I
En Building a Bridge to the 18th Century, el ensayo que escribió Neil Postman en 1999 y que próximamente Biblioteca Nueva publicará en castellano, se advierte que, si no hallamos la manera de remediarlo, el siglo XXI se verá perturbado por el «historicismo radical», que es como los académicos norteamericanos de su tiempo solían llamar a la consagración de los estudios culturales, los estudios de género, la deconstrucción y todos los nidos posestructuralistas de los que echaron a volar muchas de las ideas públicas que ahora nos perturban. Para el historicismo radical, no hay valores morales absolutos, ni siquiera superiores, sino solo productos resultantes de las relaciones de poder en un determinado momento. Tampoco hay, en consecuencia, un conocimiento al que se le pueda dar más crédito que a otro. Postman cita un fragmento del libro del deconstruccionista estadounidense Kenneth J. Gergen The Saturated Self: Dilemmas of Identity in Contemporary Life en el que el autor dice comprender que para las convenciones contemporáneas de Occidente la medicina moderna sea sin duda superior a la brujería, pero que eso no convierte el lenguaje de los médicos en más verdadero, más capaz de describir la realidad, que el de sus exóticos homólogos. Gergen no asigna al perfeccionamiento del lenguaje, es decir, al crecimiento de sus facultades de distinción, papel alguno en la fiabilidad del saber; sin embargo, todo lleva a la conclusión de que la conquista de las más elevadas funciones del lenguaje conduce a un conocimiento, cada vez más preciso, de la realidad. Los frutos que han dado la ciencia y el pensamiento, el desarrollo social, económico y político de las sociedades occidentales, no permiten negarlo; y deberíamos afirmarlo con insistencia hasta el día en que la acusación de etnocentrismo nos conduzca a la hoguera. Esa es en síntesis la idea que recorre el libro de Postman: si hay que tender un puente hacia el siglo XVIII es porque, en ese siglo, los ilustrados confiaron en la capacidad del lenguaje para dar cuenta de la realidad y construir lo que llamamos pensamiento. En cuanto a su mal augurio, se está cumpliendo de manera prodigiosa: nuestro siglo se ve efectivamente perturbado por la implantación progresiva de un relativismo absolutista que, habiendo transformado en vulgaridad política los malos ecos de la intelectualidad posmoderna, posee ahora la fuerza necesaria para emprender su asalto a la democracia liberal.
Los pensadores posestructuralistas no fueron los primeros en desconfiar de la fiabilidad del lenguaje humano en la representación de la realidad. De hecho, esa desconfianza nace con el pensamiento occidental y reaparece en el Renacimiento, como explica Postman rastreándola en Platón, Shakespeare, Hobbes, Locke, y señalando cómo constituye una preocupación central en los filósofos ilustrados: «Podríamos decir que Kant, Hume y Berkeley escribieron sobre pocas cosas más». Sin embargo, es de esa desconfianza de donde surge precisamente la necesidad de someter el conocimiento al máximo rigor posible. Puede que el saber no sea más que una construcción cultural, pero ocurre que algunos saberes se demuestran reales porque producen resultados y otros en cambio fracasan en su representación de las cosas. En el corazón de la idea posmoderna según la cual cualquier saber humano no es más que la construcción de un discurso al servicio de un poder y que, en consecuencia, todo es asumible, negable, reutilizable o deconstruible, está por supuesto en juego la noción de verdad, la cual encuentra en la influyente obra de Michel Foucault la ruptura más definitiva con la tradición del pensamiento occidental. En La voluntad de saber, el primer volumen de su Historia de la sexualidad, habla de la confesión como de «una de las técnicas altamente valoradas para producir lo verdadero». Se refiere a la confesión como una institución occidental que desde su origen religioso se va extendiendo a todos los órdenes de la vida, a la justicia, a la medicina, a la pedagogía, a las relaciones familiares y amorosas. El pasaje es particularmente significativo porque Foucault enumera cuáles son, junto a la confesión, el conjunto de técnicas utilizadas para producir «lo verdadero»: los rituales que consisten en superar pruebas, los juramentos amparados en la tradición, los testigos, y también «los procedimientos científicos de observación y demostración», con lo que, igual que el derridista Gergen, no parece conceder a los saberes positivos mayor rango de autenticidad que a los otros medios. La confesión en todas las formas en que se manifiesta, la que uno es obligado a hacer ante los demás o la que se hace a sí mismo, se le revela como el ejemplo más diáfano del método que utiliza el poder para producir «lo verdadero», y ello le da motivo a decidir que la noción tradicional de verdad como algo asociado a la libertad y ajeno al poder necesita una Historia política de la verdad que le dé la vuelta para mostrar que «la verdad no es libre por naturaleza, ni siervo el error, sino que su producción está toda entera atravesada por relaciones de poder». Y refuerza ese convencimiento añadiendo que «la confesión es un ejemplo de ello». [Reproduzco las frases de Foucault de la edición española de La voluntad de saber, Ed. Siglo XXI].
Nótese que la verdad es tratada como el producto de una especie de red de significaciones —lo que genéricamente Foucault suele llamar un «discurso»— tejida por las relaciones que impone el poder, no como un objeto de conocimiento. No habría inconveniente en aceptar el valor de esa tesis si entendiéramos que no se refiere a la verdad que por su comprobación reconocemos como auténtica, sino a las creencias que se tienen por verdaderas, que es lo que podría pensar al principio un lector de Foucault con sentido común; si lo piensa, hasta es posible que ese lector se sienta felizmente comprendido, pues su experiencia de la vida, observada desde una cierta perspectiva, le acerca a esa visión de las cosas, y, en su entusiasmo, incluso puede que perdone a Foucault que los filamentos de su prosa a veces no le permitan entender exactamente a dónde quiere ir a parar. Es cierto que la verdad aparece en nuestra sociedad como un ídolo al que, para no desencadenar su furia, hay que alimentar con rituales, gestos, consignas de paso y repeticiones incesantes de secuencias verbales aprendidas en las interrelaciones del poder, que en cada una de sus instancias crea una jerga propia. El fenómeno se puede apreciar en cualquier ámbito social, y si nunca se ha dejado de aprovechar no es solo porque la naturaleza humana siempre le da rienda suelta, sino también porque no hay nada que ofrezca mejores resultados. Vistas así las cosas, el poder consistiría en la capacidad de crear un círculo imitativo en un grupo humano y darle estabilidad. Foucault no lo formuló nunca en esos términos y no creo que esa explicación del asunto fuera en absoluto de su agrado, pero es probable que lo más sugerente de lo que dice sobre el poder, al que entiende como una estructura creada de modo natural por los mecanismos de relación humana y no como una imposición decidida y calculada por los que lo detentan, tenga su mejor descripción en el mimetismo.
Pero no hay que ilusionarse demasiado con las apariencias de una obra en la que, en opinión de algunos de sus críticos, casi todo es aparente. Cuando habla de «lo verdadero», Foucault no se refiere solo a las creencias que el poder expande como certezas, sino a todo lo que hasta ahora hemos reconocido como verdad, ya sea por suposición o conveniencia, ya sea por métodos racionales y empíricos. Para él, la razón y el empirismo son también un producto de las relaciones de poder. El tono parece marxista —otra más de las apariencias de un hombre que políticamente lo fue todo y nada a la vez—, pero, como señala Roger Scruton en Pensadores de la Nueva Izquierda (Rialp, 2017), Marx distinguió perfectamente el conocimiento científico, al que hay que juzgar por la verdad, del conocimiento ideológico, al que hay que juzgar por su función. Scruton cree ver la influencia de Sartre en esa formulación sin precedentes de la verdad como algo que no existe fuera del propio discurso que la genera. En cierto modo se desprende de la idea d’engagement como remedio a la náusea de la existencia; la manera de escapar a las verdades fantasmas de los poderes omnipresentes que constituyen el mundo es adquirir un compromiso de fidelidad con una verdad fantasma, pues si todas las verdades sin excepción son construcciones del poder, es decir, si son en esencia falsas, también lo es la que proclama Foucault. Se le puede aplicar en definitiva lo que dice Julio Camba en un artículo titulado «La razón de la sinrazón»: «Todas las generalizaciones son falsas. Esta generalización también es falsa, y si esta generalización es falsa, entonces no son falsas todas las generalizaciones». El sofisma, en ambos casos, consiste en partir de una premisa mayor no verdadera: no es cierto que todas las generalizaciones son falsas y tampoco lo es que todas las verdades son el producto de un «discurso» arbitrario al servicio del poder.
En Nietzsche contra Foucault. Sobre la verdad, el conocimiento y el poder, un ensayo fundamental en la cuestión que nos ocupa, recientemente aparecido en castellano (Ediciones del Subsuelo), el filósofo francés Jacques Bouveresse analiza con precisión el peso de ese sofisma en el pensamiento de Foucault, que, más que de una influencia sartriana, parece derivar de una mala interpretación, intencionada o no, de los conceptos de verdad y poder en la obra de Nietzsche. Escribe Bouveresse:
(…) lo que nos dice Foucault es lo siguiente: Nietzsche demostró que creemos (sin razón) conocer, ya que ignoramos que aquello que creemos conocer es en realidad falso. La forma más natural de explicarlo consistiría en decir que en tal caso cometemos el error de tener por verdadero algo que no lo es. Sin embargo, Foucault jamás se expresa de esta manera y prefiere, en todos los casos, hablar de verdades que no son verdaderas, lo cual se explica perfectamente si se tiene en cuenta su tendencia a identificar la verdad con el conocimiento (real o supuesto) que tenemos de ella. Según él, en efecto, la verdad solo parece cobrar realidad a través del conocimiento que tenemos de ella, y bastante a menudo se expresa como si la verdad se redujera básicamente a esto.
En su manera de entender la historia, Foucault parece remitirse a una especie de pecado original, al momento mítico en el que se estableció la distinción entre lo verdadero y lo falso, de donde derivarían todas las relaciones de poder. Bouveresse, que centra su análisis en las Lecciones sobre la voluntad de saber, un curso que Foucault dio en el Collège de France a principios de los setenta, llama la atención, a propósito de esta fábula, sobre la diferencia radical entre lo que presupone Foucault y lo que presupone Nietzsche con respecto a la naturaleza de la verdad:
La idea de que la falsificación inicial y de consecuencias más graves es la que consistió en introducir e imponer la oposición entre lo verdadero y lo falso es una idea de Foucault; por lo que yo sé, no es de Nietzsche. Para él, la falsificación no procede de la introducción de la oposición en sí, sino, de una manera mucho más clásica, de una utilización errónea que hacemos de ella cuando consideramos verdaderas (respecto a la realidad que describimos) proposiciones que no lo son ni pueden serlo.
Lo que implica, pues, en definitiva, la obra de Foucault en su sentido más profundo es una ruptura no solo con el pensamiento clásico, sino también con los llamados por Paul Ricoeur «pensadores de la sospecha», los que antes que él hicieron una crítica radical de la tradición filosófica occidental, Nietzsche en primer término, pero que no pusieron en duda la existencia de una verdad objetiva y la posibilidad de conocerla, es decir, de una verdad que sirva de patrón para juzgar a las demás verdades. La fractura epistemológica es principalmente una fractura moral; no habiendo motivo para separar lo verdadero de lo falso ni para aceptar ningún tipo de jerarquía en el saber, no lo hay tampoco para tener por mejores unas cosas que otras. Nada en la obra de Foucault contradice este principio; es más, cuando concreta sus nociones con enumeraciones y ejemplos, asume plenamente las consecuencias de su relativismo de partida. Así, por ejemplo, los criminales y los locos, a los que dedica sendos ensayos, son simplemente sujetos que no se doblegan a la verdad que se les impone. En La voluntad de saber, después de señalar que la pareja heterosexual, por su condición de norma, tiene derecho a la discreción, advierte que, en cambio, «se interroga a la sexualidad de los niños, a la de los locos y a la de los criminales». No parece haber, ni en este ni en otros pasajes en los que llega a justificar los abusos sexuales, nada que distinga moralmente al criminal de las otras personas. Nada, salvo la condición de marginal que comparte con locos, homosexuales y pervertidos.
II
Hace unos pocos años, varios ensayos y un buen número de artículos de prensa se interesaron vivamente por lo que se dio en llamar «posverdad». El término entró de inmediato en los diccionarios. La RAE lo define como «Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales. Los demagogos son maestros de la posverdad». Así descrita, la posverdad no parece algo muy distinto de lo que hasta ahora entendíamos por «demagogia». El Cambridge Dictionary la diferencia un poco más cuando define el término como relativo a «una situación en la que la gente está más dispuesta a aceptar un argumento basado en sus emociones y creencias que uno basado en hechos». Lo distintivo en la posverdad, en relación con la demagogia y todas las otras formas de manipulación y mentira, está en el desprecio de los argumentos racionales y de los hechos comprobados. El que miente para justificarse y el que agita las bajas pasiones del público con sus mentiras no niegan la existencia de la verdad; simplemente la rehúyen porque no conviene a sus intereses. En cambio, el afectado por la posverdad, a tenor de lo que hemos visto en lo que va de siglo, no piensa que haya nada que rehuir porque entiende que la legitimidad de su discurso consiste en la defensa a ultranza de las opiniones que ha mimetizado y no en que estas respondan a las exigencias de la lógica y sean verificables. La posverdad muestra a veces toda su pureza en la persona de un interlocutor al que, habiéndole demostrado razonablemente que sus afirmaciones no se sostienen porque no se corresponden con los hechos, las repite con toda naturalidad y se justifica, ante su negación de la evidencia, diciendo que él «no se tiene por qué creer nada». Este tipo de personaje ha existido siempre, pero antes se exhibía en los bares, las oficinas y las reuniones familiares y ahora no solo pontifica también en los medios de comunicación, sino que ocupa ministerios y presidencias, y es esa puesta de largo, tan representativa de la segunda década de nuestro siglo, lo que induce a los sorprendidos analistas del fenómeno a partir en dos la historia de la verdad. No obstante, la partición ya se había trazado mucho antes en los departamentos de las universidades anglosajonas pobladas por fervientes imitadores de Derrida, Lacan, Baudrillard o Foucault. La posverdad es esencialmente lo que Postman temía que perturbase el siglo.
No sé si siempre será verdad —como reza la conocida frase de Cioran— que el éxito es un malentendido, pero en el caso de Foucault es posible que el malentendido sea inevitable. En cualquier caso, en sus últimos tiempos, mostró más bien desprecio por sus seguidores. En El puto san Foucault (Ediciones Insólitas, 2019) —el título se toma de The Fucking Saint Foucault, el epíteto admirativo con que le distinguió el investigador en teorías de género David Halperin—, el ensayista francés François Bousquet se refiere así al repudio con que el santo miraba el rastro de su influencia:
El último Foucault se echó atrás excedido por ser copiado e imitado por una juventud en busca de eslóganes. Quería tomar distancias con la vulgata antiautoritaria —el «estribillo de la cancioncilla antirrepresiva»— que hasta entonces había alentado. ¿Por qué no se inquietó antes del riesgo de piratería filosófica de su obra, al que lo exponían sus extravagantes simplificaciones y sus tomas de partido sin matices?
Probablemente no se inquietó porque no es fácil rescatar de sus abstracciones un sentido que no se preste a equívocos, y los malentendidos que generaba su obra le permitían trazar una glamurosa línea de separación con sus vulgares epígonos. «Decidió vestir el traje de padre indignado (avatar del padre indignado) —escribe Bousquet—, dejando de reconocer a su progenitura y pensando en desheredarla». Pero lo cierto y notorio es que los seguidores de sus seguidores, entregados en cuerpo y alma a un movimiento que aparece a la vez como académico, político y religioso, pues lo caracteriza un dogmatismo obsesionado por perseguir infieles, han conseguido que los ecos de sus letanías resuenen por todas partes.
Sería ingenuo pensar que todo lo que ahora perturba nuestro siglo procede de Foucault o, si se quiere, de una banalización progresiva de su pensamiento, pues muchos de los males que ahora nos aquejan ya fueron descritos por los primeros observadores de la democracia. Sin embargo, es imposible no vincular sus ideas sobre la verdad y el poder con el proceso de sustitución de la universalidad de derechos por el empoderamiento de colectivos históricamente marginados. De lo que se trata ya no es de considerar iguales a todos los ciudadanos, sino de inocular en esos colectivos el deseo de venganza por los tiempos en que no lo fueron. No importa que el odio lo disfruten jóvenes que han crecido en libertad. El odio apasiona y el poder —ese poder que según Foucault produce la verdad— sabe muy bien que no hay mejor combustible para establecer su dominio. ¿Son ajenos a esa noción de la verdad el desprestigio de la ciencia y el derecho, las teorías de la conspiración, siempre pendientes de los poderes ocultos, el desastre educativo o los estragos de la multiculturalidad? Negar que existan, en los asuntos humanos, algunas verdades universales que puedan poner límites a las creencias que se tienen por verdaderas es negar toda posibilidad de compartir una realidad que no proceda de la imposición. En cuanto a la ideología de género, ese discurso que ya deja oír su jerga en casi todos los ámbitos de la cultura y la educación con su mezcla de cursilería, rigorismo, ensoñación posmoderna y frialdad administrativa y que ahora ha llegado a los gobiernos y ha empezado a legislar sus verdades, no hay nada en sus postulados que no provenga de un eslogan extraído del cuerpo doctrinal de Foucault. El género —repiten los nuevos expertos para que luego lo vuelvan a repetir los docentes y los políticos— es una construcción social. Como la verdad, eso que las mujeres, los marginados y las minorías poseen por el simple hecho de ser quien son.
Foto: «Michel Foucault» by kong niffe is licensed under CC BY-NC 2.0 via Creative Commons