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Alto voltaje de Chateaubriand

Cuando Sartre se dispuso a mear sobre la tumba de Chateaubriand en el islote frente a su Saint-Malo natal no daba un ejemplo de originalidad, porque en aquel tiempo el trascurrir generacional de toda literatura se basaba en matar al padre. Actualmente, es algo distinto dado que las nuevas generaciones desconocen a sus padres. Sucumbe lo que se llamó nación literaria, de la que Francia fue molde. Existía el escritor y luego el gran escritor, a cuyas exequias acudían cofradías, sindicatos, enemigos y damnificados. Tal vez sea necesaria una cierta hipocresía. Sartre odiaba el estilo del vizconde —ya se sabe que hay dos ramales de estilo, el vizconde que es Chateaubriand y el teniente que fue Stendhal— y optó por rociarlo con ácido úrico pero al final es inevitable que los meones acaben por ocupar la hornacina de los grandes maestros. Absténgase de leer a Chateaubriand quien no distinga entre un conservador y un reaccionario o prefiera la prosa asténica.

Pocas literaturas como la francesa saben hacerse su propia jardinería con tan buenos resultados. En las literaturas de vocación ampliamente civilizatoria, cada generación reescribe la historia de su literatura y es así como se combate el olvido y se recupera lo que se daba por extinguido. Es decir, cada literatura necesita crecer y expandirse, por supuesto, pero también releerse. Es de este modo como los clásicos se mantienen vivos: Chateaubriand, por ejemplo. Asiste al antes y el después de aquella herida abierta que fue la Revolución Francesa, como lo sería más tarde la Primera Guerra Mundial. Los personajes del Terror se creían salidos de una página de Plutarco, pero también Napoleón. Entonces Chateaubriand regresa del exilio y escribe El genio del cristianismo (1802) con un éxito espectacular en coincidencia con la voluntad restauradora del bonapartismo, monarquía aparte. Así triunfa como restaurador intelectual y estético de la fe tras su reencuentro con el catolicismo al volver en 1800. Chateaubriand, vizconde legitimista  ⎯Chateaubriand, el vizconde romántico (1944) de Miguel y Lorenzo Villalonga, debidamente inspirada de la biografía de André Maurois⎯, pronto se reconstituye como monárquico constitucionalista. En su gran ensayo sobre Chateaubriand, Marc Fumaroli argumenta que antes de 1789 la opinión pública seducida por la Ilustración no deseaba triunfar en otro marco que no fuese el de la monarquía y a su iniciativa. Pero los monarcas en el exilio no iban a fiarse mucho del vizconde, mientras Fouché y Talleyrand tiraban del ovillo. Luego, como ministro de Exteriores de Francia —por unos meses, como luego Tocqueville, envía los Cien Mil Hijos de San Luís a España para finiquitar el maltrecho Trienio Liberal y reforzar al ominoso Fernando VII—. En su correspondiente episodio nacional, Galdós esboza un retrato de Chateaubriand con gran uniforme, semblante pálido y cabellos estudiadamente desordenados, «un mirar tan vivo y penetrante», decaído, aunque no pasaba de los cincuenta y dos años: «Sonreía ligeramente y pocas veces, contrayendo los casi imperceptibles pliegues de su boca de mármol; pero fruncía con frecuencia el ceño, como una maña adquirida por la costumbre de creer que cuanto veía era inferior a la majestad de su persona». 

Chateaubriand fue siempre el gran señor del grand style, tanto como de la frase corta sobrecargada de electricidad, testigo de la Historia a la que hace algunas enmiendas porque el memorialista tiene cierto derecho a retocar los escenarios del pasado para que su propio yo tenga márgenes de maniobra y gloria. Chateaubriand —según Carlos Pujol— es el genio a rienda suelta, el fragor irresistible, y canta a pleno pulmón las mejores arias de su tiempo. Suya es la más temprana obsesión por «las frases perfectas» como expresión de la grandeza. Con esas frases perfectas como expresión de la grandeza culmina la Vida de Rancé (1844), y no son únicamente una energía estilística: también representan con todo el sentido la voluntad de un mundo. Rancé, el reformador de la Trapa: cuando el Duque de Saint-Simon se da cuenta de la amplitud que van teniendo sus memorias, le consulta, y el hombre de la Trapa no le incita a escribir un dietario, sino a compilar documentos sin expresar emociones por escrito, un signo de orgullo para con Dios. 

Ya entrado el siglo XX, en la América del Norte que Chateaubriand pisó en su juventud y que presenta con suntuosidad de exotismo romántico en los pieles rojas trágicos de Natchez (1826), asoma como sombra de su René y muy desde lejos El guardián en el centeno. Hasta ahora, el siglo XXI carece de un René, como de un Werther o de un Cándido. La posliteratura se desploma con la autoficción de la Nobel Annie Ernaux. Abunda ahora la novela híbrida poseuropea, modelo «prêt à porter», un «mix» que consiste en aliñar sin mucho sabor algo de Georges Perec, un poco de Las Vegas sacado de un folleto turístico, un toque posindustrial, mucho Twitter,  entremeses minimalistas, resaca de tequila, moteles mortecinos a punta pala, personajes exangües, sexo «kinky», ausencia de humor y amor, cementerios de plástico, ansiolíticos «new age», unas gotas de sangre Tarantino, argumentos con vacío tipo David Lynch y algo así como las facturas de un éxodo que ni tan siquiera comenzó. 

Cierto, Chateaubriand ajusta la realidad del pasado a las conveniencias de la memoria, pero lo comprende todo, satura de sus verdades el lenguaje, lanza la literatura por el tobogán de lo que es sublime y, paradójicamente, inteligente a la vez, fruto de un orgullo invencible. Si no se da hoy un puñado de escritores de tan alto voltaje como Chateaubriand quizás tenga que ver —como dice Andrew Robinson— con que a inicios del siglo XXI parece que el talento va a más y el genio va a menos, tanto en la ciencia como en el arte. En el trecho que va de las Antimemorias de Malraux a las Memorias de ultratumba de Chateaubriand queda patente que —entre otras tantas cosas— André Malraux también hubiese querido ser vizconde. Después del estructuralismo y la deconstrucción, es un parangón inútil. Quizás hubiese valido la pena seguir con la convicción de que todo es contemporáneo, incluso lo más contemporáneo. Manténgase que son de nuestro tiempo Balzac y Manzoni, Cervantes y Euclides da Cunha. En un epílogo cervantino se comprimen telescópicamente varios siglos. Un párrafo de Chateaubriand condensa pulpa y fulgor, nobleza y crueldad, impresionismo y síntesis, Cicerón y Bossuet, paisajes magnos, ambición romana, zigzag y voluta, énfasis y elipsis, astucia magniloquens y aspiración sagrada. 

Políticamente, la obra de Chateaubriand es una venganza por la ruptura de continuidad que representó la Revolución francesa. Pero su respuesta no es la reacción, sino el constitucionalismo. Con Napoleón es la ambivalencia; con el retorno de la monarquía es la política. Serán los años de Madame Récamier. El león romántico ya tiene ganas de reposar por unas horas en una celda trapense. ¿Dañaron la futura gloria de Chateaubriand sus escarceos abundantes con la política? Para Michel Crépu, su drama fue tener a imbéciles como amigos políticos. Época con estertores y letargos. El vizconde pidió favores a Bonaparte y al final acabó por denostarle profusamente. Son crueles las páginas en las que Napoleón explica por qué no se fiaba de Chateaubriand. Con la restauración de la monarquía, Chateaubriand se impone en el periódico El conservador, con una sagesse aún hoy aleccionadora. Muere a unos meses de la publicación del Manifiesto del partido comunista. Ni la nostalgia de un preorden imposible embriaga al vizconde: su genio está más allá de la añoranza de la pauta perdida y, a la vez, de la idea de un hombre nuevo. Conoce la humanidad, y sabe que sus propias flaquezas son las de todos.

Las Memorias de ultratumba —de publicación accidentada— dan fe de que si hablamos de tardoestilo no se trata de obras de viejos, a veces repetitivas y seniles. Tampoco de lo que se hace antes de silenciarse en una vejez taciturna. Lo tardío es creador y responde a una visualización de la muerte, cercana y personal. La propia vida aparece como una tierra extraña, lugar de exilio. Algunos enfatizan: la voz final viene de ultratumba, como quiere Chateaubriand. A la vez, con la energía terminal del inventor, esa voz se libera de obligaciones sociales y hasta de la misma herencia que es la obra. En tales ocasiones redescubrimos que la literatura es un organismo histórico y biológico, propietario de un sistema genético que nunca podría ser cuantificado como el mapa del genoma humano, y dotado de circuitos nerviosos que propagan energía y belleza. También puede ser maligno y violento.

A Chateaubriand hay que considerarle en lo que va del niño que escuchaba las olas en Saint-Malo a las callejuelas tortuosas de Jerusalén. Todos los desastres de la Historia pasaron al borde de los Santos Lugares, como una corriente turbia que arrastra reses muertas en un desierto santo, cuerpos inocentes asfixiados por el fango o enseres cuya utilidad se nos hizo ya desconocida por el paso del tiempo. Y mientras tanto, vistos desde la perspectiva tan lejana del espacio más remoto, esos Santos Lugares resplandecen y tienen su eco en todas las galaxias como un caudal de fuegos fatuos que, al sumarse en sus orígenes alcanza la debida naturaleza de eternidad. Templos derruidos, cuevas abarrotadas de manuscritos, palacios reconstruidos sin orden ni armonía, parajes pedregosos para agitación de sectas fanáticas, sepulcros oscuros, reyes que fueron jueces, pescadores que fueron príncipes, jóvenes carpinteros que eran hijos de Dios. Chateaubriand sobresale entre tantos escritores que viajaron los Lugares Santos y han dejado su huella en el antiquísimo palimpsesto de Tierra Santa, ese territorio áspero y ocre, cuarteado por la sequía, con Jerusalén como sede de la fe y la gloria, también del odio y del fanatismo. Parte para Jerusalén en 1806, pocos años después de publicar El genio del cristianismo. Su Itinerario de París a Jerusalén es de 1811. Al poco del viaje a Tierra Santa publica la novela histórica Los mártires (1809), en realidad, una epopeya —en prosa— de la fe en tiempos de Diocleciano, en el siglo II después de Cristo. No es una asimetría comparar el singular efecto Chateaubriand al rasgarse el velo de la revolución con las inciertas relaciones entre fe y literatura en la Europa de nuestro tiempo. La primera impresión de Chauteaubriand: «Quedé con la mirada fija sobre Jerusalén, midiendo la altura de sus muros, recibiendo a la vez todos los recuerdos de la Historia, después de Abraham y de Godofredo de Bouillon, pensando en el mundo entero cambiado por la misión del Hijo del Hombre, y buscando en vano ese templo del que no queda piedra sobre piedra. De vivir mil años no olvidaría ese desierto que parece respirar todavía la grandeza de Jehová y los espantos de la muerte».      

Es una de las grandes prosas de la historia de a literatura, con más calado existencial que la formalidad del grand style. Con Vida de Rancé, por ejemplo, es como si Chateaubriand quisiera purgar sus pecados, los de su vida y los de sus libros anteriores. Creía que el estilo es «una tierra natal, un cielo, un sol en sí mismo». Cuando hablaba de grand style, Middleton Murry  se refería al vocabulario —es el caso de Milton, que Chateaubriand tradujo— y a muchas otras cosas como «la naturaleza del tema, el mythos, si trata de figuras majestuosas o sobrenaturales». También, «la expresión de ideas generales sobre la vida». Es decir: «El poeta eleva el tono de voz de sus personajes sobrehumanos a fin de que sea así como aparezcan». Entre las Memorias de ultratumba y la Vida de Rancé todos los factores suman: el protagonista, la transcendencia y una posible catarsis final del autor. Con Chateaubriand el grand style no es un recurso, sino el resultado, la culminación, una conquista.


Foto: Retrato de Chateaubriand por Anne-Louis Girodet (1767-1824), via Wikimedia Commons.