Literatura

Ayudante de campo: una evocación

 A principios de 2019 viajé a Segovia para consultar en el Archivo Militar la hoja de servicios de mi padre. Nacido en 1923, José María Martínez de Pisón Gaztelu se libró por edad de hacer la guerra y tuvo que esperar a la reapertura de las academias militares para dar curso a una vocación que podía deberse, en parte, a la tradición familiar y, en parte, al entonces irresistible prestigio de la milicia. Mi padre fue un militar vocacional y tardío en una época llena de militares prematuros y a la fuerza. Fue también un militar de academia en una España de militares de ocasión, rebosantes de méritos de guerra. La suya debía de ser una vocación arraigada y sincera, dado que podía augurársele cualquier cosa menos una carrera meteórica. En 1947 alcanzó el empleo de teniente del arma de artillería, en 1951 el de capitán y en 1962 el de comandante. Sus veintiocho años, ocho meses y cuatro días de permanencia en el ejército (así consta en la hoja de servicios) se desarrollaron íntegramente durante la dictadura: se incorporó tres años después de la victoria de Franco y murió cinco años antes que él.

A diferencia de otras familias de militares, que vivían en bloques del ejército inevitablemente impregnados de atmósfera castrense, nosotros vivíamos en un piso normal en el centro de Logroño y no teníamos relación con ese mundo. Apenas si conservo recuerdos de mi padre como militar. Sí me acuerdo de mi madre anunciándole en alguna ocasión que le iba a preparar el uniforme de gala. Me acuerdo porque en la voz de mi madre se juntaban el orgullo de que su marido hubiera sido invitado a una ceremonia oficial y la inquietud por que algo pudiera fallar. Mi madre nos había aleccionado para que, cuando en el colegio nos preguntaran por la profesión de nuestro padre, dijéramos «comandante ayudante del general», lo que sonaba bastante más importante que comandante a secas.

Por la documentación del archivo sé que el general del que mi padre era ayudante de campo se llamaba Basilio Sáenz Aranaz. La única vez que, fuera de casa, vi a mi padre de uniforme estaba precisamente en compañía de su superior. Lucía este unas largas barbas blancas que le daban un aspecto algo excéntrico, como de otro siglo, y despedía un olor extraño, penetrante, parecido al pachulí. El encuentro se produjo en los soportales del Espolón. Mis hermanos y yo íbamos con mi madre. Campechano, el general se dirigió a nosotros para decirnos que, ahí donde lo veíamos, tan viejo, no era en realidad mucho mayor que nosotros, porque había nacido un 29 de febrero y solo cumplía un año de cada cuatro. Supongo que era su sistema para hacerse el simpático y que lo usaba con todos los hijos de todos sus subordinados. Lo que a mí me llamó la atención fue la actitud de mi padre, que asentía a las palabras de su superior con un gesto de sumisión y alborozo. No solo actuaba como si, al igual que nosotros, acabara de enterarse, sino que se comportaba un poco como nos habían enseñado a comportarnos a nosotros en presencia de adultos. Aquella mañana entendí oscuramente que la figura en torno a la cual orbitaba nuestra pequeña galaxia doméstica era apenas un satélite de otra galaxia mayor.

Para mí sus quehaceres como militar siempre fueron un misterio. ¿A qué se dedicaban, en tiempos de paz, los comandantes de artillería? Si alguna vez le interrogaba al respecto, solo sacaba en claro que mi padre no tenía trato cotidiano con la tropa: no, no era él quien, como en las películas, pautaba el paso de los soldados al grito de ¡un, dos, un, dos! Su jornada laboral se asemejaba a la de un oficinista (salía de casa a las ocho, regresaba a las tres), y en su hoja de servicios, en la misma sección en la que se le califica de «estudioso, capacitado y trabajador», se señala que «se distingue más en actividad administrativa». Así que supongo que, sí, el suyo tenía mucho de trabajo de oficina, con el habitual trasiego de formularios y expedientes, el ruido de fondo de las máquinas de escribir, las rutinas del papel de calco y la grapadora.

Ya he dicho que sus veintiocho años y pico de carrera se desarrollaron en su totalidad bajo el régimen de Franco. Mi padre fue, en puridad, un militar franquista, y estoy seguro de que, de no ser por su temprana muerte, eso habría acabado provocando algún tipo de conflicto paternofilial. Los años de la transición, que coincidieron con los de mi adolescencia, fueron años proclives al reproche entre generaciones. El hecho de que mi padre, al que siempre idealicé, no llegara en su momento a ser objeto de mis recriminaciones aplazó durante décadas una pregunta que prefería no tener que formularme: ¿fue solo un militar franquista? Porque en la generación de mis padres, por acción u omisión, casi todos fueron franquistas, pero la responsabilidad histórica de esa mayoría de españoles crecidos en la dictadura no igualaba la de quienes, por su condición de militares o policías, constituían el sostén del régimen, identificados con su naturaleza autoritaria, convertidos en una herramienta a su servicio.

En aquella visita de principios de 2019 a Segovia buscaba precisamente averiguar si mi padre había sido solo el militar que yo recordaba, con sus horarios de oficinista y sus tareas administrativas, o si en alguna ocasión había participado en operaciones vinculadas a la represión: escaramuzas contra el maquis, batallones disciplinarios, consejos de guerra, castigos ejemplarizantes, algo así. Para mi alivio, no hubo nada de eso. Los cincuenta y nueve documentos reunidos en el legajo resumen una trayectoria profesional más bien anodina, con sucesivos ascensos según estricto criterio de antigüedad, alguna modesta condecoración (la Cruz de la Orden de San Hermenegildo, «pensionada con 4800 ptas. Anuales»), unas pocas bajas por enfermedad, varios certificados de la Subpagaduría Militar de Haberes, las copias de las partidas de nacimiento de sus cinco hijos… Todo rutinario y previsible, menos una cosa: entre enero de 1952 y marzo de 1953 mi padre se encontraba en condición de «procesado» por haber matado accidentalmente a un hombre.

Para mí, descubrir aquello fue toda una novedad, y al instante creí haber dado con uno de esos ominosos secretos que hay en todas las familias, un secreto que mi padre habría procurado borrar de su pasado. Si alguna vez llegó a confiárselo a la que más tarde sería su mujer, mi madre, esta optó por seguir ocultándolo. Eso, al menos, era lo que yo creía. Me equivocaba. Al poco de viajar a Segovia convoqué a mis hermanos y les entregué una copia de la hoja de servicios. Cuando les anuncié como una gran revelación que nuestro padre había sido juzgado por un delito de homicidio por imprudencia, descubrí con sorpresa que todos estaban al corriente menos yo. ¿Cómo podía ser? Si de verdad eso nunca se había ocultado, el problema debía de ser yo, que por algún oscuro mecanismo del subconsciente me había esforzado por eliminar esa información, expulsarla de mi memoria y de mi vida. Lo acabo de decir: a mi padre, que murió cuando yo aún no había cumplido los diez años, siempre lo tuve idealizado.

El atropello se produjo en un punto muy céntrico de Logroño, la confluencia de la calle Muro de Cervantes y la avenida de Navarra. Por ese sitio habré pasado cientos de veces en mi infancia riojana: delante del Círculo Logroñés, que era donde se celebraban los banquetes (mi primera comunión), a solo unos pasos de la farmacia de mi tío Enrique, cerca también de la avenida del General Franco, actual avenida de la Paz, en la que mis abuelos tenían el viejo palacete familiar, que yo apenas si alcancé a conocer poco antes de que fuera demolido…

El 25 de julio de 1951, mi padre, de veintisiete años, recién ascendido a capitán, conducía su Montesa por las calles de Logroño. Marchaba a una velocidad moderada y por el lado correcto. Al doblar la esquina, viendo que había gente en la calzada, hizo sonar el claxon y redujo aún más la velocidad. Entre las personas que ocupaban la calzada estaba Hipólito Espinosa, jubilado de sesenta y seis años, que, dudando entre regresar a la acera o terminar de cruzar, rozó el extremo derecho del manillar y cayó al suelo. El contacto fue tan suave que la moto apenas si sufrió daños: solo se rompió una de las pretinas que sujetaban el faro. Mi padre se apresuró a auxiliar al herido y consiguió un coche en el que trasladarlo al Hospital Provincial, donde le practicaron las primeras curas. Atendiendo, según la sentencia, «a los deseos de la esposa», lo llevó después a su domicilio. La lesión en la cabeza no debía de parecer demasiado grave pero acabó provocando una meningoencefalitis, e Hipólito Espinosa murió el 12 de agosto, pasados dieciocho días desde el atropello. Mi padre, por su parte, fue absuelto un año y medio después, en febrero de 1953.


Foto: Montesa B-46 49 125cc 1946, via Wikimedia Commons.