An Inconvenient Truth (Una verdad incómoda) es el título de un documental de 2006 en el que Al Gore, vicepresidente de los Estados Unidos en la administración de Bill Clinton, expuso sus tesis catastrofistas sobre el calentamiento global. El documental, de un patetismo alarmista poderosamente influyente en una sociedad dominada por las emociones, obtuvo varios premios, entre ellos un Oscar, y recaudó 50 millones de dólares en todo el mundo, de los que Gore debió de llevarse una buena parte con la que completar sus modestos emolumentos: según diversas fuentes, el caché que cobraba por conferencia en los años en que divulgaba sus profecías era de 175.000 dólares. Por si esto no fuera suficiente, en 2007 Al Gore fue galardonado con el premio Nobel de la paz por su decisiva contribución a la lucha contra el cambio climático. No tardaron los críticos en señalar las múltiples falsedades que contenía el documental, pero eso no fue obstáculo para que se exhibiera obligatoriamente en escuelas y universidades de todo el planeta, y se exhibía por supuesto con esa aura de entusiasmo adoctrinador, penitente y mesiánico que ha caracterizado todo lo que se refiere al cambio climático. Las nieves del Kilimanjaro se fundirían en los próximos años, las ciudades costeras se verían sepultadas por las aguas, los osos polares desaparecerían, la corriente del Golfo dejaría de circular, y todas las catástrofes naturales que ocurrían y ocurrirían en el mundo eran consecuencia del cambio climático. El culpable de todo esto era la humanidad (en concreto, el hombre blanco heterosexual y capitalista, precisarían más tarde los activistas del wokismo, el feminismo, el ecologismo y el comunismo), pero la redención sería posible si las personas conscientes de ese crimen se ponían en pie de guerra y lideraban la lucha por salvar el planeta. Sí, Al Gore fue la Greta Thunberg de la primera década del siglo y a él se debe en gran parte la locura de masas que se ha desencadenado después. No importa que casi todas sus predicciones hayan resultado falsas y que su documental no tuviese nada de científico; el combate contra el cambio climático, además de proporcionar grandes beneficios, a Gore y a todos los que siguieron su ejemplo, ha dado a jóvenes de todo el mundo un motivo por el que luchar, por el que destruir obras de arte en los museos, cortar carreteras y encadenarse en la vía pública, y esa hazaña bien merecía un premio Nobel. En los tiempos que corren no sorprende que algo así haya podido ocurrir, que una acumulación de suposiciones infundadas se haya establecido como una verdad revelada y que, a pesar de los desmentidos, no haya perdido un ápice de su prestigio. Se debe sin duda a la propaganda que ha sostenido y sostiene un entramado de intereses económicos e ideológicos que no proviene principalmente del activismo, sino de la industria de las energías renovables y de los poderes políticos, con la ONU al frente.
En el núcleo de esa propaganda se encuentra la afirmación, repetida hasta la saciedad por políticos y medios de comunicación, de que el 97 por ciento de los científicos aceptan las conclusiones del IPCC, el organismo intergubernamental auspiciado por Naciones Unidas para el estudio y la evaluación del cambio climático, que ha ido emitiendo informes anuales cada vez más tenebrosos hasta proclamar la «emergencia climática», que tras «cambio climático» y «calentamiento global» es ahora la forma más políticamente correcta de referirse al fenómeno. Sin embargo, no parece que esa unanimidad científica, ese 97 por ciento que impone silencio a cualquiera que, con conocimiento de causa, plantee sus dudas sobre la doctrina oficial, sea un dato que uno pueda tomarse en serio.
Si bien, desde las primeras manifestaciones sobre el apocalipsis climático a partir de los años setenta del pasado siglo, cuando las profecías sobre la destrucción del planeta aún eran una tendencia marginal, nunca ha dejado de haber científicos contrarios a las predicciones catastrofistas, en los últimos tiempos no son pocos los físicos, los geólogos y los climatólogos que han alzado su voz para poner en evidencia las afirmaciones del IPCC en las que se basan los gobiernos y los medios de comunicación para abundar en la emergencia climática. En 2019 un grupo de 83 científicos italianos de primera línea lanzó un manifiesto en el que, en franca contradicción con los informes del IPCC, declaraba que el dióxido de carbono (CO2) no es un contaminante, sino por el contrario un elemento indispensable para la vida en la tierra; que el origen antropogénico del calentamiento global es una simple conjetura deducida de modelos climáticos basados en programas informáticos de muy dudosa fiabilidad, y que la investigación científica ha establecido claramente la existencia de una variabilidad climática natural que los modelos al uso no son capaces de reproducir. En conclusión, el manifiesto pedía a las autoridades italianas que no se adhirieran a los programas de reducción acrítica del CO2 y que tuvieran presente que los combustibles fósiles tienen una importancia crucial en el suministro de energía para la humanidad, petición que constituye un gran escándalo teniendo en cuenta que la Unión Europea se ha propuesto llegar a una eliminación completa de las emisiones de CO2 en 2050.
El manifiesto de los científicos italianos tuvo mucha menos repercusión mediática que el sensacionalismo periodístico que sin ningún rigor atribuye cualquier fenómeno natural (aumento puntual de las temperaturas, huracanes, terremotos, deshielos, etc.) al cambio climático de origen antropogénico. Es cierto que fue impugnado por otros científicos defensores de los datos oficiales, pero si algo demuestra esta controversia es que la unanimidad de criterio en la comunidad científica es un invento político. En efecto, después de los italianos, numerosos expertos han expresado, a título personal, su escepticismo con respecto a la gravedad del cambio climático y, muy recientemente, en septiembre de este año, 1.600 científicos de todo el mundo firmaron una declaración en la que se pronunciaban en el mismo sentido pero aun con mayor contundencia. En ella, explican que el clima ha sufrido grandes cambios a lo largo de la historia del planeta y que es lógico que esté aumentando la temperatura global, puesto que en 1850 terminó la Pequeña Edad de Hielo iniciada en el siglo XIV. Este aumento ⎯constatan⎯ es mucho más lento de lo que se predijo; los modelos de análisis y evaluación que utiliza en IPCC tienen muchas deficiencias, exageran la incidencia de los gases de efecto invernadero como el CO2 y desestiman los beneficios de enviar este gas a la atmósfera. Finalmente, aseguran que no hay ninguna evidencia de que los desastres naturales se deban al calentamiento global. Por todas estas razones, los firmantes niegan que estemos ante una emergencia climática, consideran que hay tiempo suficiente para irse adaptando a los cambios que se produzcan en el clima y se oponen enérgicamente al programa de eliminación total de CO2 para 2050 que ha adoptado la UE por considerarlo un objetivo irrealista y muy perjudicial. «La ciencia del clima ⎯dice la declaración de los 1.600⎯ debería ser menos política, mientras que las políticas climáticas deberían ser más científicas».
Entre quienes apoyan esta declaración hay científicos de muy alta calificación y más de un premio Nobel. Por supuesto, ni el prestigio de los que la suscriben ni el hecho de que sean 1.600 implica que tengan razón, pues a diferencia de la política la ciencia no atiende ni al principio de autoridad ni al número de adhesiones que es capaz de atraer una determinada proposición, sino al rigor con que se formula, a su falsabilidad, a su racionalidad y a la reproducibilidad de los resultados experimentales en que se fundamenta. Ahora bien, se trata de profesionales que saben muy bien de lo que hablan, que remiten a las pruebas que se tienen de ello y que presentan argumentos difícilmente rebatibles. Ninguna de estas circunstancias ha impedido que se ignore su aportación y se eche al saco político del negacionismo, un término que apareció en los años ochenta para referirse exclusivamente a la negación del Holocausto y que actualmente se usa para acallar la disensión de quien se opone a repetir los dogmas de los poderes políticos y mediáticos, especialmente en lo que concierne al cambio climático. Es, de hecho, una variante institucional de la reductio ad hitlerum, la falacia argumentativa que introdujo el filósofo Leo Strauss y que consiste en calificar de nazi (o fascista o franquista) a quien opina de manera distinta.
Hace pocos días también se trató de negacionistas a dos científicos que publicaron un artículo para la Agencia de Estadísticas del gobierno noruego en el que se preguntaban si las simulaciones climáticas computarizadas permitían afirmar que el calentamiento global se debe a las emisiones de CO2 de origen humano. Les cayó encima una lluvia de insultos y acusaciones que casi lograron que la Agencia de Estadísticas, dependiente del gobierno noruego, pidiera disculpas por publicar el artículo. Los autores se preguntaban solo por el grado de fiabilidad de los modelos informáticos, que es algo que ha preocupado desde siempre a los mismos científicos que los utilizan; pero, como dice el columnista del Wall Street Journal Holman W. Jenkins al comentar la noticia, el pasmoso argumento de los críticos para lanzarse al ataque es que «se requieren insultos desenfrenados porque cualquier cosa que socave la confianza en los modelos climáticos socava el progreso contra el cambio climático». Nadie que no tenga una formación académica adecuada y una dedicación profesional al estudio del clima puede pronunciarse sobre la realidad y las causas del cambio climático ni sobre las medidas de actuación necesarias para combatir el calentamiento global. Quien firma este artículo no posee los conocimientos pertinentes para creer o dejar de creer lo que se divulga al respecto, pero constata que, más allá del hecho en sí, el mundo en el que vivimos se va decantando cada vez más hacia el autoritarismo, la anatemización de las opiniones libres, la corrupción de la ciencia ⎯el único espacio de racionalidad que se mantenía incólume⎯, la restricción de las libertades e incluso el control de la vida privada, pues a eso apuntan las agendas que aprueban alegremente los gobiernos democráticos para las próximas décadas. Si en 2006 Al Gore anunciaba una verdad incómoda forjada con mentiras y alucinaciones, hoy la verdad incómoda es otra, y parece mucho más objetiva.
Ilustración: Plaga de granizo y relámpagos. Grabado en aguafuerte de autor desconocido (1775/1779). Vía Look and Learn