageración, no como la anécdota que cuenta Hofmann de aquella joven neoyorquina, tan hermosa como hippie, que se presentó furtivamente en su oficina para pedirle ayuda en su misión de salvar a los Estados Unidos convenciendo al presidente Lyndon B. Johnson de ingerir LSD. Las drogas están hoy como estuvieron siempre, y deben ser consideradas informadamente tanto por el que las use como por el que no. Quien así lo haga comprenderá tarde o temprano que un uso apropiado —y para ello es precisa no solo la información sino la buena voluntad— conduce a la libertad, física y psíquica; a una vida más liviana y, gracias al desprendimiento de lo sobrante, al conocimiento. No son, por supuesto, ninguna solución para lo contrario —con la debida imprudencia, pueden perfectamente hacer a uno esclavo—, pero no puede negarse su gran valor como instrumento. En un momento como el que estamos viviendo, de disolución, de decadencia ético-estética —la época Kali, según el hinduismo, dominada por el miedo, la violencia y la mentira—, es más justo que ingenuo defenderlas como auxilio para la condición humana.
Foto: Albert Hofmann, painted portrait, de Abode of Chaos, via Creative Commons.