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Deberían temer a Virginia Woolf

El personaje en el que se proyecta Virginia Woolf en Una habitación propia, ese ensayo suyo tan relevante para la causa de la igualdad entre los sexos como incomprendido o intencionadamente manipulado por el feminismo posmoderno, recibe una herencia de su tía el mismo día en que se aprueba el voto femenino en Inglaterra, y confiesa lo siguiente: «De las dos cosas ⎯el voto y el dinero⎯ el dinero, lo reconozco, me pareció infinitamente más importante». La sentencia resume con elocuente simplicidad el pensamiento de Virginia Woolf respecto a la condición de la mujer. Su feminismo, heredero del de John Stuart Mill, Harriet Taylor y todos cuantos en su momento se ocuparon seriamente de la situación del género femenino en una sociedad a la que podía llamarse genuinamente patriarcal antes de que nuestro tiempo pervirtiera el sentido de las palabras, no aspiraba ni más ni menos que a la plena igualdad, que no puede ser otra cosa que la igualdad de condiciones. De eso trata Una habitación propia en un estilo que funde lo irónico y lo satírico con lo poético y lo narrativo para dar al ensayo su propiedad de género literario. En él, habiendo constatado que en los últimos tiempos se han prodigado los libros de autores masculinos que hablan con desdén de las mujeres, lo cual se debe en parte a los recelos que despierta en algunos de ellos los logros legales conseguidos por la causa de la igualdad, no deja de señalar que el fenómeno se explica sobre todo como reacción a la campaña de las sufragistas. Si los hombres no se hubiesen sentido desafiados, aunque solo fuese «por unas pocas mujeres con gorros negros» ⎯piensa⎯ probablemente ni se les habría ocurrido reafirmar su masculinidad. Porque lo que no conviene a las mujeres es el victimismo, la queja, y la confrontación con el sexo opuesto. Ni les conviene ni les honra; una vez conseguida la igualdad, lo que deben hacer es reconocer la libertad que les garantiza la ley, confiar en sus posibilidades y esforzarse por llevar a cabo sus proyectos de vida. Es cierto que por aquel entonces aún quedaba camino por recorrer, pero el recorrido ya permitía abrir las alas y echarse a volar. Eso es lo que se desprende del pensamiento feminista de Virginia Woolf, que no puede ser más explícito en un pasaje como el siguiente, con el que, tras considerar las fatales condiciones de la mujer que las militantes de la causa suelen presentar como excusa para explicar la escasa aportación del género femenino al desarrollo de la civilización occidental, se acerca al final de su valioso ensayo: 

Hay algo de verdad en lo que decís, no lo voy a negar. Pero, al mismo tiempo, ¿me permitís recordaros que desde 1866 existen en Inglaterra dos centros universitarios para mujeres; que desde 1880 a una mujer casada se le reconoce por ley la posesión de sus propiedades, y que en 1919 ⎯de lo que ya hace nueve años⎯ se concedió a la mujer el derecho a voto? ¿Se me permite también recordaros que, desde hace ya unos diez años, se os ha autorizado a acceder a la mayoría de las profesiones? Si reflexionáis sobre estos inmensos privilegios y el largo período de tiempo que llevamos disfrutándolos, y sobre el hecho de que en estos momentos debe de haber unas dos mil mujeres capaces de ganar quinientas libras al año por uno u otro medio, convendréis que la excusa de la falta de oportunidades, educación, motivación, tiempo libre y dinero ya no se sostiene.
[Virginia Woolf, A Room of One’s Own. London, Penguin Classics, 2020 (1929), p. 92]

Lo que preocupa a Virginia Woolf en el camino hacia la liberación total de la mujer no son las restricciones que impone a su condición el dominio patriarcal, pues éstas, en la Inglaterra de 1929, el año en que publica su ensayo, ya han desaparecido lo suficiente, gracias a la evolución de la lógica democrática que impone el imperio de la ley, para que la mujer que así lo desee pueda desarrollar sus intereses profesionales y culturales en igualdad de condiciones; lo que le preocupa, por el contrario, es el desaliento victimista, por frustración y rencor, con el que se pretende justificar la renuncia a lo que la realidad del momento ya empieza a hacer posible. Es una actitud que el feminismo de nuestro tiempo nos ha hecho conocer demasiado bien cuando ya no queda nada justo por reclamar, pero que ya despuntaba en el de su tiempo. Su visión, como no puede ser de otro modo en una escritora y crítica literaria de unas cualidades muy superiores a las de la mayoría de sus contemporáneos, no se limita al ámbito social; son frecuentes en sus textos los comentarios ácidos de las obras de escritores, hombres y mujeres, que reafirman su pertenencia a una u otra identidad sexual, y si algo detesta en ese identitarismo es la queja. Lo deja claro en Una habitación propia cuando compara la actitud de Jane Austen de sobreponerse a las circunstancias y escribir su obra desde la distancia moral, con la actitud rebelde ⎯victimista⎯ de Charlotte Brontë en Jane Eyre, a la que acusa de permitir que la cólera empañe su integridad como novelista y que ello le haga abandonar el relato, al que debía su entera dedicación, para atender una queja moral. Por integridad, en la creación literaria, Woolf entiende la convicción que experimenta el lector de que el escritor le está diciendo la verdad. En su elogio de Mary Carmichael dice que «escribió como una mujer, pero como una mujer que ha olvidado que es una mujer, por lo que sus páginas estaban llenas de esa peculiar cualidad sexual que sólo aparece cuando el sexo no es consciente de sí mismo». Quiso decir con la referencia a ese olvido, análogo al esplendor de la belleza que no ostenta quien no sabe que la posee, que el escritor no puede situarse ante lo que narra más que en un plano de igualdad con lo real, lo que es incompatible con la explícita implicación personal ante los hechos que fluyen en un relato. En eso consiste lo que entiende por integridad ⎯que es lo que se manifiesta en grado sumo en las grandes novelas de Virginia Woolf⎯ , y no hay escritor digno de tal nombre que desconozca ese principio. La irrelevancia literaria del sexo de un autor ⎯algo que nuestra época rechaza hasta el ridículo con su celebración de la literatura femenina⎯ es una exigencia en la que Virginia Woolf no deja de insistir en sus ensayos, en especial en An Essay in Criticism (1927) donde dice que los más grandes escritores no hacen ningún énfasis en su condición sexual y, admitiendo que una cierta influencia de tal condición se puede hacer presente a veces en algunos autores, añade que todo lo que podemos hacer como lectores, seamos hombres o mujeres, es admitirla y contemplarla ⎯eso espera⎯ con perplejidad. 

Todo lo anterior viene a cuento de la reciente publicación en español de una amplia selección de los ensayos ⎯los artículos de teoría y crítica literaria⎯ de Virginia Woolf con el título, procedente de uno de los textos antologados, de El estrecho puente del arte. No recomiendo al lector que se deje seducir por esta edición, espléndidamente encuadernada, si puede leer los textos en el idioma original o si tiene a mano otras ediciones en español, aunque ninguna, según creo, es tan exhaustiva como esta que ha publicado Páginas de Espuma en traducción y edición de Rafael Accorinti. No la recomiendo porque contradice con deleznable desfachatez los puntos de vista de la autora en materia de feminismo. Si bien resulta impropio suponer en un autor que ya no está presente lo que hubiese opinado de las veleidades de nuestro tiempo, todo lo que escribió Virginia Woolf nos permite aventurar que rechazaría con ironía y hasta con sarcasmo la deriva que ha tomado el feminismo en las últimas décadas. Podemos aventurarlo porque esa deriva es una exacerbación de tendencias que Woolf ya observaba con desprecio en su época. Por lo que dijo cuando se refirió a la situación de la mujer y por su sentido de lo literario, por la enorme inteligencia narrativa que sostiene su obra. Nadie que no se mueva en la miseria autocontemplativa y la puerilidad ideológica podría dar por buenas las tesis y las reclamaciones de un feminismo cada vez más ajeno a la realidad, ni mucho menos Virginia Woolf, que miraba con desdén a «las mujeres con gorros negros», a pesar de que su causa ⎯a diferencia de las retorcidas aspiraciones de nuestro presente⎯ fuese justa y no dejara de compartirla. Sin embargo, el autor de esta nueva edición de sus ensayos se toma la libertad de someter el matizado pensamiento de la autora que antologa a la boba tiranía de lo que se ha dado en llamar «lenguaje inclusivo» cuando es, a todas luces ⎯y esa traducción lo demuestra con creces⎯ el lenguaje más excluyente que se haya inventado nunca. El despropósito no puede ser mayor: el traductor impone el género femenino al colectivo de lectores al que se dirige la autora, pero utiliza el neutro (el género gramatical que los inclusivistas confunden con el masculino) para todo lo demás, con lo que, al convertir el neutro en masculino, crea una oposición que destruye completamente el sentido del texto. Por ejemplo, en el ensayo que da título a la antología, «El estrecho puente del arte», Virginia Woolf reflexiona, entre otras cosas, sobre el interés de la crítica por la literatura del pasado y la poca atención que a ésta le merece la nueva sensibilidad que se manifiesta en la literatura del presente ⎯de la que ella misma forma parte en grado excelso ⎯. Es ésta, en su opinión, una literatura que no sabe muy bien hacia dónde se dirige, como no lo sabe en conjunto la sociedad de esos tiempos titubeantes en los que parece que todo esté en movimiento y todo deba reinventarse. «For it is an age clearly when we are not fast anchored where we are; things are moving round us; we are moving ourselves. It is not the critics duty to tell us, or to guess at least, where we are going?», reza el texto original, pero en la nueva versión castellana se convierte en:  «Pues claramente no son tiempos en los que estemos conformes; todo se mueve alrededor de nosotras; nosotras mismas nos estamos moviendo. ¿No es el deber de la crítica, pensamos, intuimos, dirigirse, más bien, hacia donde nos dirigimos?». Dejando de lado que Woolf ni intuye nada ni pide a la crítica que se dirija hacia donde se dirigen los escritores, sino más bien que ésta les diga hacia dónde se dirigen o que trate por lo menos de adivinarlo, el uso del femenino en la versión castellana excluye del fenómeno literario al que se refiere la autora a los escritores que comparten con ella la revolución narrativa del siglo XX y que son en su inmensa mayoría hombres. El despropósito se agrava por el hecho de que, a lo largo del texto, el autor del desaguisado traduce a veces the critic por «el crítico» y no por «la crítica», como cabría exigirle si pudiera exigirse coherencia a un delirio, con lo cual el texto de Virginia Woolf pasa de ser una interesante reflexión sobre las tendencias literarias del siglo XX y su repercusión en la crítica a una denuncia feminista en la que el patriarcado, encarnado en la persona de un crítico literario que uno puede imaginar ceñudo e intransigente, se muestra insensible a las necesidades de las mujeres escritoras.

En otro momento, al comentar la edición inglesa del primer volumen de las obras de Stendhal, Virginia Woolf dice de paso que los editores han publicado en hojas sueltas algunos fragmentos en los que el escritor francés habla sin tapujos de su relación con las mujeres por si el lector quisiera prescindir de ellos. En la versión castellana de Accorinti el párrafo se presenta así: «De hecho, el proceso es a veces tan franco que los editores han considerado mejor imprimir ciertos pasajes en hojas sueltas, que pueden quemarse o encuadernarse, a gusto de la lectora». ¿Hay que suponer que, en este caso, los editores patriarcales, en su afán por proteger la moral del sexo débil, optaron por hacer una edición especial para mujeres? En fin, con esta nueva edición española de los ensayos literarios de Virginia Woolf nos enteramos de que George Meredith fue en realidad una señora o que tal vez, sin renunciar a su venerable barba, decidió adelantarse a las leyes progresistas del siglo XXI y declararse mujer: «Pues, tanto Meredith como Charlotte Brontë, se llamaban a sí mismas novelistas», leemos en la versión castellana de Páginas de Espuma. Y creo que tan sabrosos ejemplos son suficientes para que tanto el lector como la lectora se hagan cargo de los logros alcanzados por el uso del lenguaje inclusivo en las páginas de esta nueva selección de los ensayos literarios de Virginia Woolf. Los responsables de semejante dislate, aprovechándose del hecho fortuito de que el inglés, a diferencia de las lenguas romances, no distingue el género gramatical más que en los pronombres personales de tercera persona del singular, decidieron convertir a Virginia Woolf en el adalid ⎯la adalida, tal vez⎯ de un feminismo que no llegó a concebir la desfiguración de las lenguas hasta unos cuarenta años después de su muerte. Con ello, dan curso a una traducción que en otros tiempos menos insensatos que los nuestros hubiese rechazado cualquier editor por su burda traición al espíritu y la letra del original, y lo hacen, por supuesto, con el patrocinio del Ministerio de Cultura y Deporte. Deberían temer a Virginia Woolf, que en estos momentos estará sin duda revolviéndose en su tumba.


Ilustración: Grupo de sufragistas (1916). Via Library of Congress