Editorial

La jerga incomparable de este siglo

Son tiempos de renuncias. El artista renuncia a la independencia del arte para transmitir, con sus instalaciones y sus espacios, los mensajes que han de halagar a los operarios de la opinión pública. Los medios ven en ello el progreso moral: «El arte no puede ser indiferente», titulan. Los responsables de los museos, por su parte, atienden el derecho del público a no ser ofendido, por lo que proceden a retirar obras maestras de la pintura y la escultura que han permanecido décadas o siglos en exhibición. En un proyecto de prefacio para Las flores del mal, Baudelaire responde así «a los que tienen interés en confundir las bellas acciones con el bello lenguaje»: «Yo sé que el amante apasionado de la belleza del estilo se expone al odio de las multitudes. Pero ningún respeto humano, ningún falso pudor, ninguna coalición, ningún sufragio universal me obligarán a hablar la jerga incomparable de este siglo, ni a confundir la tinta con la virtud». La renuncia, pues, no es nueva, pero sí se muestra más vigorosa y desinhibida que nunca porque cuenta con poderosos instrumentos para hacerse oír y no dejar hablar, y por supuesto no afecta solo a la creación artística. Se renuncia también a reconocer la exclusividad de la ciencia en el conocimiento positivo, como demuestra el hecho de que cerca de tres mil científicos de más de cuarenta países se hayan tenido finalmente que poner en pie de guerra para exigir a los legisladores de la Unión Europea que revoquen la directiva que permite la venta de productos falsamente curativos.  En tres siglos, la razón no ha logrado conquistar todos los terrenos en los que su presencia es exigible, y en algunos parece estar perdiendo terreno. No hay diferencias sustanciales entre la pseudociencia y la pseudopolítica, a la que suele llamarse populismo,  pues ambas parten de los mismos supuestos emocionales y se mueven igualmente en el plano de las creencias y no en el del pensamiento, y si bien la pseudociencia produce muertos ―como advierten los firmantes del manifiesto―,  la pseudopolítica también podría llegar a producirlos, como ya ocurrió en el pasado.  Lo que sin duda produce a buena marcha la progresiva renuncia a la independencia de la razón y el espíritu es esa jerga incomparable por su mimetismo y su sinsentido a la que, en esta segunda década del siglo, se le ha querido dar carta de naturaleza.