Destacado, Pensamiento

El Holocausto no enseña nada

Más o menos por las mismas fechas, a finales de 2023, aparecieron dos importantes ensayos sobre el Holocausto que, aun siendo obras de factura muy distinta en objetivos y procedimientos, coinciden en señalar como principal inquietud de sus respectivos enfoques la que, a pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo una cuestión mal digerida: la incómoda relación de la conciencia europea con lo que sucedió en el continente durante la Segunda Guerra Mundial. De uno de ellos, Aly Herscovitz. Cenizas en la vida europea de Josep Pla, de Xavier Pericay, publicado por Athenaica Ediciones, ya dio noticia La Puñalada en un artículo reciente de Roger Raurell. El ensayo parte de una investigación que el autor, en compañía de Arcadi Espada, Sergio Campos, Eugenia Codina y Marcel Gascón, llevó a cabo hace unos años sobre la vida y la muerte de una chica judía con la que Josep Pla, en su época de corresponsal en Alemania, mantuvo una relación amorosa. Pla dejó constancia de esa relación en un apunte de su obra Notes disperses. Entre otras cosas, dice de esa chica, de Aly Herscovitz, que convivió con él en Berlín, que era culta y buena conversadora, y que admiraba las virtudes patrióticas de Alemania. Y también dice que, habiendo ya perdido contacto con ella, «un movimiento fulgurante de la intuición» le hizo pensar, durante la Segunda Guerra Mundial, que Aly había terminado sus días en un horno crematorio, y aunque no consta que nunca llegara a comprobar tal desenlace, la intuición adquirió, años más tarde, el peso de una certeza, no sabemos si fue porque alguien se lo comunicó o porque, al no tener ya más noticias de la que fuera su amante, el paso del tiempo le hizo perder toda esperanza. De este enigma, de la imprecisa referencia de Pla —con lo que acarreaba de desconfianza hacia su presunta certeza (¿podía ser que Pla estuviese equivocado, o incluso que mintiera, y que Aly no hubiera muerto como él aseguraba?)—, surgió el afán investigador de Pericay y sus colegas, quienes, tras reunir una profusa documentación sobre los orígenes familiares, la vida y el destino de aquella mujer, lograron confirmar el final que Pla había dado por hecho: efectivamente, Aly Herscovitz fue asesinada en Auschwitz junto a más de un millón de personas, la inmensa mayoría judías; pero, más allá del interesantísimo proceso que les lleva a poner «cuna y tumba» a Aly Herscovitz —en expresión del autor y de Arcadi Espada, prologuista del libro—, el ensayo de Pericay, alternando los datos que va ofreciendo sobre el relato que conduce sus páginas con una acertada selección de textos de autores que han escrito sobre la tragedia, trasciende su valor documental al ahondar en el problema de la conciencia europea del Holocausto: no es posible sentirse europeo, con todo lo que se supone que esa condición representa de adscripción a unos valores de convivencia, ciudadanía, igualdad, libertad y derechos humanos, sin llegar a la plena comprensión de lo que significa el Holocausto, porque la inconcebible aniquilación de los judíos constituye una amputación, demasiado lacerante, de la identidad europea, y en contra de lo que suele darse por supuesto —la responsabilidad única del nazismo en lo sucedido—, implica a los distintos pueblos del continente por su innegable colaboracionismo y sus acusados antecedentes antisemitas. Entre las importantes reflexiones que hace Pericay al respecto, hay una que juzgo muy valiosa porque identifica con precisión la verdad de ese monumental genocidio y resume en pocas palabras el sentido profundo de su ensayo. Después de referirse al pensamiento que expresara Julien Benda en su Discours à la nation européenne (1932) según el cual Europa sólo podía construirse con presupuestos morales, es decir, con un sistema de valores propio, que es como se construyen las naciones, Pericay se da cuenta de hasta qué punto importa el dictum de Benda y hasta qué punto no es casual que fuera precisamente un judío quien lo pronunciase, pues los judíos, por su carácter transnacional, eran los únicos capaces de construir ese sistema moral. «Así, el Holocausto —concluye— sería la negación de la idea de Europa, la destrucción de su moral. Y lo que el grupo andaba persiguiendo con su trabajo, un intento de reparación a escala española. Un intento moral, desde luego». Tal vez, como ya apuntara Benda y recuerda Pericay, la constitución de un espacio político fundamentado en un sistema moral puede considerarse una forma de nacionalismo, pero se trata de un nacionalismo antitético de los otros nacionalismos, empeñados todos ellos en sustituir la irrenunciable universalidad de derechos por privilegios particulares de raza, etnia, religión o cultura. Y puesto que ambos nacionalismos son antitéticos, el triunfo de uno implica la negación del otro: el exterminio de los judíos constituyó sin duda el suicidio de Europa, como el colaboracionismo francés constituyó el suicidio de Francia, tal como constató Manuel Chaves Nogales en un pasaje de La agonía de Francia que recoge Pericay en este libro cuyo subtítulo, Cenizas en la vida europea de Josep Pla, parece aludir tanto a la tragedia de Aly Herscovitz, que es también la de millones de compatriotas suyos, como al rastro endeble que dejó en la obra de Pla la suerte de su amante. Sorprende al autor que un memorialista de tanta altura moral sólo dedique al Holocausto, en toda su obra, algunas frases esporádicas y que tampoco hable de su vida íntima más que con crípticas referencias imposibles de desentrañar. Estas dos circunstancias, que se combinan en el caso de Aly, hacen pensar a Pericay que Pla no llegó a ser un gran escritor europeo. Es un juicio discutible, pero tiene su razón de ser, pues Pla vivió en primera persona los grandes crímenes del siglo XX y, aunque no puede haber ninguna duda de lo que sentía al respecto, no deja de resultar extraño que nunca tuviese la inclinación de abordar el asunto con todas sus consecuencias. En Notes del capvesprol (Notas del crepúsculo en la traducción castellana del mismo Pericay), un libro escrito en sus últimos años bajo el signo de una fuerte amargura y un escepticismo radical, Josep Pla no dejó de expresar el horror que le produjeron las revoluciones, las guerras y las ideologías redentoras que las sustentaron. Y, sin embargo, algo le incomodó lo suficiente para no escribir sobre ese horror. A diferencia de los grandes escritores europeos que vivieron las mismas circunstancias, quizás pensó que no valía la pena.

El otro ensayo al que aludía al principio de este artículo lleva por título The Holocaust: An Unfinished History, lo ha publicado Penguin Random House y es obra del historiador británico Dan Stone. El libro incide especialmente en un aspecto del exterminio de los judíos europeos sobre el que, si bien ya se ha tratado profusamente en obras anteriores, arroja nuevos datos y nuevas consideraciones que deberían transformar definitivamente la percepción que los europeos tenemos del Holocausto: la decisiva colaboración de los países ocupados por la Alemania nazi en el señalamiento, la deportación y el asesinato de la población de origen judío. En algunos de estos países, la persecución antecedió a la ocupación nazi, singularmente en el caso de Rumanía, que bajo el régimen de Antonescu edificó su propio campo de la muerte. La participación en el exterminio fue muy activa en Hungría, Rumanía, Polonia, Noruega, Croacia, Eslovaquia, Ucrania y, por supuesto, en Francia, como señala Stone y como muestra Pericay en más de una ocasión, y particularmente cuando explica que, en el curso de la investigación que él y su equipo llevaron a cabo, descubrieron que Aly Herscovitz fue capturada en la operación contra los judíos que los nazis y los efectivos policiales del gobierno de Vichy realizaron en julio de 1942 y que se conoce con el nombre de la Redada del Ve’l d’Hiv (Velódromo de Invierno) por el lugar en el que se concentró a los judíos —hombres, mujeres y niños— destinados a la deportación y la muerte. Muchas de las personas capturadas en esta redada —más de 13.000— acabaron sus vidas en los campos de exterminio, pero Stone no deja de insistir en el hecho de que la humillación, tortura y asesinato de judíos se produjo también fuera de los campos con la cooperación, sumisa o voluntariosa, de las fuerzas policiales de los países ocupados, lo que no se corresponde con el imaginario que reduce el Holocausto a la Solución Final, por mucho que la industria de la muerte establecida en los campos se lleve la parte más numerosa del exterminio. Y nunca se habría llegado a este desenlace —Stone también insiste en este punto— sin la obsesión antisemita que los pueblos europeos cultivaron durante siglos y de la que el Holocausto no sería sino su inevitable conclusión. Cuando llegaron los nazis, muchos gobiernos europeos ya llevaban mucho tiempo soñando con la constitución de Estados nación étnicamente puros, y ese sueño no podía hacerse realidad sin convertirse en una pesadilla para los judíos, los gitanos y otras impurezas de sangre incompatibles con el delirio nacionalista. 

También se ocupa el historiador británico de la creciente banalización que, en las últimas décadas, ha padecido la tragedia judía en la industria del entretenimiento con un éxito notable de crítica y público. Stone define este fenómeno, al que llama el «embellecimiento del Holocausto», como «el elogio de los supervivientes y sus conmovedoras historias y el deseo de «aprender» del Holocausto», y añade que «el Holocausto no enseña nada, excepto que las pasiones profundas que no deben nada a la política racional pueden mover a los seres humanos a hacer cosas terribles». Es ésta una constatación importante, tal vez la más trascendente del ensayo de Stone, pues a pesar de su patente obviedad no parece haber afectado en absoluto las convicciones morales de la sociedad occidental, siempre tan proclive a trazar una sólida frontera entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal para situar en las primeras la esencia de lo propio: el rostro del nazismo, como el de los vampiros, no se refleja en los espejos en los que se miran los humanos.

De esta falacia se nutren las embellecedoras historias de esos libros y esas películas que permiten a sus receptores representarse como suyo el sufrimiento de los perseguidos sin caer en la cuenta de que los perseguidores surgen en toda ocasión de esa explosión de irracionalidad compartida en la que la buena gente, respondiendo en tiempos de crisis a la llamada de cualquier locura ideológica, se entrega a sus sanguinarias pulsiones miméticas. Así se explica el Holocausto y así se entiende que no pueda enseñar nada porque no hay nada que pueda prevenir ese impulso de rebaño enfurecido; cuando aparece empieza a crecer como un fuego imposible de controlar y al final las llamas de ese fuego arrasan con todo lo que la civilización había puesto en pie. A pesar de la innegable singularidad del proyecto nazi, el exterminio total de un grupo humano, el fenómeno se ha materializado en más de una ocasión —el Holocausto tiene sus dobles— y nada garantiza que no vuelva a suceder en un futuro próximo o lejano. Cioran lo advirtió de todas las formas posibles: cuando el hombre pierde la indiferencia y se deja arrastrar por una idea que adora como a un dios al que todo sacrificio es justo y necesario, entra en un proceso que le puede convertir en un asesino sin que ni siquiera sea consciente de su condición criminal y sin que la idea que le mueve tenga la más mínima consistencia. No, el Holocausto no enseña nada —y quién sabe si fue ésta la razón por la que Pla nunca quiso hablar de él—, pero sí muestra en crudo una parte sustancial de lo humano que no se refleja en el espejo.


 

Ilustración: Escena de un campo de concentración (1944). Óleo del pintor eslovaco Ľudovít Varga, asesinado en Mauthausen en 1945. Via Look and Learn.