Reseña (elogio) de Elogio de la filosofía, de Gabriel Albiac.
Sobre un fondo negro, con los rasgos levemente difuminados, Edipo y la Esfinge mantienen, mejilla contra mejilla, una simetría sinuosa entregada a un lánguido abandono en el instante de quietud y calma tras el cual acecha el estallido. Justo antes de ser devorado por la Esfinge, Edipo abre los ojos. Ya no podrá cerrarlos. Cegado para siempre, vencido por un fogonazo insoportable, vagará sin remedio como el héroe que ha sido sacudido por un volcán de espanto, como el Hamlet que, según recuerda Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, ha conocido y siente náusea de obrar.
Surcando las aguas neblinosas de las apariencias, el filósofo se empecina en abrir fisuras de una claridad artesanal que señalen al Edipo devorado por sí mismo vestigios de un mundo de palabras y geometría. En tal navegación de retorno (a la caverna o antro de sombras que nos constituye en acuciante suerte), la escritura va dejando rastro sobre el rastro que determina los destinos del caminante. La tensión máxima de un pensar sin patria ni mitos se apresta a devastar en verbo afilado cuantas fantasmagorías constituyen esa poderosa sombra que, como a cualquiera, atosiga y asfixia. Tal escritura contra el ego despliega velas para «alejarse de la última orilla».
La obra de Gabriel Albiac sobre ese monumental malentendido que responde al vocablo filosofía, alcanza acaso su grado de mayor depuración literaria con Elogio de la filosofía. Profundizando en ese ejercicio de memorística y análisis que es En tierra de nadie, este encomio de la inteligencia se levanta sobre una apuesta fascinante, la hipótesis según la cual la filosofía es un lento destilado de los dilemas de la tragedia griega y las paradojas de los números sagrados. El desmenuzamiento meticuloso con que el lenguaje se defiende de sus propias trampas y aporías se edifica teórica e institucionalmente a partir del despliegue fastuoso de efervescencias conceptuales que Platón libera de su rutilante envoltura poética en la tragedia clásica griega. El sistema filosófico que opera en la obra de Platón sintetiza, según la lectura propuesta por Albiac, los vericuetos ontológicos, apenas formulados ya con enigmática pero fragmentaria lucidez por los presocráticos, que laten en el tejido alegórico y enunciativo de la tragedia. Además de la crisis de la metafísica matemática pitagórica y la consecuente apertura de la racionalidad geométrica en ejercicio, la literatura trágica fermenta las claves en que se configura el filosofar platónico. El despertar del búho o lechuza de Atenea, tras los bostezos de los mitos griegos y los parpadeos preplatónicos, encuentra su forma sistemática, pero indefinidamente irresuelta, en los diálogos, suerte de horizonte de desasosiego pertinaz en el cual se avivan los interrogantes dormidos en las narrativas sedimentadas por la memoria.
«Sólo se piensa en interrogaciones. (…) Y la filosofía no es (…) sino meditación sobre la paradoja constituyente del engaño escénico: lengua al acecho». (Elogio de la filosofía, p. 47)
Cada pregunta rescata una nuez sepultada bajo afirmaciones categorizadas institucionalmente, desvelando la impostura de toda letra que se tiene por sagrada y los pliegues, por la costumbre viciados, de la conciencia, viva vivisección hecha a base de mazazos o punzadas de lógica en forma de preguntas.
Albiac emprende explícitamente esa gesta intelectual y personal que obliga a diseccionar con palabras la cerrazón de las palabras. En posición de ataque contra el dogmatismo de clausura y sus variantes de banalidad digital, se erige esta revuelta (o doble vuelta o revolución) en todo momento amenazada por la tentación del nihilismo, del escepticismo y del pesimismo apocalíptico, que a todo acto de lucidez extrema acechan. Pero Albiac no cae aquí en esa trampa, de la que la necesidad misma de la escritura salva, pues ella impone el destino de poner palabras entre y sobre las tramas de una realidad que se escapa, pero que no es puro misterio.
Por ello habrá de navegar en tres direcciones que se entrecruzan y confunden. La obra presenta, en consecuencia, una cabal estructura triple que puede despistar al lector sin tensión: De veritate, De Deo, De homine.
Primero se abre la senda de la Verdad, pero en realidad se nos ofrece un tratado sobre la mentira y, en particular, sobre la lógica inexorable de la mentira, los mitos, la confusión, la ceguera y el error.
El segundo camino abierto es Dios, pero es un tratado de ateísmo católico lo que el lector puede recorrer. Comparece el Dios ausente que, en su vanidad ontológica, se hace presente y aun omnipresente en los lenguajes de los hombres. El ateo materialista transita hasta la celebración y consideración de las formas más elevadas de religiosidad con las cuales la conciencia humana protege el vacío de Dios, que la palabra Dios encubre, templos abandonados por fieles que buscan nuevos templos resguardándose así de su insoportable desamparo. Este acto de autopsia divina acontece en el marco de un ateísmo católico segregado por un rico imaginario escénico en el cual los iconos recubren ese agujero negro que los constituye, levantados sobre una arquitectónica filosófica de racionalización de la fe:
«Este que aquí escribe, lector, es un ateo católico. Lo cual juzgo hoy ser un elemental pleonasmo. Porque sólo en una religión del culto a figuras e imágenes hay lugar para asentar la ausencia de trasfondo detrás de imágenes y figuras». (Ibid., p. 87)
Pero un mundo sin dioses es acaso sólo un parpadeo, un instante, un resquicio en el tiempo. Como recuerda Flaubert, apenas hubo un chispazo de intemperie, un fugaz abismo de soledad humana, acaso un fulgor inaceptable de lucidez y orfandad enterrado pronto por la fuerza apasionada de una fe irresistible:
«No existiendo ya los dioses, y no existiendo todavía Cristo, hubo, desde Cicerón a Marco Aurelio, un momento único en que el hombre estuvo solo».
Pues el deicidio reclama de inmediato nuevas deidades (postizas, bastardas, mediocres, apresuradas, infantiles, bélicas, desarmadas, entregadas, patéticas, tecnificadas…) con la cuales saturar y suturar los irrefrenables anhelos de inmortalidad y hacer invisible, como la criada de Séneca, la ceguera voluntaria. En un mundo sin dioses el filósofo en activo es un soldado combatiendo la proliferación de fantasmas bajo el nombre de Dios, anunciando a los sordos la imposibilidad de lo sagrado.
Por último, el trazado del texto conduce al Hombre, pero es un tratado de lo inconsistente de la conciencia humana, del ego vacío que urde su ilusoria trama en la piel acartonada de un lenguaje condenado a la pesadilla de la diosa de Parménides, sueño de identidad y eternidad que convierte en sagrada, por repetición litúrgica y ritualización, la pulsión de muerte.
Entre estas tempestades, en este naufragio oculto enunciado por el propio náufrago, cuyo verbo posa en islas de literatura poética y filosófica, de pintura y arquitectura, como haciendo pie en el abismo, recóndito archipiélago de la razón común, la filosofía se entrega a un juego despiadado e irónico que hace de la tragedia inherente a cuanto tiene existencia un instante de belleza y sabiduría. Pues en el lenguaje se dilucidan y laten las aporías del decir verdadero, entre la imposibilidad de expresar verdades puras con verbo impuro, que se agita entre el dogma y lo trivial, cayendo como sucede hoy en la dogmatización y sacralización de lo trivial, y la necesidad de decir (y escribir) esa misma imposibilidad. Por ello, el minucioso puzle de palabras con que arrostrar la agreste realidad se teje de ficciones y metáforas, tropos y metonimias tomadas, al menor descuido, por conceptos científicos inmaculados o por verdades sublimes, intocables en ambos casos.
«Si nada es consistente, ninguna consistencia puede haber en decirlo». (Elogio de la filosofía, p. 36)
El arduo juego del filosofar es, en este punto, un acto de neurosis, un bucle que obliga a desmetaforizar metaforizando, depurando el artificio de la lengua, haciendo ficción verdadera, con(tra) la verdadera ficción. El juego y las metáforas ofrecen o abren esa distancia saludable entre el hablante y lo hablado, entre el viviente y lo vivido, en la cual el sujeto se diluye y la inteligencia comparece. Hundirse o ignorar esa distancia lleva a olvidar lo lúdico de la existencia, lo metafórico del lenguaje y, por tanto, a la ceguera fanática. Por ahí se abre la veta política, invisible en un primer o desatento vistazo, del libro que nos ocupa. En esta obra, la filosofía es una embestida genealógica y literaria contra los velos que los usos y costumbres y las jergas acatadas imponen a los más. Es una celebración de la lectura, un acto de escritura, vivida como destino, cuya esterilidad, como verbalizara Borges, es la medida de su carácter necesario, y de su grandeza. Es, por tanto, una batalla política contra la política.
Ilustración: Edipo y la Esfinge. Acuarela sobre papel. Obra de Niels Skovgaard, 1885. Via Look and Learn.