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El mundo entero es como un escenario

No hay ninguna explicación racional a la grandeza de William Shakespeare. Antes que él, no había ningún autor importante, exceptuando a Chaucer, lo cual también dificulta comprender cómo tantas obras geniales aparecen así, casi de golpe y atribuidas a una sola persona. Todas las teorías que intentaron demostrar que no existió y que sus obras se deben a otros autores fracasaron. No sólo es inexplicable su talento literario, reforzado por sus poemas narrativos y sus sonetos, sino que también lo es su talento dramático, la variedad de sus escenarios, repertorios y registros, la habilidad en el manejo de sus temas, así como la estructura de todas sus piezas teatrales. Demuestra también su extraordinario talento la inteligente astucia que tuvo al usar y alterar sus fuentes, tanto si procedían de las crónicas como de obras literarias o dramáticas. Comparar sus fuentes con sus obras es quizá la mejor manera de darse cuenta de su genio. Elimina e inventa personajes, altera las fechas de los hechos narrados acercándolas para conseguir la relación causa-efecto y ofrecer la credibilidad que Aristóteles exigía en su Poética, cambia su estructura y lo adapta todo a las necesidades del drama. Por si todo eso fuera poco, está su profundo conocimiento del alma humana y de sus pasiones: amor, ambición, amistad, venganza, avaricia, generosidad, alegría, tristeza, astucia, inocencia, etc. Su rival más cercano, de no haber muerto asesinado a sus veintinueve años, hubiera sido Christopher Marlowe. Y aun así, eso no deja de ser una suposición.

Para Shakespeare, el teatro no es más que una metáfora de la vida. Y la vida no es más que representación; no somos sino máscaras que, mientras vivimos, representamos un papel; o mejor dicho: varios. Y si acaso existiera alguna esencia, seguramente nuestras capacidades cognitivas no nos dejarían tener más que un oscuro conocimiento de ella. Lo único que podemos hacer, como máximo, es llegar a la aceptación de lo que somos o, con suerte, escoger lo que queremos ser y realizarlo, y aún así nos será muy difícil saber si lo que escogemos es fruto de un engaño o de una imitación.

Shakespeare sabía muy bien todo eso, y no pocas veces lo pone en boca de algún personaje, como por ejemplo el Jaques de Como gustéis:

El mundo entero es como un escenario;
mujeres y hombres no son más que actores,
todos tienen sus entradas y salidas.
Y durante su vida, una misma persona
puede representar muchos papeles.

A este fragmento le siguen los ejemplos: el niñito, el colegial, el enamorado, el soldado, el juez, etc. La última edad es la segunda niñez, el puro olvido, sin dientes, sin visión, sin nada. En esa obra, Shakespeare también nos presenta personajes obligados a representar un papel: vemos a una muchacha, a quien las circunstancias obligan a disfrazarse de chico y tiene que seguir representando ese papel cuando se encuentra con su  enamorado. Ahí Shakespeare hizo de la necesidad virtud, aprovechando a los chicos actores que tenía en la compañía, para que representaran los papeles femeninos, puesto que  en la época no se permitía que las mujeres aparecieran en un escenario. En esa obra, además, se divierte rizando el rizo:  vemos a un chico representando el papel de Rosalinda, que se ve obligada a disfrazarse de chico, y cuando está junto a su enamorado, le dice: «Imagínate que soy Rosalinda: cortéjame».  

En Enrique IV (primera parte), tenemos dos escenas, en las cuales Falstaff y el príncipe Hal se burlan del rey Enrique. En la primera vemos a Falstaff representando al rey, y, en la segunda,  es el príncipe Hal quien lo representa. Ambos actúan como si fueran los personajes representados. Shakespeare vuelve a divertirse haciendo que Falstaff y Hal se diviertan representando sus farsas, que, a su vez, divierten a los espectadores de la taberna, y, de paso, nos divierte a nosotros que lo contemplamos todo desde fuera.  

Teatro dentro del teatro, también lo tenemos, abierta y explícitamente, en Hamlet. Y es ahí donde lo representado sirve a unos fines concretos, como el de descubrir la culpabilidad de Claudio, con lo cual aprendemos que toda representación tiene utilidades diversas para nuestra vida personal.

Simplemente con acciones, Shakespeare nos enseña a tomar conciencia de que toda vida es representación de diversos papeles. Todos sabemos, o deberíamos saber, que algunas veces no hacemos más que representar, tanto si tenemos conciencia de ello como si no, y cuando no la tenemos, es que imitamos acciones vistas o palabras oídas. En realidad no hay ninguna esencia en el hombre, y eso aparece explícitamente en varias de sus obras, como en la escena de la abdicación en Ricardo II, y repetidamente en El rey Lear, donde el eje de los discursos está en una palabra clave: nothing. Nuestra esencia es la nada. 

Se ha elucubrado mucho si, dentro de esa concepción del teatro como metáfora de la vida, Shakespeare muestra su ideología, o permite que nosotros la podamos inferir. Lo que está claro es que en su obra lo corriente es que no haya más ideología que la que expresan sus personajes. A partir de sus dramas, es arriesgado atribuirle una determinada ideología. Sin embargo, algunos aspectos quedan claros. Por ejemplo, su aversión a la violencia civil, que aparece claramente tanto en sus obras históricas enmarcadas en Inglaterra, como, en miniatura, en la enemistad de dos familias que es el núcleo y la causa de la tragedia de Romeo y Julieta. Quizás también podríamos atribuirle su inclinación a favor de la felicidad y contra el dolor causado por la complejidad de la naturaleza humana. Pero la moralidad de sus obras no es nunca explícita: es siempre el lector (o el director teatral) quien la interpreta a partir de la combinación de su experiencia y de lo que la obra presenta. De ahí que a menudo podamos interpretar de distintas maneras sus dramas. Julio César, por ejemplo, se ha representado valorando unas veces a Bruto y otras a su víctima. 

Algunas veces, sobre todo en sus comedias, sí que aparecen temas que podríamos atribuir a sus convicciones personales. En Noche de Reyes, por ejemplo, vemos en todos los personajes el tema del autoengaño y de la dificultad de conseguir el conocimiento de uno mismo, con el ejemplo paradigmático de Malvolio, que se engaña constantemente y es el blanco de la burla de los demás. Pero lo curioso del caso es que ese tema del autoengaño no aparece nunca explícito en el texto. Somos los lectores que lo obtenemos a partir de la acción, pero lo obtenemos mucho más viendo lo que los personajes hacen que escuchando lo que dicen. 

Para precisar un poco más esa cuestión, es preciso decir que hay muchas diferencias entre la ideología o los sentimientos expresados por distintos personajes. Por ejemplo: en Ricardo II, el obispo Carlisle defiende, en la primera escena del acto cuarto, que el rey es rey por  la gracia de Dios y además afirma que ningún súbdito puede juzgar a su rey. Y también predice desastres en el caso de que se haga lo contrario, que es lo que sucedió cuando Bolingbroke, el futuro Enrique IV, destronó y ordenó matar a Ricardo. Efectivamente, el asesinato de  Ricardo fue el germen de muchas luchas civiles que culminaron con la mayor de todas: la Guerra de las Dos Rosas, en la cual lucharon las dinastías de Lancaster y York, pero los desastres de esta guerra tienen causas reales, y no solo la ideológica mencionada por Carlisle. Por elaborado y convincente que sea su discurso, sabemos, leyéndolo, que, además del eficiente poder de caracterizar al personaje, se defiende la ideología y los intereses del obispo. Lo contrario no sería creíble. Y no se nos ocurre ni pensar que Shakespeare estuviera de acuerdo con lo que dice Carlisle. 

Como contraste, en Macbeth tenemos el monólogo del protagonista, después de que le hayan notificado la muerte de su esposa, que era la personificación de su coraje. Y es entonces cuando Macbeth se siente perdido, y exclama:

La vida no es sino una sombra andante,
un pobre actor que, rígido, consume
el tiempo que le queda de la escena,
y luego ya no se le escucha más;
es un cuento que cuenta un idiota,
lleno de ruido y furia, significando nada.

Ahí está otra vez la palabra nothing (signifying nothing). El fragmento, naturalmente, tiene mucho sentido en su contexto, porque los versos de Shakespeare están siempre al servicio del drama. Macbeth sabe que su esposa ha muerto, y presiente su final. Y, sin embargo, intuimos que ahí hay una verdad que se puede generalizar por lo menos en estados de ánimo semejantes al de Macbeth. Con otras palabras no es un discurso que sirva sólo para caracterizar al personaje, sino que nos damos cuenta de que se trata de algo más hondo, que sale de una convicción del dramaturgo. 

Otra vez aquí el teatro como metáfora de la vida: una sombra andante que se mueve con rigidez, como un mal actor que espera que se le acabe el tiempo de estar en escena para que ya no se le oiga más. Y también un «cuento», es decir una ficción, pero contada por un idiota, con mucho ruido y furia, pero que no significa nada. Si intuimos que eso sale del alma del dramaturgo, y que no es sólo un pretexto para caracterizar a Macbeth, es porque Shakespeare nunca dora la píldora y siempre se enfrenta a la realidad expresándola sin ambages. No estamos aquí ante un discurso que exprese la ideología de Macbeth, sino ante algo experimentado personalmente. Y es el contexto lo que le permite atribuírselo al protagonista de la obra. 

Reflexiones sobre la vida hay muchas, en su teatro, y todas ellas salen de su alma, o de su manera de ver la vida. En La tempestad, nos dice aunque oblicuamente, por boca de Ariel, que la vida es una cosa extraña y rica (something rich and strange). Por lo demás, lo que nos interesa de Shakespeare es su obra, no su ideología. Intentar descubrir la ideología de Shakespeare no pasa de ser una diversión, y es como diversión que yo me he aventurado a mencionar esos fragmentos. 

Lo realmente interesante es que la grandeza de Shakespeare es realmente inexplicable. Aparece, como hemos visto más arriba, en un momento en que antes que él no había casi nada, exceptuando a Chaucer. Es, por consiguiente, la aparición repentina de un genio, un genio tan grande que ni siquiera se molestó en publicar su obra, como si nos quisiera decir con ello que en este mundo no hay casi nada que valga la pena, ni siquiera su obra, por más que nosotros, sin ella, seríamos mucho menos de lo que somos.


Foto: William Page, Portrait of Shakespeare (1873), via Folger Shakespeare Library