Pensamiento

Sobre la presunta universalidad del más allá

Es una idea compartida por la gran mayoría de la gente de hoy que en todas las culturas, actuales o pretéritas, primitivas o desarrolladas, podemos encontrar la necesidad de un más allá, que en todas partes se extiende la creencia de que a este mundo que vemos subyace (o sobre-yace) otro, que no percibimos pero que sostiene la débil presencia del que sí percibimos; que de algún modo hay algo más allá (o más acá) que transciende a los pobres mortales. Es, además, convicción de esa misma gente el suponer que eso ocurre porque es connatural al hombre cierta categoría antropológica de carácter universal, a la que podríamos llamar «religión», que comporta la posibilidad de otro mundo, de modo que, aunque pueden existir individuos particulares capaces de rehuir toda creencia, difícilmente podría existir una sociedad completamente ajena al más allá o, si se prefiere, ajena a dios, a un creador superior e incomprensible que se encuentra fuera de nuestro alcance, etcétera. 

Se dirá quizá que forma parte del trasfondo de toda cultura conocida el llenar aquello que se desconoce con relatos mitológicos acerca del origen del mundo, la naturaleza humana, la experiencia de la muerte, el espacio en el que habitan los muertos… Y en efecto, una primera aproximación superficial a otras culturas, y muy particularmente a culturas antiguas cuyo rastro solo podemos seguir a través de fragmentos enormemente maltratados por el tiempo, reafirmará la impresión de que no hay sociedad que no crea en un más allá, que no admita en alguna medida una existencia posterior a la muerte, que no ponga en manos de seres superiores de otro mundo el destino de los mortales. 

Así ocurrirá si nos informamos sobre Egipto, Mesopotamia, Grecia… y en general sobre culturas del pasado. Se nos dirá que los egipcios eran una civilización inclinada a la muerte, que los griegos creían en el viaje de las almas al Hades, que los hebreos creían que un dios único creó el mundo, y un largo etcétera de elementos de carácter presuntamente religioso que se creen perfectamente testimoniados en miles de documentos y monumentos. Junto con ello, es posible que se nos diga también que la única sociedad conocida que ha podido librarse de un más allá es la nuestra, y que la ciencia llegó para sustituir las explicaciones mitológicas de las sociedades primitivas y ofrecer una alternativa racional. Cuando se dicen tales cosas, se asume erróneamente que ciencia y mito compiten para dar cuenta de la realidad en un mismo sentido, y de ahí se van sacando conclusiones cada vez más inadmisibles.

En cualquier caso, se percibe la religión como una categoría universal y se pretende leer, en general, los textos del pasado en clave religiosa. Así ocurre tanto con aquellos textos que parecen discurrir sobre el origen y el orden del mundo, como con aquellos que presuntamente tratan de un más allá de la muerte. 

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Pero hablemos de algo más concreto: la Grecia Antigua. Allí todas las referencias a un más allá, lo sean a la muerte o al orden del mundo, de hecho, se construyen sobre la base de una división que en realidad puede considerarse uno de los fundamentos esenciales del pensamiento griego: la división entre dioses y hombres caracterizados como mortales e inmortales, de modo que se pone de manifiesto que lo significativo para determinar la diferencia entre ellos es precisamente la muerte. No deja de ser revelador, por cierto, que (al menos lingüísticamente, aunque seguramente haya algo más) sean los in-mortales (a-thánatoi) los que carecen de algo, y no los mortales. Comoquiera que sea, lo importante de esto es que el concepto de «muerte» no es el mismo en la Grecia Antigua que en nuestro tiempo, y que esa diferencia guarda una fuerte relación con el problema del más allá.   

La idea que queremos exponer es la siguiente: parece razonable afirmar que en la Grecia Antigua (hasta la muerte de Aristóteles) no hubo para nada, ni podría haber habido, creencia en otro mundo ni en una existencia después de la muerte, y que por lo tanto aquello que a menudo se interpreta como señales de creencias tales es en realidad otra cosa. Además, lo que sostenemos algunos, aunque tampoco se puede pretender ser capaz de demostrarlo en un artículo de estas dimensiones, es que la posibilidad de pensar el más allá nacerá precisamente después de la Grecia Clásica y por lo que sucede en el tránsito que conduce de Homero a Aristóteles, y no en otra parte, y que, por consiguiente, toda sociedad anterior se descubre como esencialmente no religiosa, si por religión entendemos un sistema de creencias que tiene algo que ver con un más allá, otro mundo, una existencia post mortem, etcétera. 

Si esto es así, habremos de asumir que cuando Sócrates, por ejemplo en la Apología o en el Fedón, nos habla de su existencia en un aparente más allá, en el Hades, o cuando Odiseo se comunica temporalmente con las almas de los muertos (en el canto XI de la Odisea), o cuando Anacreonte afirma que el Tártaro le da miedo porque «es certero para el que baja no subir» (36 Gent.; 395 PMG.), en todo ello no hay la convicción de un más allá, sino que se está hablando de algo distinto, pero de tal modo que a nosotros, que tenemos la posibilidad del más allá perfectamente asumida, nos parece que se trata efectivamente de un discurso sobre la vida después de la muerte y el otro mundo.

Lo que ocurre, sin embargo, es que de algún modo hay que poder referirse a lo que no es nada. Si hay que hablar de lo que no es nada en absoluto, ¿cómo podría evitarse hacerlo precisamente en los términos que en general empleamos para hablar de las cosas, de lo que sí es algo? De ahí que, por ejemplo, en muchos de los fragmentos griegos antiguos que nos han llegado, la muerte pueda ser explicitada como un viaje y la nada lleve el nombre de un lugar, por ejemplo el de «Hades», que será, y esto es importante reconocerlo, no una nada cualquiera, sino aquella nada que consiste en haber quedado solo la imagen, la figura, el reflejo de lo que ya no está. El Hades es, en ese sentido, no un lugar distinto, sino la ausencia de lugar que se constata a través de la pérdida de lo que hubo y ya no hay. 

En general, todos los textos griegos antiguos en los que aparece una referencia de ese tipo, ya sea a un presunto mundo de los dioses, ya a una existencia post mortem, ya sencillamente a un viaje hacia el conocimiento (estoy pensando en ciertos textos de Platón, como el famoso símil de la caverna, o en los fragmentos del Poema de Parménides), piden a gritos un giro interpretativo que evite la suposición teórica del más allá. 

En las interpretaciones que épocas posteriores hacen de los pasajes griegos antiguos, el más allá —es muy importante decirlo— no es solo, ni ante todo, aquel otro lugar que se cree identificar en los pasajes que parecen tratar de la muerte, sino también el espacio que aparece cada vez que se interpreta la diferencia entre el ser y lo ente como diferencia entre dos mundos o realidades, como camino que va de lo aparente a lo real, de lo falso a lo verdadero, de lo incierto a lo seguro (incluso: de lo malo a lo bueno, de lo feo a lo bello). Es decir, cada vez que se cede a la tentación de pensar el ser como si fuera una cosa más, a saber, la más perfecta, estable y segura, allí aparece la idea de un más allá.

El más allá es, pues, eliminar la diferencia entre ser y ente, interpretar el ser como ente. Eso no es lo que sucede en Parménides o Platón, pero es como se suelen leer estos autores. Vamos a analizar por encima algunos fragmentos para poder entender por qué decimos que allí no hay realmente ningún otro espacio hacia el que transitar.

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Veamos, en primer lugar, algunos de los versos del fragmento primero del poema de Parménides (1-5):

Las yeguas que me llevan me enviaban hasta donde el ánimo pudiera llegar pues, trayéndome, las diosas me hicieron pasar hacia un camino de abundante decir, camino que por encima de toda ciudad conduce al hombre que sabe. Por ahí soy llevado. Por ahí, pues, me llevaban las yeguas, que mostraban muchas cosas, tirando del carro, y doncellas orientaban el camino.

Se describe, efectivamente, un tránsito, un viaje, pero hay que fijarse bien en que las diosas o divinidades (daímones) no llevan al poeta hasta un lugar nuevo, sino hacia un camino, y es en ese camino sin término donde se mueve el poema. El camino se transita, pero no parece que sea para ir a otra parte. En el desarrollo posterior del poema se hace visible que el camino parte de «las estancias de la Noche» (dómata Nuktós), pero no se dirige particularmente a otra parte, porque las puertas de la Noche y el Día, y por supuesto la diosa, son el camino mismo, no su punto de llegada; no un lugar en el que tenga sentido habitar. De ese viaje, a todas luces, hay que regresar sin haber alcanzado la otra orilla.

No cabe duda de que toda la descripción, por entero, parece sugerir una revelación, y sin duda hay algo de eso, pero no demos por hecho de qué tipo de revelación se trata. 

En los últimos versos (28-32) se nos dice: 

[…] Es necesario que te des cuenta de todo, tanto del corazón inmóvil de la redondeada verdad (aletheíes), como de los pareceres (dóxas) de los mortales, en los que no hay genuina garantía (pístis). Pero igualmente también esto aprende: que las cosas que aparecen (tà dokoûnta) era preciso que fueran creíbles (dokímos), penetrándolo todo por todas partes.

Sea como fuere, hay dos elementos, «la verdad» y «los pareceres de los mortales». Aquí de nuevo es muy fácil dejarse llevar por la traducción y suponer que dichos pareceres son no otra cosa que las opiniones subjetivas. Sin embargo, las dóxai no son las opiniones, sino las cosas tal y como aparecen, y efectivamente son «de los mortales» porque los mortales son los testigos de ese aparecer, pero el aparecer es de las cosas, en ningún caso se trata de una impresión propia de los hombres que sería distinta en otra parte (por ejemplo, para los dioses o en sí misma). No es eso, por más que buena parte de la tradición haya querido leerlo así.  

El tránsito que se describe en este primer fragmento es, en realidad, la pura distancia que hay entre por un lado cada cosa, que aparece siempre como algo singular, y por el otro aquello que hace que cada cosa tenga ese carácter singular, es decir, la singularidad misma como tal, o, si se quiere, las cosas por un lado y el ser por el otro, si se entiende bien que en Parménides eso es algo que se descubre, no que se da por conocido. Las cosas son, desde luego, inseparables de aquello que las hace posibles, y aquello que las hace posibles no es una cosa más —no es cosa, no es ente—, sino ser. Y el ser es, de hecho, lo mismo para todas las cosas: por eso es inmóvil, redondeado (es decir, perfecto, sin fisuras).

Hay algo que se describe como un tránsito, pero que en realidad no es verdaderamente un desplazamiento (no es posible instalarse en el otro lado porque el otro lado no es realmente un lado), no tiene un punto de llegada: su destino es de hecho la vuelta sobre sí mismo, el retorno. En este caso, el retorno a las dóxai, a la presencia de cada cosa. Lo que siempre hay es lo ente, el ser mismo no lo hay (no es), y el mantenimiento de esa diferencia es esencial para abordar pasajes como el citado de Parménides y otros —alguno más comentaremos aún—, todos muy conocidos y generalmente muy mal leídos. 

Observemos en segundo lugar el símil de la Caverna de Platón (República, libro VII). La narración que allí se expone también se centra en un tránsito, en el movimiento que lleva a uno de los prisioneros a salir de la cueva. Está fuera de la pretensión de este artículo el análisis minucioso del pasaje, pero hay por lo menos algunos elementos que merece la pena señalar.

El movimiento es de retorno, el prisionero que se libera no permanece en el exterior, sino que vuelve para contar lo que ha visto. Sus ojos, acostumbrados a la luz del sol, no se adaptan inmediatamente a la oscuridad de la cueva, y eso provoca las burlas de sus compañeros, que no entienden su percepción. El objetivo del prisionero no es salir a la luz del día, instalarse en esa aparente otra realidad, sino dar cuenta de la distancia, hacerla evidente ante sus semejantes. Este es quizá el tipo de revelación que hay implicado en estos tránsitos (también en Parménides): ser capaz de darse cuenta y hacerse cargo de lo ente.

De nuevo, no hay trayecto, no se contempla la posibilidad de habitar en el otro lado, y de nuevo puede afirmarse que lo ente, las cosas, los «pareceres de los mortales», es todo cuanto hay, y que ese tránsito no es hacia otro lado, sino que es la pura distancia, el señalar hacia lo común de lo ente, y señalarlo, esencialmente, para que aparezca visto de otro modo.

Es evidente, sin embargo, que existe desde el comienzo la tentación de interpretar ese tránsito como un desplazamiento hacia otro lugar. El peligro reside en la comprensión del ser, «el corazón inmóvil de la redondeada verdad», como lo único que verdaderamente hay, lo único digno de ser considerado ente, precisamente por ser eterno, inmutable y perfecto; por ser lo único que permanece.

Ese peligro está en la esencia del movimiento descrito y en el modo de referirse a él, porque… ¿cómo hay que hablar de lo que no es de hecho nada? 

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La muerte no es un ejemplo más. La muerte es, en realidad, el asunto, uno de sus nombres esenciales. Para nosotros, los hombres de hoy, la muerte suele entenderse como un acontecimiento, algo que nos ocurre, un suceso que tiene lugar en la línea del tiempo exactamente en las mismas condiciones que cualquier otro suceso. En virtud de esa percepción admitimos —o no— la posibilidad de que algo venga después, pero se nos hace muy difícil pensar la muerte como el rechazo, la nada, el no-ser. Precisamente por esa razón no reparamos fácilmente en que lo que llamamos «muerte» no es en realidad sino aquello que está implicado en cada decisión que tomamos, en cada instante de la vida, precisamente como la abertura, la grieta a través de la cual cada cosa tiene lugar, si bien lo que siempre puede ocurrir, como fondo, es que nada tenga lugar. La muerte, si se analiza fenomenológicamente, no es un suceso, no es algo que ocurre, sino la posibilidad misma del ocurrir, en cuyo centro se encuentra precisamente la posibilidad de que el ocurrir mismo no tenga ya lugar. Vista así, la muerte no es sino el ser del hombre, la condición de la posibilidad de su presencia. De ahí que los griegos, que entienden la muerte precisamente como dejar de ser, cuando se atreven a poetizar a los muertos, lo hagan caracterizándolos como tenues imágenes, reflejos (eídola). 

La muerte no se percibe como un hecho, como algo que ocurre, sino precisamente como todo lo contrario, y es por eso por lo que se caracterizan, en la Odisea (canto XI), las almas (psykhaí) de los muertos como sombras de lo que fueron en vida, simples reflejos de lo que hubo; reflejos que, dicho sea de paso, probablemente se originan solo en el decir del poeta. Para entender el episodio del «descenso» al Hades quizá sea fundamental hacer una advertencia. Mientras que para nosotros la palabra «alma» admite ya la posibilidad del más allá, puesto que está en la definición misma de la palabra el que pudiera ser una cosa que existiera después de la muerte, en cambio no hay ni rastro de esa posibilidad en el término griego psykhé, ni en época arcaica ni tampoco en época clásica, y desde luego no tiene ese matiz en Homero. Las psykhaí que Odiseo «encuentra» en el Hades son eso: figuras de lo que ya no hay. Es decir: Odiseo no va al Hades, porque al Hades sencillamente no se va, y lo que hace la Odisea en el canto XI es mostrar en qué sentido no se puede ir al Hades, es decir, cómo no es un lugar, y por qué los muertos no son nadie ni la muerte nada.


Foto: Maestro del Dípilon, Vaso de cerámica, c. 750 a. C (Museo del Louvre), escena de rito fúnebre (prothésis), via Wikimedia Commons.