Política

Contra el gasto

Recientemente hemos sabido que España es el país de la Unión Europea que registra un mayor desequilibrio en sus cuentas. Con un déficit presupuestario del 11%, no cabe duda de que es un país que gasta por encima de sus posibilidades, y no parece que el Gobierno tenga interés en remediarlo. La situación es preocupante, y quizá cabría recordar las lecciones que nos brindaron aquellos que ya advirtieron de la irresponsabilidad que suponían el gasto y el derroche cuando empezaron a generalizarse a mitad del siglo XX, con el auge de las políticas keynesianas. 

Henry Hazlitt dedica a este asunto el capítulo La ofensiva contra el ahorro de su ensayo La economía en una lección, publicado en 1946. Lo inicia recordando que la sabiduría popular ha ensalzado desde tiempos inmemoriales las virtudes del ahorro y precavido contra las consecuencias del derroche, y que los economistas clásicos mostraron además cómo la política del ahorro, orientada al interés del individuo, sirve a su vez al de la comunidad. Esta constatación le lleva a denunciar que esa antigua virtud sea atacada en sus tiempos mediante teorías pretendidamente moderadas que ensalzan la doctrina del llamado gasto público. 

Estas teorías han resultado ser muy obstinadas, y setenta y cinco años más tarde siguen siendo populares. Una de las más extendidas es la convicción de que no existe fórmula más beneficiosa para impulsar la economía que el gasto, tanto en el sector público como en el privado. A las preguntas acerca de en qué y cuánto se debe gastar, la respuesta es siempre la misma: en cualquier cosa y cuanto más mejor. Se aduce que el gasto reactiva la economía en la medida en que el dinero circula: compras el pan y con ese dinero el panadero retribuye a sus trabajadores, estos consumen otros bienes y provocan que el ciclo se reanude. Como trataré de explicar, esto es solo parcialmente cierto. 

La lógica del gasto tiene su origen en la aparición del dinero fiat a principios del siglo XX, con el abandono del patrón oro, que se basaba en la convertibilidad de la moneda en una determinada cantidad de oro. Fiat proviene del imperativo latín «hágase». En los textos religiosos, la expresión simbolizaba el acto de creación de un ser omnipotente o Dios, cuya única limitación era su propia voluntad. El apelativo no podría ser más acertado. El dinero «hágase» es el dinero que crea el Estado, y tiene una clara ventaja sobre el patrón oro: permite eludir el engorroso trámite de explicarle al ciudadano que para costear todas las partidas presupuestarias se requerirán fuertes subidas impositivas. Mientras que con el patrón oro la capacidad de financiación del Estado estaba limitada al incremento de impuestos y operaciones de mercado, con el dinero fiat el Estado es capaz de financiarse extrayendo la riqueza de sus ciudadanos a través de la emisión de nueva moneda. Pero la expansión monetaria diluye el valor del dinero porque el poder adquisitivo no se expande con ella: el gobernante puede decretar la creación de moneda, pero no de riqueza. Es lo que Hazlitt llamaba el «hechizo» de la inflación, y es eficaz porque estamos acostumbrados a medir nuestra riqueza en términos monetarios: «¿Quién de nosotros no se siente más rico y satisfecho cuando oye decir que la renta nacional se ha duplicado (en dólares, por supuesto), en comparación con algún periodo preinflacionario?». Hay más dinero en manos de la gente y eso es perceptible por cualquiera, mientras que la gradual subida de precios que provoca el aumento de la demanda agregada no lo es tanto. «La inflación cubre cualquier proceso económico con un velo de ilusión —advertía—. La inflación es el opio del pueblo».  

En su tratado Economía básica, Thomas Sowell coincide con Hazlitt al entender la inflación como un impuesto oculto. Al fin y al cabo, tanto los impuestos como la inflación succionan riqueza de la ciudadanía en favor del Estado, que es el primer receptor de la nueva moneda, y, por lo tanto, el mayor beneficiado. Según Sowell, de hecho, la inflación no solo es un impuesto más, sino que es un impuesto masivo y regresivo. Es masivo porque los precios son los mismos para todos —todo aquel que acuda al mercado verá cómo su poder adquisitivo ha menguado—, y es regresivo porque aquellos que concentren mayor riqueza en su patrimonio serán también quienes tengan más opciones de eludirlo mediante la inversión en activos que cumplan la función de reserva de valor. 

La técnica de la expansión monetaria empezó a generalizarse durante la Primera Guerra Mundial, puesto que los gobiernos se vieron incapaces de justificar las subidas de impuestos que se necesitaban para financiar los elevados gastos que el conflicto suponía. De lo anterior se desprende una interesante incógnita: ¿se hubieran embarcado las naciones de Europa en un conflicto de tal envergadura de haber sido forzadas a recurrir a los impuestos en lugar de al indoloro hechizo de la inflación? Según Saifedean Ammous, autor de El patrón Bitcoin, es probable que no hubiera supuesto un impedimento decisivo, pero sí un obstáculo difícil de salvar que habría evitado la excesiva prolongación de lo que supuso la mayor pérdida humana registrada hasta ese momento.  

Cuando se consolidó el uso del dinero fiat, el gasto pasó a ser un instrumento fundamental y adictivo no solo para los gobiernos, sino también para sus gobernados. Ammous asegura que el dinero fiat «permitió al electorado ignorar las leyes de la economía y creer que el todo gratis era de algún modo posible». Los candidatos eran libres de abanderar cualquier causa imaginable, que normalmente coincidía, claro está, con la que comportaba un mayor número de votos. La promesa electoral legitimaba al candidato elegido para inflar la masa monetaria hasta el nivel que fuera necesario, lo que le permitía concentrar un poder prácticamente ilimitado sobre los frutos del trabajo del individuo, esto es, sobre su dinero.  

Ya se sabe que la importancia que conceden los liberales al dinero del ciudadano es muy a menudo objeto de crítica o burla. Se presupone que hay cierta avaricia o insolidaridad en su empeño por protegerlo de las manos del gobernante, pero si insisten en su importancia es porque el dinero es lo que ofrece al individuo las más amplias posibilidades de elección en el goce de los frutos de sus esfuerzos. Con el dinero fiat bajo su control, el gobernante es capaz de neutralizar los límites que aseguran la soberanía económica del ciudadano y restringir su libertad personal. En Camino de servidumbre, Hayek advierte que quien controla toda la vida económica controla los medios para todos nuestros fines y, por consiguiente, decide cuáles de estos han de ser satisfechos y cuáles no: «El control económico no es solo la intervención de un sector de la vida humana que puede separarse del resto. Es el control de los medios que sirven a todos nuestros fines, y quien tenga la intervención total de los medios determinará también a qué fines se destinarán».  

La adopción de políticas inflacionarias también distorsiona algunos incentivos muy valiosos para el sector privado. El ser humano generalmente prefiere la satisfacción inmediata a la postergada; solamente a cambio de algo estamos dispuestos a posponer el gozo, por lo que tenderemos a gastar nuestro dinero a menos que no hacerlo reporte algún beneficio. En una economía sana, ese beneficio es la rentabilidad que ofrecen las inversiones. Como solo puede invertirse el dinero que no se utiliza, es decir, el que se ahorra, podemos decir que el ahorro es la materia prima de la inversión. Sin embargo, devaluar la moneda mediante su expansión y provocar la disminución gradual del poder adquisitivo del ciudadano distorsiona el incentivo para el ahorro. La rentabilidad que ofrece la inversión disminuye, por lo que el gasto se utiliza como mecanismo de defensa: en lugar de guardar el dinero y arriesgarse así a que pierda valor, el ciudadano lo gasta inmediatamente. Se destina más dinero al consumo y menos a la inversión porque el sector privado se encuentra con que no existen razones para renunciar al gasto inmediato; todo lo contrario, las hay para intensificarlo. Es así como la euforia del gasto se extiende también al sector privado.  

Este culto al gasto generalizado es lo que se conoce como consumismo, comúnmente asociado al capitalismo. Hay quienes incluso utilizan los términos como sinónimos; nada más lejos de la realidad. El capitalismo, tal y como su propio nombre indica, se basa en la acumulación de capital, es decir, en el ahorro. Hay distintos modos de ahorrar: a través del mero atesoramiento físico del dinero o a través de la inversión, y, si bien es cierto que el atesoramiento a gran escala puede resultar perjudicial para la economía, esta práctica es rara a día de hoy (son pocos los que guardan su dinero en efectivo bajo el colchón), por lo que en su mayor parte el ahorro cumple la función de ser el motor de la inversión incluso aunque no se haga de forma consciente, porque los bancos o entidades en las que se deposita el dinero lo prestan rápidamente. Así, la inversión conduce a una mayor productividad, y esta, a su vez, a una mayor acumulación de capital. El ciclo capitalista, por lo tanto, premia la frugalidad al tiempo que alinea los intereses individuales con los del conjunto. El capitalismo es responsabilidad, todo lo contrario al derroche que supone el consumismo. El consumismo es al capitalismo lo que el nacionalismo al patriotismo o lo que el veneno a la medicina; es, en definitiva, la perversión y corrupción del capitalismo. 

Un ejemplo recurrente en la literatura económica sirve para entender mejor las diferencias entre el consumismo y el capitalismo. Pongámonos en la situación de un pequeño poblado de una isla perdida en el océano y cojamos a dos de sus integrantes, a los que llamaremos Keynes y Hayek, como referencia. Ambos tienen el mismo objetivo, el de trepar un árbol para conseguir fruta y no morir de inanición. También tienen los mismos recursos a su alcance: su tiempo, su fuerza y su ingenio. No obstante, cada uno opta por una estrategia distinta. Keynes opta por una estrategia de gasto y consumismo: dedica todo su tiempo a trepar al árbol y conseguir fruta cada día para saciar su hambre. Hayek, en cambio, opta por una estrategia capitalista de ahorro y acumulación de capital: dedica solamente una parte de su tiempo a trepar, por lo que conseguirá algo menos de fruta que su compañero, pero el tiempo restante lo dedica a innovar y construir una escalera. Al cabo de una semana, Hayek ha conseguido ahorrar y tiene un bien de capital en su poder: una escalera. Esta acumulación de capital le permitirá ser mucho más productivo que Keynes: conseguirá la fruta más rápido y podrá dedicar el resto de su tiempo a otras labores de producción y acumulación de capital. Esta vez, Hayek dedica mucho menos tiempo al día a conseguir su fruta con la escalera y el resto del tiempo lo invertirá en conseguir fruta adicional que utilizará para intercambiar con sus vecinos a cambio de que estos se ocupen de confeccionar herramientas útiles para la caza. Los bienes que obtenga de la caza podrá intercambiarlos, a su vez, por otros servicios provistos por otros vecinos que le ayudarán a construir una casa. Y así sucesivamente, en una cadena de progreso y bienestar sin techo aparente. De este modo, mientras Keynes se ha estancado consumiendo todos sus recursos sin margen para el ahorro, Hayek disfruta de las bondades que le ha proporcionado el sistema capitalista de acumulación de capital. Fue al darse cuenta de las exponenciales ventajas que ofrece la cooperación espontánea incentivada por el ahorro en un marco capitalista cuando Hayek acuñó su célebre aforismo sobre la división del trabajo: «Solo existen dos posibilidades: ser muchos y ricos o pocos y pobres».  

Pero en las democracias modernas, los sucesivos gobiernos, sean del color que sean, aborrecen las antiguas virtudes de la frugalidad y la responsabilidad. Como ya he explicado, el caso de España es especialmente grave: el nivel de deuda pública que ha acumulado es de 1,34 billones de euros, es decir, un 120% del PIB en el cuarto trimestre de 2020, lo que supone un total de 28.428 euros por ciudadano. No contentos con esto, los gobiernos han ido escalando además la situación fiscal del ahorro hasta extremos nunca vistos. Según la OCDE, al incorporar en su fiscalidad el impuesto sobre el patrimonio —una figura impositiva muy rara en la eurozona—, España se convirtió en uno de los países del mundo donde más se perjudica fiscalmente al ahorro. Lo advirtió el economista Juan Ramón Rallo cuando participó en la comisión para la reconstrucción social y económica en el Congreso de los Diputados; en su intervención apuntó que, en algunos activos financieros que se utilizan para ahorrar, el tipo marginal efectivo de gravamen aplicable supera el de su propia rentabilidad. En otras palabras, a estos ahorradores les es confiscado fiscalmente más dinero del que ganan con sus inversiones. Así, sin incentivos para ahorrar, España se abandonará progresivamente al consumismo. No faltará quien culpe de ello al capitalismo, pero lo que nos conviene no es menos capitalismo, sino más. De otro modo, igual que Keynes se estancó en esa isla perdida en el océano, nosotros correremos su misma suerte.


Foto: Imagen tomada durante el periodo de hiperinflación de Alemania, en 1923.