Política

Sin patria y con pasaporte

La reciente mudanza a Andorra de un mundialmente conocido youtuber, con la consiguiente pérdida de recaudación para la Hacienda española, devolvió a primera línea el debate sobre el patriotismo. Para unos, la patria son los hospitales (y los contenedores de basura cabría recordarles) y patriotismo es el pago de los impuestos que los financian. Otros consideran insuficiente esta visión y se preguntan para quién se pagan impuestos, si existe una relación previa o, en palabras de Juan Claudio de Ramón, «un sentimiento de solidaridad y simpatía recíprocas» entre quienes contribuyen y quienes se benefician de la actuación del Estado, tejido con «hebras comunes. 

Probablemente a esas hebras se refería Michel Lacroix cuando escribió en Le culte de l’émotion: «La admiración compartida es necesaria para sellar la cohesión social. Una nación posee alma cuando los individuos conservan un piadoso respeto por su tierra, su historia, su patrimonio, así como las grandes figuras artísticas, literarias, políticas, industriales o militares que honran su pasado». Esta reflexión da pie a un pequeño excurso: el furor, con el que los más conspicuos constructores de la nación catalana, ubicados en el llamado Institut de Nova Història, catalanizan, con pretextos esperpénticos, personalidades y momentos estelares de la Humanidad trasluce una enorme desconfianza hacia la capacidad de la tradición, identificada como propia, para cohesionar a su comunidad.

Retomando el hilo de este artículo, no admite duda que esa admiración, necesaria para la continuidad nacional, que huelga decir no tiene por qué derivar en la ignorancia u olvido de episodios menos honorables o en el desprecio por lo ajeno y los ajenos, supone una elevada exigencia hacia los ciudadanos. Sin tapujos se reconoce, por ejemplo, en la exposición de motivos del proyecto de la llamada ley contra el separatismo francesa: «La República demanda la adhesión de todos los ciudadanos que componen su cuerpo».  

No obstante, el alcance de tal adhesión o, mejor dicho, de su imposición, abarca hasta donde colisiona con un valor que afortunadamente se incorporó hace décadas al acervo español: la libertad de pensamiento. Por ello, lo mínimo que la continuidad nacional, esto es, ese sentimiento de solidaridad y simpatía recíprocas, reclama al Estado, y lo máximo que la libertad de pensamiento le tolera, es el fomento de esa admiración. 

Este artículo no versa, sin embargo, sobre quienes por motivos más o menos patrióticos abandonan España o sobre quienes permanecen, tampoco acerca de quienes son españoles de origen, o, como se atribuye a Cánovas, quienes son españoles porque no pueden ser otra cosa, sino sobre quienes voluntariamente, poseyendo otra nacionalidad y con consolidada residencia legal, desean ingresar en la comunidad de ciudadanos. Una interrogación nacida de la perplejidad que a muchos suscita el posicionamiento y la acción que prominentes nacionalizados han desempeñado en la última década con el objetivo de disolver o desmembrar la nación española, acompañada del repudio a  sus símbolos, especialmente si fue perseguida ignorando los procedimientos para la reforma constitucional. ¿Debe someterse a éstos a una exigencia, con o sin admiración, de adhesión, contribución, o al menos respeto, a la continuidad de la comunidad nacional? En un momento en el que la vida democrática se degrada por la acción de, en palabras de Arias Maldonado, «un pluralismo agresivo donde se priva de legitimidad al oponente», ¿se debe admitir (o revisar su continuidad) en la comunidad nacional a personas que, negándola, contribuirán a exacerbar esa agresividad? O dicho en términos más jurídicos, ante una Constitución atacada desde varios frentes, se deben convertir la concesión y llegado el caso la retirada de la nacionalidad en un mecanismo, uno más, de defensa de la Constitución. Esto es, de la nación española.

Tras un somero análisis de la legislación sobre concesión de nacionalidad, se constata que estas consideraciones subyacen bajo distintas salvaguardas, en particular impuestas para quienes se nacionalicen por residencia. Por un lado, el requisito de buena conducta cívica, así como de suficiente grado de integración, este último a acreditar mediante exámenes diseñados por el Instituto Cervantes de conocimiento de español, de la Constitución española y de la realidad social y cultural. Por otro lado, la posibilidad de denegar la solicitud por razones de orden público (véase la poligamia) o interés nacional (esto es, en aras a proteger los intereses fundamentales de la Nación en materia referente a la defensa nacional, la paz exterior o el orden constitucional). 

Así pues, aunque no haya precedentes, la invocación del interés nacional justificaría la denegación de la nacionalidad a quienes contribuyan a o simpaticen con la disolución o desmembramiento de la nación española. Con mayor intensidad cabría afirmarlo para quienes lo acometan ignorando el Derecho, colocándose a una distancia sideral de los valores constitucionales. Se trata de un justificado menoscabo de la libertad ideológica. Como indica el Tribunal Supremo, la nacionalidad  «comporta toda una serie de derechos, incluidos el de sufragio activo y pasivo y el de acceder a los cargos y funciones públicas».  Por ello, afirma el mismo tribunal en otra sentencia «el otorgamiento de ésta en modo alguno puede ser considerado como un derecho del particular (…), sino, como antes hemos dicho, como el otorgamiento de una condición, la de nacional, que constituye una de las más plenas manifestaciones de la soberanía de un Estado, no en vano la nacionalidad constituye la base misma de aquél». Motivo por el cual se deben cumplir varios requisitos, consistiendo uno de ellos «en la aceptación de su sistema de valores, plasmados fundamentalmente en la Constitución, a la que ha de prestar juramento», así lo recuerda la Audiencia Nacional.

Efectivamente, todos aquellos que se nacionalicen españoles, por residencia u otros modos, incluso quienes, si prospera con su actual redactado, se beneficien de la Ley de Memoria Democrática,  deben jurar o prometer fidelidad al Rey y obediencia a la Constitución y a las leyes (art.23 del Código Civil). Fórmula, por cierto, similar a las utilizadas en numerosos países occidentales. Esto conduce a la discusión acerca de la retirada de la nacionalidad. Tanto porque o bien la promesa se reveló fraudulenta, o sea, cuando ya antes de su formulación se habría podido probar el rechazo a la Constitución, o bien, aun siendo sincera, se quebrantó posteriormente. 

En este punto la legislación española es más precavida, por razones comprensibles. Planea el recuerdo del funesto uso masivo y arbitrario por parte del régimen nazi de la privación de nacionalidad, eslabón primero de una cadena que acababa en los campos de exterminio. Por ello, la Declaración Universal de los Derechos Humanos prohíbe las privaciones arbitrarias de nacionalidad (art.15). Esta sensibilidad no es, pues, un recaudo únicamente español: la falta de consenso obligó al entonces presidente francés Hollande a abandonar su propuesta, lanzada tras los ataques de París y Saint-Denis, de retirar la nacionalidad a franceses de origen poseedores de otra nacionalidad por atentados contra los intereses fundamentales de la nación o actos de terrorismo. 

Por la misma razón, son numerosos los Estados adheridos a la Convención para reducir los casos de apatridia, de 1961, entre ellos el Reino de España, aunque solo desde noviembre de 2018. Esta convención, como su propio nombre indica, los reduce, estableciendo el principio general de prohibición de la apatridia (art.8.1), pero no los elimina, pues a continuación prevé excepciones (art. 8.2. y 8.3), muchas de las cuales tienen que ver con el quebranto del deber, reconocido en la Convención, de lealtad del ciudadano hacia el Estado.

España castiga el fraude con la pérdida de nacionalidad, aunque no existen precedentes de pérdida a causa de juramento fraudulento, a diferencia de otros países. En Alemania, que concede enorme relevancia jurídica a la sinceridad de la promesa, se ha retirado la nacionalidad tras conocer conductas anteriores a la nacionalización tales como haberse negado a estrechar la mano a una mujer en un acto oficial, haber saludado con likes en redes sociales propaganda de organizaciones salafistas, o haber mantenido contactos con sus reclutadores.

Queda sin sanción en España, por otro lado, la ruptura de la promesa veraz. Posiblemente se deba al influjo de la libertad de pensamiento, al derecho al cambio de parecer de quien quiso sinceramente incorporarse a la comunidad nacional, así como al rechazo, cuando no pavor, a los regímenes militantes, también las democracias. 

Por el contrario, a veces incluso con independencia de su modo de adquisición, varios países de la Unión Europea castigan con retirada de la nacionalidad la deslealtad grave, siempre que no se caiga en apatridia. Alemania, de nuevo, modificó su legislación para privar de nacionalidad a quienes se unieran a organizaciones terroristas en el extranjero. Bélgica la retira a quienes falten gravemente a sus deberes de ciudadano (ya aplicado) y a quienes hayan sido condenados a penas de más de cinco años por crímenes contra el Rey, la familia real o el Gobierno, contra la seguridad exterior o interior del Reino, o por actos de terrorismo. De modo similar procede Francia, cuya praxis ha sido recientemente avalada por la Corte Europea de Derechos Humanos. Por su parte, Estonia reserva ese castigo a quienes traten de subvertir por la fuerza el orden constitucional, previsión similar a la de Letonia. Y así hasta llegar a los 14 Estados de la Unión Europea donde, según un estudio del Parlamento Europeo, rigen disposiciones similares. 

Precedentes todos ellos que invitan a abrir un debate, sosegado y que no se degrade mediante amenazas de expulsión o acusaciones de xenofobia, sobre la idoneidad de las reglas para la concesión y retirada de la nacionalidad como mecanismo para la defensa de la Constitución, ponderando libertades firmemente ancladas en ella junto a la propia continuidad de ese anclaje. También por coherencia. La promesa de fidelidad al Rey y obediencia a la Constitución y a las leyes no debe convertirse en un mero formalismo. Antes es preferible suprimirla. En cambio, quienes pretendan reforzar la vigencia de la Constitución hallarán su inspiración, entre otros, en Alemania y Bélgica. 


Foto: Imagen de Jacqueline Macou en Pixabay