Política

La democracia frente al nacionalismo

Algo que caracteriza la forma de entender el conocimiento en la Modernidad (digamos: del siglo XVII en adelante) es su carácter provisional. Todo saber ha de poder ser revisado, mejorado, refutado… sustituido, en definitiva, por otro nuevo, y así sucesivamente ad infinitum. La verdad es, pues, modernamente, algo que se persigue y nunca se consigue. Esa es una de las muchas maneras en las que es posible expresar el espíritu moderno, pero tiene, en relación con otras, la ventaja de no servirse de consignas preestablecidas. El conocimiento empírico es irremediablemente contingente. 

Un tiempo que no acepta verdades indiscutibles, ¿cómo podría dar por válida una forma de gobierno que presentara ciertos contenidos como verdades universales? De ahí que la forma política característica de la Modernidad —la civil society— sea aquella en la que se establece por principio que ningún contenido es sagrado, precisamente porque la duda pende con su filo cortante sobre cualquier presunta verdad. Es por eso por lo que lo político, modernamente, no puede jamás fundamentarse en contenido alguno, sino en libertades —esto es, en dejar en paz y no en entrometerse—, y es por eso por lo que no es difícil detectar aromas totalitarios provenientes de aquellos proyectos políticos que se basan no en la necesidad de garantizar libertades, sino en contenidos —los que sea en cada caso— presentados como si se tratara de hechos incontestables. Lo totalitario presupone, pues, la convicción de estar en posesión de la verdad. Es a partir de esa convicción que el totalitario va armando un proyecto para someter a los demás: tiene que enseñarles que están equivocados. 

Hay mucha gente en España que se cree en posesión de la verdad, pero en particular me centraré ahora en el problema de totalitarismo que padecemos en Cataluña. El independentismo catalán se basa en dos ideas: que España no es una democracia y que Cataluña es una nación. Se trata de dos ideas que deben asumirse como verdades necesarias (por lo menos una de las dos) para que tenga sentido defender la independencia de Cataluña. Estas son, pues, las verdades que el totalitario nacionalista catalán asumirá como indiscutibles, porque sin ellas se queda sin nada. 

Así como no existen verdades absolutas, tampoco existen realizaciones perfectas de conceptos teóricos. No hay —ni puede haber— lugar en el mundo absolutamente democrático, libre de toda mácula. No voy a discutir ahora hasta qué punto es mejorable la democracia española —que lo es— y en qué aspectos, pero que diga que es «mejorable» ya presupone mi postura con respecto a si hay o no democracia en España, puesto que solo puede mejorarse aquello que ya hay.  Aclarado esto, me dedicaré a combatir la segunda de las ideas que operan como axiomas del nacionalismo catalán. 

Cuando se afirma que Cataluña es una nación, se hace para defender que existe cierto derecho colectivo. Se dice: los ciudadanos de una nación tienen derecho a decidir su futuro político. Bueno, ¿y qué es una nación?, ¿cómo se reconoce?, ¿cómo sabemos que esto de aquí es una nación mientras que aquello de allí no lo es? La respuesta más común suele ser que hay nación allí donde hay un sentimiento de comunidad, allí donde unas cuantas personas sienten que pertenecen a lo mismo y que tienen un objetivo común. Pero ¿de dónde sale ese presunto derecho colectivo? 

Las libertades, modernamente, son algo individual. Siempre que se quiera establecer un principio como elemento común al conjunto de los ciudadanos nos hallaremos, en realidad, ante una imposición, la imposición de uno —o unos— sobre los otros, de modo que solo queda una opción: renunciar a todo principio como fundamento de la sociedad. Esa renuncia a poseer unos principios rectores comunes, que de entrada podría parecer que solo puede desembocar en el caos, en realidad genera un orden, porque implica necesariamente que nadie puede imponer sus principios —sus verdades— a los demás y que, por lo tanto, todos pueden regirse por los principios que elijan para sí mientras no pretendan dominar al otro con ellos u obligarlo a aceptarlos como propios. 

La sociedad moderna, pues, parte precisamente de la renuncia a la imposición de un mismo principio para todos, y eso se da en consonancia, como es visible, con el motivo que esgrimía al comienzo de este artículo: puesto que no hay una verdad absoluta, ninguna presunta verdad ha de entenderse como asumible por todos, de modo que la sociedad moderna se basa también en una renuncia a controlar a los ciudadanos, y es a eso a lo que históricamente se llamó libertad. 

Pues bien, todo parece indicar que, igual que no hay verdades indiscutibles, tampoco hay derechos colectivos, es decir, tampoco hay verdades que por su naturaleza deban imponerse a un conjunto de individuos. Parece que hemos refutado la posibilidad de un «derecho colectivo». Cuando se llega a este punto de la discusión (al que, por cierto, raramente se llega), el totalitario independentista aún suele aducir un nuevo argumento: da igual si es nación o no, cualquier conjunto de individuos puede decidir su futuro político. Aquí la discusión adquiere un carácter más formal, porque de lo que se trata entonces es de reducir al absurdo tal propuesta: si un conjunto cualquiera de individuos tiene derecho a decidir sobre su futuro, entonces no solo el conjunto de los individuos que residen en Cataluña tienen ese derecho, sino también cualquier subconjunto de ese conjunto, entre los cuales cabe añadir, desde luego, también los conjuntos de individuos formados por cada familia, cada individuo, etcétera, de modo que caemos en el absurdo de afirmar que cualquier persona tiene derecho a declarar su propia independencia política, lo cual equivale, por cierto, a decir que tal derecho colectivo no era, en realidad, colectivo, sino individual, además de que, claro está, significa también reconocer que no se trataba de un derecho en absoluto.

No parece que la mayoría de los políticos contrarios al nacionalismo catalán en España sean conscientes de estos planteamientos, más bien parece que los unos se oponen por casualidad (o por un cálculo estratégico), los otros por un nacionalismo de signo distinto, y muy pocos por un conocimiento profundo de la tradición.


Foto:  Detalle de la portada de la primera edición de Leviathan de Thomas Hobbes via Wikimedia Commons