Benjamin Constant insistió en la imposibilidad de que existiese una sociedad libre sin el cumplimiento efectivo de lo que llamó «principio eterno»: la limitación de todo poder; también el de la soberanía popular, en la que necesariamente descansa la legitimidad de la representación política en democracia, y que Constant, tras presenciar los desmanes de la Revolución francesa y la instauración del Terror en nombre de la justicia, ya vio como una fuente de despotismo tan o más temible que la monarquía absoluta. Desde su visión liberal progresista de la historia, coincidía en eso no solo con Madame de Staël y con Stuart Mill, sino también con los grandes pensadores liberales de tendencia conservadora como Edmund Burke y Aléxis de Tocqueville. Si la protección de la libertad ha de ser, en última instancia, el sentido de toda acción política —como quería Burke—, no puede haber nada más contrario a la política que la imposición, por parte de una mayoría, de una supuesta voluntad general, obtenida siempre por propaganda emocional y representada siempre por una camarilla que la define a su antojo, más interesada en la ingeniería social que en la limitación del poder del Estado sobre el individuo como garantía de las libertades; del poder del Estado y de la tiranía de la opinión pública, atizada por sus diseñadores desde las instituciones del Estado o desde los medios de que dispone la sociedad para autointoxicarse.
Esa fue la mayor preocupación de Burke, de Constant, de Madame de Staël, de Stuart Mill, de Tocqueville, de los primeros observadores de la vida en democracia; de sus inicios en Inglaterra y Estados Unidos y de su deriva sanguinaria en Francia. Unos doscientos años más tarde, se constata que la evolución de las democracias modernas, hasta alcanzar un alto grado de realización en derechos civiles, garantías constitucionales y separación de poderes, no solo no ha logrado moderar la tendencia a desear que la voluntad general esté por encima de los ordenamientos jurídicos, sino que esa aspiración se ha podido oír con frecuencia en boca de dirigentes políticos capaces de proclamar su desprecio por las leyes, con lo que se hacen inmediatamente acreedores al aprecio de sus administrados, más inclinados en las sociedades abiertas que en las dictaduras a aplaudir la insumisión en nombre de agravios imaginados. Creo que Tocqueville fue el primero en advertir, en su análisis de la sociedad norteamericana, una ley natural de la conquista de derechos según la cual el deseo de igualdad es más y más insaciable cuanto mayor es la igualdad. Sin necesidad de haber leído a Tocqueville, los partidos cuyo programa político se propone, en última instancia, acabar con el orden liberal, no tienen ya otro cometido que el de aprovecharse de esa ley natural fomentando la insatisfacción de sus valedores hasta el punto de hacerles creer que deben luchar por derechos que ya poseen, juego de manos que eleva la irracionalidad de la opinión pública y sus inductores a alturas insospechadas por Tocqueville y que explica, más que ninguna otra característica, la reacción antiliberal de nuestro tiempo. No es de extrañar, en tales circunstancias, que un pensador como Allan Finkielkraut escandalizara a ciertos sectores de la sociedad francesa al declarar que las mujeres ya tienen todos los derechos que les corresponden o que en Estados Unidos un antirracismo cada vez más violento luche por conseguir que todos los ciudadanos sean iguales ante una ley que ya los iguala. Es una manera de entender la política que tiene muchas más probabilidades de éxito que la defensa razonada de la libertad. Las tiene porque, gracias a una propaganda sostenida durante más de dos siglos, se identifica con la pureza democrática cuando es en realidad su refutación.
Ortega se ocupó del asunto, me parece que por primera vez, en un artículo de El espectador, publicado en 1917 y que llevaba por título «Democracia morbosa». Todo lo que observa y comenta al respecto ha de resultar sin duda odioso en una sociedad como la nuestra en la que la opinión pública y sus representaciones políticas ya no tienen otra convicción que la que Ortega —y antes que él, los primeros pensadores de la democracia— señalaba como la principal amenaza a la que se enfrenta una sociedad libre. Lo que dice en «Democracia morbosa» lo desarrollará años más tarde en La rebelión de las masas, pero hay en ese artículo algunas reflexiones que muestran las tripas de lo que en 1917 era una tendencia inquietante, «el más peligroso morbo que puede padecer una sociedad», y en 2021, cuando los regímenes democráticos han experimentado un desarrollo institucional mucho mayor de lo que podía imaginarse, conforma la mentalidad imperante en una sociedad emocionalmente desequilibrada y cada vez más deseosa de regirse por sus arrebatos emocionales. Ortega habla en primer lugar de lo que él llama «plebeyismo», que es la pérdida creciente de la cortesía, de las buenas maneras, de lo distinguido; es decir, de lo diametralmente opuesto a lo igualitario. «El plebeyismo, triunfante en todo el mundo, tiraniza en España —dice—. Y como toda tiranía es insufrible, conviene que vayamos preparando la revolución contra el plebeyismo».
Por supuesto, el plebeyismo no se reduce a las formalidades sociales; lo que realmente perturba la tranquilidad de Ortega —y así lo veremos con toda claridad en La rebelión de las masas— es que la descortesía, además de desagradable, no solo consiste en una exhibición de vulgaridad en los hábitos cotidianos, sino que es también síntoma de dejadez en el uso de las facultades superiores. Descortés es, sobre todo, quien quiere tener razón prescindiendo de los hechos y del pensamiento. El avance del plebeyismo se debe, con toda evidencia, a una noción perversa de la democracia según la cual esta debe imponerse en todos los órdenes de la vida, entendiendo así por democracia la igualación de costumbres, aspiraciones, gustos, ideas, conocimientos. Ortega imagina el caso de un vegetariano integrista que no pudiera aceptar en política un desarrollo económico que no fuera el agrícola, que en arte censurara todo lo que no fuese paisaje hortelano, etc., etc. «Y como filósofo se obstinaría en propagar una botánica trascendental». Echa mano de esa hipótesis para explicar el fenómeno de aquel que proclama ser, ante todo, demócrata, y pretende exigir la igualdad en toda circunstancia. El símil del vegetariano a ultranza, aunque conviene a la descripción de lo que podría llegar a ser el igualitarismo que Ortega pone de manifiesto en 1917, aún conviene más a nuestro presente. La pretensión de feminizar todo lo que acontece en lo público y lo privado no es, ciertamente, una cosa muy distinta de la que imagina el filósofo con su vegetarianización, y lo mismo puede decirse de los nacionalismos y de todos los proyectos identitarios que se proponen imponer, a gran escala, modelos únicos de imitación de principios, conductas, actitudes y aspiraciones.
El halago de lo plebeyo conduce asimismo al rechazo del elitismo cultural, es decir, a recelar de aquellas personas dotadas de mayor inteligencia o creatividad y por lo tanto capaces de producir obras de mayor profundidad intelectual o estética, de difícil compresión para quien no se moleste en mejorar sus condiciones naturales, y a impedir la expresión —cultura de la cancelación— de lo que las identidades colectivas consideren una ofensa, que es prácticamente todo lo que produce una mente dotada de inteligencia crítica. Con su asalto a las instituciones, ese totalitarismo de estilo vegetariano, que en nuestros días consiste en entender la política, la enseñanza, el arte y las letras como instrumentos de moralización colectiva y que en los años treinta del pasado siglo usaron a porfía fascistas y comunistas, vuelve a reclamar sus fueros y dirige ya las opiniones miméticas de una legión de editores, asesores de museos, gestores culturales, artistas plásticos, dramaturgos, cineastas, escritores. En la educación, el plebeyismo dicta los planes de estudio, y en periodismo, retroalimenta las ideas públicas.
Uno de los efectos perniciosos de lo que Ortega entiende por plebeyismo es la politización creciente de la vida humana, el hecho de convertir en político todo lo que acontece y de situar la política en el primer plano de las preocupaciones. La política —recuerda Ortega— es como la técnica; no puede constituir un fin en sí misma sin caer en la aberración, pues la política «intenta la articulación de la sociedad, como la técnica de la naturaleza, a fin de que quede al individuo un margen cada vez más amplio donde dilatar su poder personal», con lo que abunda en la idea ilustrada de la política que Burke pone de relieve cuando no desea para ésta otra finalidad que la de proteger la libertad del individuo. En ese sentido —insiste Ortega a lo largo de «Democracia morbosa»— la democracia no puede ser más que un ordenamiento jurídico destinado a garantizar que esa libertad no deba ser coartada más que por los límites que impone razonablemente la colisión de derechos. La pasión igualitaria en la que fatalmente concluye el plebeyismo es la negación de este principio, tanto como lo fuera la concesión de privilegios por razón de nacimiento. La participación activa de todos los ciudadanos en la política más allá de la legitimación de sus representantes, un proyecto de extraordinario prestigio en las dos últimas décadas y que, en sus mayores ensoñaciones, se imagina como una democracia permanentemente refrendaria, muestra en el colosal simulador del poder popular que constituyen las redes sociales a qué clase de infierno nos condenaría su efectivo cumplimiento.
Ortega no era, sin embargo, un inmovilista y, aun considerando que el fundamento de la democracia había sido conquistado al reconocer igualdad de derechos para todos los hombres en lo que estos tienen de iguales, pensaba que el amigo de la justicia, es decir, el demócrata, no debe darse por satisfecho con la obtención de garantías jurídicas que aseguren la igualdad; debe permanecer vigilante para defender, como atributo irrenunciable de la libertad, que las leyes protejan también las diferencias que el talento, el esfuerzo y la voluntad imponen necesariamente a la condición humana. Y en esa lucha por devolver a la democracia su sentido originario, ve el filósofo lo que permite distinguir lo demócrata de lo plebeyo: «Aquí tenemos el criterio para discernir dónde el sentimiento democrático degenera en plebeyismo. Quien se irrita al ver tratados desigualmente a los iguales, pero no se inmuta al ver tratados igualmente a los desiguales, no es demócrata, es plebeyo».
El uso de un término como «plebeyismo» y la frecuente alusión de Ortega al papel que deben desempeñar las élites en una sociedad libre —libre, por supuesto, de los privilegios y las supersticiones del Antiguo Régimen, pero también de la confusión entre el derecho y la venganza— remiten a un lenguaje que el concepto popular de democracia rechaza de plano, precisamente por el avance y consolidación del plebeyismo. Quien ose hablar actualmente de las élites y de lo plebeyo ante un auditorio cualquiera, ya sea este mediático o académico, comprobará en el acto el estupor, cuando no las bramuras, que tales palabras provocan en sus oyentes, concienzudamente programados desde la infancia para confundir el esfuerzo de superación personal y la crítica del popularismo con el elitismo de clase. Razón de más para usarlas sin empacho, puesto que la revolución a la que llamó Ortega hace ya más de cien años debe empezar por rescatar el lenguaje de las garras de la corrección política.
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