I
En Retrato del libertino (Espasa, 1997), Antonio Escohotado habla extensamente de My Secret Life, las colosales memorias (más de cuatro mil páginas distribuidas en once volúmenes) de un autor inglés de finales del XIX que oculta su identidad bajo el seudónimo de Walter, aunque, según los estudiosos del caso, se trata de sir Henry Spencer Ashbee, un rico comerciante marítimo que dio la vuelta al mundo y que, suponiendo que a él hayan de ser atribuidas las confesiones de Walter, en el transcurso de su vida tuvo conocimiento carnal con unas dos mil mujeres repartidas por todo el orbe. De eso versa su obra, de ese conocimiento y de las reflexiones que de él pudo extraer sobre el asunto según su propia experiencia, sólo según la propia, pues le faltó la posibilidad de compararla con parecidos conocimientos ajenos. Cita Escohotado un pasaje del segundo prefacio de My Secret Life en el que el autor lamenta esa ignorancia de lo que les sucede a los demás en el combate amoroso y del que reproduzco el fragmento que me interesa:
¿Actúan así todos los hombres —besando, engatusando, sugiriendo impudicias, echando un tiento, oliéndose los dedos, asaltando y venciendo igual que yo? ¿Se ofenden todas las mujeres, diciendo «no», después «oh», sonrojándose, enfadándose, cerrando los muslos, resistiéndose, abriéndolos luego y entregándose a su lujuria, como han hecho las mías?
El feminismo contemporáneo, enemigo programado de la complejidad humana y de su constancia histórica, no puede dejar de ver en esa refutación del «sólo sí es sí» la confesión patriarcal de un abuso del que hay que borrar todas las huellas; sin embargo, cualquier respuesta sincera a las preguntas que se hace Walter no podría ser, en términos generales, más que afirmativa. Y aunque no hay ninguna tendencia de la especie que el ser humano no pueda contradecir con su comportamiento como individuo, sus palabras describen con fidelidad lo que ocurre las más de las veces en una relación heterosexual inicial o esporádica. Cambiar por decreto tales actitudes pertenece al campo de la ingeniería social, que no es sino uno de los instrumentos del totalitarismo, además de una pretensión condenada al fracaso: chassez le naturel, il revient au galop. No hay abuso en el asalto del hombre ni sumisión en los recelos de la mujer, porque una cosa y otra forman parte de un juego necesario y deseado por ambas partes, aunque sólo sea por instinto y aunque en algunos momentos del proceso cada una lo pueda vivir como una contrariedad. Es propio de ese feminismo que ha pervertido la noble empresa que le dio nombre confundir la virtud con el pecado, como ya hiciera antes el tradicionalismo puritano, pues hay que ser virtuoso para cumplir las exigencias del deseo observando las reglas que lo alimentan, sometiéndose a ellas con el tacto necesario para no malograr el propósito.
Escohotado cita también este pasaje de Aus den Memoiren einer Sängerin (Memorias de una cantante), atribuidas a Wilhelmine Schröder-Devrient, que dan sentido a la experiencia del autor de My Private Life:
Aguas tranquilas, aguas profundas. Por experiencia sé que entre las mujeres quienes parecen prometer mucho son justamente las más insensibles, incluso cuando cumplen sus promesas (…). Nosotras damos placer, y dejamos ver que eso nos hace dichosas; pero algo inexplicable nos impide confesar o dejar ver hasta qué punto gozamos. No creo que haya para eso otra razón que el difuso sentimiento de conceder al hombre sólo los derechos que ya tiene sobre nosotras, y no aumentar en demasía su poder. Es preciso que ellos tengan siempre algo que combatir, que vencer; es preciso que la mujer tenga algo para conceder, incluso cuando otorgó ya sus placeres supremos (…). Esto no es un simple cálculo por nuestra parte, es el instinto. La hembra animal se defiende, se retira, huye. El macho persigue, fuerza, domina. Cuando ha conseguido su meta, se aleja. Entonces la hembra le persigue, exige ayuda, protección y subsistencia (…). Creo que con esas luchas la naturaleza ha querido alcanzar el máximo de excitación, el más completo flujo de las valiosas savias, haciendo más perfecta la cópula. Por eso los hijos nacidos de un combate amoroso son más robustos que los nacidos de un matrimonio aburrido, «concebidos entre la vigilia y el sueño», como dice Shakespeare. La provocación y el rechazo son leyes naturales.
Wilhelmine —o quien fuera la autora de ese texto— responde así a las preguntas de Walter sin conocerlas de antemano, ya que su obra es anterior a la del activo navegante de comercio. Nada desorienta tanto al macho como los obstáculos que la hembra pone al cumplimiento de su función y que el feminismo contemporáneo interpreta primariamente como resistencia a la cultura de la violación, cuando son a todas luces la manifestación de un poder que devuelve a la que lo ejerce la dignidad de su condición, y obtiene de él la plenitud de su deseo por ese difuso sentimiento del que habla Wilhelmine. «Creo que con esas luchas la naturaleza ha querido alcanzar el máximo de excitación». Chassez le naturel…
II
No es feminismo que merezca tal nombre el que niega o mistifica lo que pertenece a la mujer. Pero ahora no se niega sólo el instinto básico, se rechaza incluso la constitución biológica de los individuos. Decir «el sexo asignado al nacer» es como decir «la cabeza asignada al nacer», y sin embargo no es algo que se oiga en los manicomios, que es el único lugar donde no sorprendería oírlo; se oye en boca de activistas y se lee también en el ámbito académico. Yo lo oí decir por primera vez a una especialista en Estudios de Género invitada a participar en unas «jornadas feministas» que tuvieron lugar en cierta facultad, y nadie del público, compuesto por estudiantes y profesores, pareció inmutarse lo más mínimo. La universidad vive en la locura.
¿Cuándo empezó todo esto?, se preguntan a menudo los pocos a los que la oficialización de los desvaríos no les hace perder la perplejidad. El feminismo contemporáneo ha reaccionado con contundencia al desafío del transgenerismo en el momento en el que se ha dado cuenta de que éste estaba dispuesto a quitarle lo suyo; no antes. Antes, esos feminismos de tercera y cuarta ola se dedicaron durante años a preparar el terreno con su propagación incesante de la ideología de género, un monstruo concebido en sus entrañas. «El género es una construcción social», advertían enfurruñadas quienes se definían como feministas, y ese principio, en el que residía el fundamento de su doctrina, se fue apurando hasta reducirse al absurdo: «El sexo biológico es una construcción social».
Que no hay diferencia alguna entre las facultades superiores del hombre y de la mujer, algo que antes de conseguir la plena igualdad de derechos negaban con ahínco quienes no estaban dispuestos a concederlos, constituyó la base argumentativa de los primeros impulsores del feminismo, en especial de John Stuart Mill y Harriet Taylor, que rebatieron con realismo e inteligencia la supuesta incapacidad femenina para desempeñar cargos públicos o acceder a oficios cualificados. Lo hicieron señalando con un discurso más preciso y articulado que los precedentes lo que otros ya habían señalado antes del siglo XIX ⎯singularmente, el fraile español Benito Jerónimo Feijóo en su emocionante Defensa de las mujeres⎯: que las actitudes, las habilidades y las disposiciones que se atribuían o se negaban al sexo femenino no eran sino el resultado de una acción social que había convertido en natural lo que era fruto de la educación y la costumbre. Algunos de esos atributos ⎯como, por ejemplo, el interés, supuestamente inherente a la mujer, por las «preocupaciones de tocador», como las llama Pardo Bazán⎯ podrían asimilarse a lo que el feminismo posterior ha etiquetado como «estereotipos», pero no está en la voluntad de los primeros feministas entretenerse en esa clase de simplezas ni mucho menos combatir las diferencias emocionales que quizás nunca sabremos hasta qué punto pertenecen a lo biológico o a lo social, y no deja de ser curioso que esos «estereotipos» con los que tanta batalla ha dado el feminismo de las últimas olas sean ahora precisamente la base del transgenerismo, pues cambiar de sexo comporta tanto aparentar los atributos biológicos como los estereotipos que se consideran propios del género con el que uno quiere ser identificado. Es esa una contradicción que no sólo está presente en el transgenerismo; también ha informado durante años los valores del feminismo, que no ha cesado de subrayar las diferencias al tiempo que negaba su condición innata: las mujeres ⎯han repetido hasta la náusea los voceros del movimiento⎯, por su mayor capacidad de diálogo y empatía, por su disposición a resolver conflictos en lugar de embrollarlos, son más adecuadas para la actividad política que los hombres. Pero, como decía, no eran esas simplezas lo que preocupaba a los primeros feministas, sino el hecho constatable por la experiencia y el sentido común de que las mujeres poseían la misma inteligencia y la misma capacidad que los hombres y que, en consecuencia, debían ser acreedoras a los mismos derechos y oportunidades. Su interés estaba en las facultades superiores del ser humano, no en los adocenados mimetismos que adopta cada uno en sus postureos.
Ya hay, pues, en el primer feminismo una denuncia de los que insisten en llamar natural, inamovible, lo que es el producto de la acción social, pero qué lejos queda esa denuncia del dogma según el cual el género (o incluso el sexo) es una construcción social. Para Mill y Taylor, si la mujer de su tiempo no parece tan dispuesta como el hombre a ejercer las facultades superiores es porque, a diferencia de éste, no ha sido educada más que para atender a las necesidades del hogar y cuidar de los niños. No obstante, cuando el pensamiento se transforma en ideología no tarda en convertir sus observaciones razonables en principios absurdos. Esa funesta perversión del pensamiento ha conseguido mantener su indecente prestigio, a pesar de las iniquidades, los despotismos y los asesinatos cometidos desde que la Revolución francesa pusiera en marcha la máquina de las ideologías. No pretendo aventurar con eso que el transgenerismo vaya a acabar produciendo masacres comparables a las de los dos siglos precedentes, pero de momento sus activistas ya han causado daños irreparables en multitud de adolescentes. El origen de esa insidiosa revolución está, como vengo sosteniendo, en la adulteración progresiva de lo que constituyó en sus inicios el fundamento de la argumentación feminista. También lo sostiene el profesor de Sociología de la universidad de Oxford Michael Biggs, quien, en un artículo publicado en la revista digital Quillette, proporciona datos muy significativos al respecto. Examinando el principio feminista según el cual toda diferencia observable en el comportamiento de uno y otro sexo tiene un origen exclusivamente social, Biggs se pregunta lo siguiente:
¿Por qué son los humanos las únicas especies de mamíferos en los que la evolución no ha producido diferencias sexuales en el comportamiento? ¿Por qué hay ciertas diferencias acusadamente uniformes entre las distintas culturas?
Tan pertinentes preguntas sólo pueden dejar de tener respuesta cuando el interrogado es un ideólogo y, en consecuencia, no puede aceptar que los hechos constatables se entrometan en su discurso finalista. Y el poder de los ideólogos ha alcanzado hoy en día tales cotas, que hasta se atreven a llamar «negacionistas» —precisamente «negacionistas»— a quienes se obstinan en afirmar los hechos.
Biggs señala que, siendo la socialización un fundamento frágil para la segregación de sexos, ha podido ser fácilmente explotada por el transgenerismo, que, al encontrar abonado el terreno para plantar sus banderas multicolores, ya no le quedaba más que recoger esos frutos del mal que, en todo el mundo occidental, ya llevan un tiempo envenenando el malestar y las confusiones de miles de adolescentes. Y no son tampoco irrelevantes los datos que ofrece Biggs en su artículo acerca de los adictos al movimiento: las filas del transgenerismo se nutren principalmente de jóvenes, en su mayoría mujeres, que poseen estudios universitarios y se declaran feministas, todo lo cual delata, en buena medida, su procedencia. El transgenerismo ha surgido de los mismos departamentos universitarios de los que surgieron las últimas olas del feminismo; de éstos saltaron al activismo —enormemente favorecido por las redes sociales—, y del activismo, a los programas políticos y a la legislación de los distintos países.
Mi argumento, en breve —concluye Biggs—, es que desde 1970 las feministas se han dedicado a serrar la rama de la que cuelgan. Negando las diferencias biológicas han erosionado involuntariamente la distinción entre macho y hembra, y eso es lo que ahora da carta blanca a un movimiento social que socava los intereses de mujeres y chicas.
III
Puesto que la universidad decidió, hace ya mucho tiempo, que los Estudios de Género no sólo debían tener sus propios departamentos, sino que debían estar presentes en todos los departamentos, no habiendo hoy en día nada más importante para la sociedad que la promoción primero de la mujer y después de las infinitas variantes de la condición sexual que cada cual siente como propia, las facultades contaminaron sus proyectos de investigación y sus ofertas de cursos de posgrado de cualquier especialidad con una nutrida inclusión de asignaturas relativas al género, y ello llevó a muchos dependientes del sistema académico a generar papers y más papers para las revistas de impacto, siempre muy dispuestas a priorizar cualquier elucubración que contenga las palabras mujer, LGTBI, género, transgénero, etc.
La falacia argumentativa Non causa pro causa (tomar por causa lo que no lo es) es un filón explotado hasta la saciedad por los Estudios de Género, etiqueta que ofrece en Google 15.800.000 entradas en español y 36.300.000 en inglés, y que, tanto por la propia paranoia de sus autores como por la necesidad que tienen éstos de engordar sus currículums académicos, no hacen en general otra cosa que inventar a cada nueva entrega formas cada vez más retorcidas de atribuir al patriarcado todo cuanto de malo acontece en el mundo. Tras señalar la responsabilidad del gran culpable en el calentamiento global, la última ocurrencia de esa clase de estudios es asegurar que el cambio climático aumenta la violencia machista. Así se consigue matar de un solo tiro al pájaro del CO2 y al pájaro del patriarcado. Los estudios que llegan a tal conclusión no vieron la luz, como se podría suponer, en una revista académica de escasa credibilidad, sino en The Lancet, una de las publicaciones de investigación médica de mayor prestigio en el ámbito internacional. El razonamiento que la sostiene, sin embargo, no posee más pertinencia que la que tendría afirmar que el uso del transporte público disminuye los insultos que profieren los conductores de vehículos o que la baja calidad del cine contemporáneo influye negativamente en la salud de los jóvenes porque fomenta el consumo de palomitas.
En realidad tanto la batalla del género como el activismo ecologista no son más que los instrumentos de los que se sirve la izquierda para marcar su territorio como se sirvió de la lucha de clases y el antiimperialismo hasta el hundimiento del imperio soviético, un cambio en su oferta de productos que les asemeja a aquellos comerciantes que, ante el hundimiento de su sector, se abren a nuevas posibilidades de mercado, y el transgenerismo no es más que la última novedad del catálogo. Lo que sorprende es que todo el espectro político se someta sin más a sus intereses. No parece que haya, ni en el centroderecha ni en los restos que quedan de la izquierda razonable, la más mínima voluntad de enfrentarse con contundencia a la irracionalidad que sustenta todo ese tinglado y sus devastadoras consecuencias. Que todo eso nos está llevando a una dictadura global lo corroboran hechos tan insólitos en la historia de la democracia liberal como que los profesionales de la salud mental, para no verse suspendidos de empleo y sueldo, cuantiosamente multados o definitivamente apartados de sus funciones —como les ha ocurrido a no pocos terapeutas en Estados Unidos y Canadá— se vean obligados a organizarse clandestinamente. Tal es el caso de la llamada Red Casandra, un colectivo de profesionales de la psicología que se ha creado en España para poder atender a los adolescentes con problemas de identidad sexual incumpliendo la ley que les obliga al «acompañamiento afirmativo», es decir a no intervenir con ninguna clase de exploración psicológica en la decisión de un paciente de cambiar de sexo, bajo la amenaza de tener que pagar hasta 120.000 euros de multa. Es esa, por mucho que la sociedad quiera ignorar su gravedad, una de las disposiciones de la Ley 4/2023, de 28 de febrero, para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI. Cierto es que los feminismos de tercera y cuarta ola, a pesar de sus excesos, nunca llevaron su desafío a los principios democráticos hasta esos extremos, pero estamos ya en un feminismo de quinta ola, pues eso es el transgenerismo, el fruto final de una alocada carrera hacia la desintegración de lo humano que, después de criminalizar la condición de hombre, ha visto ahora como la reducción al absurdo de su propia lógica le conduce a la paradoja de criminalizar también la de mujer.
IV
Me refería, en el segundo apunte, a la aportación decisiva de John Stuart Mill y de su esposa, Harriet Taylor Mill, a la conquista de la igualdad de derechos. Deja claro el primero en su alegato, The Subjection of Women (1869), que no pide ni privilegios ni proteccionismo para las mujeres, sino la eliminación de los privilegios y el proteccionismo del que gozan los hombres. Insiste, en ese sentido, en que la sumisión legal de la mujer, su reducción a la condición de menor o incluso de esclava, es la única exclusión que persiste en la legislación moderna de Inglaterra. No es absolutamente cierto, pues también los homosexuales eran discriminados y perseguidos por su condición, y, como señala Antonio Escohotado en el ensayo al que ya me he referido, tras los siglos en los que actuó la Inquisición, que no solo persiguió la brujería sino también la lujuria, «las revoluciones liberales dieron paso a un largo interregno que, en la práctica, resultaba casi tan peligroso para escritores y editores como la teocracia previa». Para escritores, editores y formas de vida que no se correspondían con lo oficialmente aceptado. Recordemos el caso de Oscar Wilde, condenado a dos años de trabajos forzados por relación ilícita en 1897, casi tres décadas después de que apareciera The Subjection of Women. Tanto el orden teocrático como el liberal vieron en la libertad sexual una de las formas del mal; y tampoco parece que la revolución feminista, en su intervencionismo de alcoba, se haya caracterizado precisamente por aceptarla sin más, por lo menos en aquellos aspectos que no convienen a su relato. Ahora bien, hechas estas salvedades, sí que es esencialmente cierto lo que dice Mill en su ensayo, y lo que impulsó su lucha, lo que le dio el más sólido fundamento, es la incongruencia del nuevo marco liberal de mantener a la mitad de los ciudadanos en un estatus de minoría de edad que les privaba de todo derecho.
Se trataba, pues, de conseguir para las mujeres los mismos derechos que poseían los hombres. Éste no era en modo alguno un proyecto de mínimos, sino la culminación del orden liberal. Una vez obtenidos esos derechos ya no habría razón para seguir reivindicando la igualdad. No obstante, después de décadas de haber logrado por fin la plena equiparación legal entre ambos sexos, no hay frases que se repitan con mayor frecuencia en las bocas feministas que «hay que seguir luchando por los derechos de las mujeres» y «aún queda mucho camino por recorrer para llegar a la plena igualdad», y si alguien dice con un razonamiento irreprochable (Alain Finkielkraut, pongamos por caso) que las mujeres ya tienen todos los derechos que se les pueden conceder, de inmediato se ve sometido a la furia de las activistas. Considerando lo que ocurre con las mujeres en otras culturas muy alejadas del sistema liberal —una atrocidad ante la que el feminismo occidental se mantiene impasible cuando no se muestra incluso colaboracionista—, no podemos por menos que ver en ello un comportamiento neurótico que recuerda la actitud de aquellas personas que, poseyendo grandes riquezas o disfrutando de buena salud, aseguran que se encuentran en la pobreza y que les asaltan todos los males, pero sobre todo revela una ignorancia completa de lo que constituye un Estado de Derecho, que no puede ni debe hacer otra cosa que conceder derechos universales sin discriminación, ni negativa ni positiva, de ningún tipo. Otra cosa es que la misoginia, la homofobia, la transfobia o el racismo persistan en determinados ámbitos sociales (y sin duda también existen la misandria y la heterofobia), pero el Estado no debe hacer contra eso, cuando es objetivamente comprobable, más que aplicar las leyes que, antes de la explosión de los identitarismos, ya garantizaban todos los derechos. Es inaceptable que la legislación establezca diferencias entre ciudadanos, que la Administración considere estructural la violencia machista y fuerce a adoptar, en empresas y universidades, protocolos contra el acoso sexual que proscriben el galanteo y hasta las miradas percibidas como lascivas o despectivas, o que el sistema de cuotas privilegie la condición sexual por encima del talento. No entenderlo así es abogar por la destrucción de la democracia liberal, que es lo que en el fondo se lleva tiempo intentando en éste y otros asuntos públicos.
No hay igualdad sin derechos universales. La discriminación positiva no sólo es una indignidad para con los hombres, cuya condición no es un pecado que deban expiar sino un hecho fortuito —como la pertenencia a una raza o la inclinación sexual, otras circunstancias en las que también se aplica la affirmative action o discriminación positiva—; también lo es para con las mujeres, pues se las supone de entrada incapaces de ganarse sus puestos en buena lid y sin la ortopedia del Estado protector. De hecho, quienes han llevado la discriminación positiva hasta el extremo de priorizar a las mujeres en el acceso a la universidad, de establecer la paridad en los consejos de administración de las empresas o de exigir cuotas de género y «lenguaje inclusivo» en las revistas académicas no parecen estar muy lejos en su concepción de la democracia de quienes sostenían en el siglo XIX que las mujeres, por su inferior capacidad intelectiva, no debían ocupar los puestos que tradicionalmente habían ocupado los hombres: en ambos casos hay un rechazo de la meritocracia y los derechos universales. Stuart Mill responde a los prejuicios antifeministas de sus contemporáneos que no se puede afirmar que las mujeres en general no se igualan a los hombres en las altas facultades mentales sin sostener que las más sobresalientes entre ellas son inferiores al más lerdo de los hombres, y añade como colofón:
Porque, si la función se ganase por concurso o por vía electoral, con todas las garantías de servir de salvaguarda al interés público, no habría que temer que ningún empleo importante cayese en manos de mujeres inferiores al tipo mediano viril o a la medianía de sus competidores del sexo masculino. Lo más que podría suceder es que hubiese menos mujeres que hombres ejerciendo tales cargos, lo cual sucedería siempre, ya que la mayoría de las mujeres preferirían probablemente la única función que nadie puede disputarles.
(La esclavitud femenina, trad. de Emilia Pardo Bazán revisada por Íñigo Lomana, ed. Siglo XXI)
Del mismo modo, podría decirse que el feminismo no debería temer que, en igualdad de condiciones, a una mujer capaz de desempeñar una función le pudiese quitar el puesto un hombre menos idóneo para ocuparlo. Si de lo que se trata no es de elegir a las personas más cualificadas si no de aumentar el número de mujeres, hábiles o ineptas, en la educación y los puestos de trabajo para satisfacción de una ideología ⎯y qué duda cabe de que se trata justamente de eso⎯, estamos ante una sinrazón que se ha elevado a dogma social contraviniendo el principio fundamental de la igualdad ante la ley.
En su comentario a la Convención por los Derechos de la Mujer (Worcester, 1851), Harriet Taylor detecta en algunas resoluciones una cierta tendencia al emocionalismo y a la exaltación de la idiosincrasia femenina. Da de ello dos breves ejemplos, la apelación a «la unión social y espiritual» y la exigencia de disponer de «un medio para expresar los puntos de vista moral y espiritualmente más elevados sobre la justicia». Aunque el resto de las resoluciones le parecen muy racionales y oportunas, se da perfecta cuenta de que, si esa tendencia se acabara imponiendo, el movimiento femenino vería entorpecido su avance, y conviene tomar nota de su augurio porque esto es sin duda lo que ha acabado ocurriendo: no parece que el éxito indisputable que ha conocido el feminismo en el presente siglo sea realmente un éxito del «movimiento femenino», sino más bien la perversión de un ideal que Harriet Taylor define de este modo en sus conclusiones:
Lo que las mujeres quieren es igualdad de derechos y una distribución equitativa de los privilegios sociales, no una posición social aparte o una suerte de sacerdocio sentimental.
(La emancipación de las mujeres, trad. de Íñigo Lomana, ed. Siglo XXI)
V
Emilia Pardo Bazán empieza el prólogo a su traducción de The Subjection of Women citando unos pasajes de Histoire de la littérature anglaise de Hyppolite Taine en las que el pensador francés reproduce un diálogo suyo con un colega inglés. A la pregunta de Taine sobre qué autor original puede exhibir el pensamiento inglés, su interlocutor le responde: John Stuart Mill. Taine no sabe de quién se trata. «Un político ⎯le informa el inglés⎯. Su opúsculo De la libertad es tan excelente como detestable El contrato social de su Rousseau de ustedes (…). Mill saca triunfante la independencia del individuo, mientras Rousseau implanta el despotismo de Estado».
Lo dice Taine, no doña Emilia, pero en un texto del mismo año (1892) leído en un congreso de pedagogía, la autora de Los pazos de Ulloa no pierde ocasión de manifestar en parecidos términos su convicción de que en la obra de Rousseau, concretamente en el Emilio, se perfila un despotismo de Estado que niega la educación a las mujeres:
La mujer, en su opinión, no ha sido creada más que para el hombre; no tiene existencia propia ni individualidad, fuera de su marido e hijos; es toda su vida alieni juri. Tan incapaz la juzga Rousseau de elevarse sobre cierto nivel, que cree que en las muchachas no hay que contar, como en los muchachos, con el natural proceso de los años.
(«La educación del hombre y de la mujer. Sus relaciones y diferencias». Este texto de Pardo Bazán y el resto de sus escritos sobre feminismo que cito aquí, incluyendo el prólogo a su traducción de Stuart Mill, se reproducen en Algo de feminismo y otros escritos combativos. Alianza, 2021)
A ello, Pardo Bazán no opone una reivindicación particularizada de los derechos de la mujer, pues entiende ⎯como Stuart Mill y Harriet Taylor⎯ que éstos deben incluirse en la corriente general de emancipación del individuo, de la que el feminismo no constituye sino una consecuencia. Su afinidad con las tesis de Mill la convierte en una liberal a fuer de individualista, a pesar de sus posiciones conservadoras, su cercanía al carlismo y su escasa simpatía por los liberales. Para profundizar en el complejo pensamiento de Emilia Pardo Bazán, remito al lector interesado a la muy estimable biografía que de ella escribió Isabel Burdiel (Taurus, 2019); por mi parte, me limitaré a decir que la escritora gallega, mucho más que conservadora, fue elitista en el mejor sentido de la palabra, aristocrática al modo en que lo fueron los mayores defensores de la libertad individual en el siglo XVIII. Nada de eso le impide juzgar con ecuanimidad ideologías que le son ajenas, pero su proyecto de vida, para sí misma y para la sociedad en conjunto, consiste en el rechazo de toda forma de colectivismo y en su confianza, como único medio impulsor del bienestar social, en la capacidad de cada individuo para desarrollar sus propias habilidades sin las coacciones y las trabas de la sociedad y el Estado.
Sin que ciertas peticiones del socialismo me parezcan injustas, tengo poco de socialista y menos de comunista e internacionalista; el individualismo y el diferentismo son para mí ideales supremos de la perfección humana.
(«La mujer ante el socialismo, de Augusto Bebel»)
Si por individualismo entiende el derecho de cada ser humano a vivir su vida como le plazca, por diferentismo entiende el derecho de cada pueblo a vivir según sus propias costumbres. El único límite es la ley, que debe ser igual para todos. Su idea de libertad depende de ese individualismo y ese diferentismo. La define muy bien su biógrafa Isabel Burdiel: «Como para Madame de Staël ⎯con quien Emilia Pardo Bazán llegaría a tener tantas concomitancias biográficas⎯, la libertad no significaba otra cosa que restablecer la desigualdad natural frente a la desigualdad artificial del privilegio». No obstante, doña Emilia no cree que para la liberación de la mujer sean suficientes las disposiciones legales, y aunque observa que el peor enemigo de esta causa está en las actitudes sociales, mucho menos aun cree, como se puede deducir de sus declaraciones, que los avances se hayan de producir mediante la protección de las mujeres, lo que las seguiría manteniendo en una minoría de edad. Piensa, como los anarquistas, que la libertad no se implora, se toma. En una entrevista que concede a la revista La Esfera en 1914 manifiesta así su posición al respecto:
Mi obra, para abrir las puertas españolas al feminismo, ha sido solamente personal: dando el ejemplo de hacer todo aquello que puedo, de lo que está prohibido a la mujer. (…) No cabe duda, que si muchas mujeres siguieran mi ejemplo, el feminismo en España sería un hecho.
(«Emilia Pardo Bazán», entrevista del Caballero Audaz)
En las novelas de Emilia Pardo Bazán, las mujeres aparecen sometidas a lo que en el siglo XIX sí se podía llamar sin abusar del lenguaje orden patriarcal, ya sea con desesperada resignación o con la pasividad rutinaria que observa en la mujer rural de su tiempo. Tal vez sólo uno de sus personajes femeninos, por lo menos en lo que a audacia y convencimiento se refiere, se aprecia lo suficiente a sí misma para no doblegarse a un destino de sumisión y anulación; es uno de los dos protagonistas de Memorias de un solterón (1896) y se llama Feíta, no porque carezca de atractivos físicos, sino porque sus hermanas le asignaron ese malintencionado diminutivo de Fe, su nombre de pila. Huérfana de madre, Feíta comparte su vida con su padre y sus hermanas, y a diferencia de éstas, no desea encajar en una sociedad que trata a la mujer como un bien del hombre y no como un ciudadano libre, y ni pensamientos tiene de conseguir algún día un maridito que la mantenga y la proteja, como le hace saber a don Mauro Pareja, el narrador de esas memorias ficticias, cuando éste le sugiere que se busque un esposo como solución a sus estrecheces económicas: «¡Rayo en los mariditos mantenedores! Además, ¿de dónde saca usted que quiero recibir de nadie lo que puedo agenciarme yo misma?» Feíta es una mujer que desea abrirse camino sin la ayuda de nadie, algo realmente heroico en el siglo XIX, y que quiere ilustrarse por su cuenta ya que la sociedad no le ofrece la educación que facilita a los hombres, por lo que procura hacerse con todos los libros posibles y lee sin interrupción. Mauro Pareja vive en una casa de huéspedes cuya propietaria heredó una espléndida biblioteca de la marquesa a la que sirvió gran parte de su vida. Feíta, en sus ansias por independizarse, busca trabajo como profesora particular y consigue que le confíen la educación de dos alumnos uno de los cuales vive en una zona muy alejada de su barrio, lo que le da ocasión de recorrer sola un largo trecho de Marineda, la ciudad que en la novela representa La Coruña, disfrutando de la libertad que le da su nuevo oficio. El otro alumno reside en el piso de arriba de la casa de huéspedes, y la patrona pone su biblioteca a disposición de la chica. En su primera visita, Feíta le expresa a un Mauro desconcertado por su presencia en la casa la enorme alegría que le proporciona verse dueña de sus pasos, sentirse por fin libre. «¿A qué llama usted libertad?», le pregunta Mauro. «¡A salir, a andar sola… a no depender de nadie! ¿Lo oye usted? ¡De nadie!», responde ella. Poco a poco van trabando una estrecha amistad no exenta al principio de los sarcasmos de la chica y los recelos del solterón, quien sin embargo no tardará en pasar de la reprobación moral a la admiración y el enamoramiento. Reprobación inicial de la actitud vital de una mujer que se atreve a considerarse una individua; admiración por lo mismo que causaba su desconfianza cuando se da cuenta de que lo que comparte con ella es precisamente esa obstinación por no depender de nadie; no en vano ha confesado insistentemente al lector que si él permanece soltero es para no tener que rendir cuentas a nadie ni sufrir los engorros de la vida en familia.
Cuando Feíta, por fin, consigue tomarse parte de la libertad que desea gracias al dinero que percibe de las clases, le confiesa a Mauro que antes de que eso sucediera sentía un desapego total por su padre y sus hermanas, y no le preocupaban lo más mínimo las desventuras que padecían sus familiares, pero en cambio, desde que se sentía libre, se había dado cuenta de lo perversa que era su actitud y había empezado a interesarse mucho por la familia. Ejemplifica este diálogo otra de las convicciones de Pardo Bazán según la cual las personas se vuelven más generosas cuanto más conquistan su autonomía, y esa sería una de las consecuencias de implantar un feminismo sin redes de protección. Al escuchar la confesión de Feíta, Mauro le dice que es natural ese interés suyo por la familia: «¿Dónde habrá cosa que para usted valga más que su padre y sus hermanas?» A lo que responde la chica:
(…) Ha soltado usted eso lo mismo que soltaría una verdad de Perogrullo …¡y no es sino una insigne patochada. La cosa que más me interesa a mí es Feíta Neira, y a usted, Mauro Pareja. Después, lo que sigue. Pero antes, el número uno.
Feíta es la única mujer en la novela que decide dirigir su propio destino; no porque se sienta llamada a defender la dignidad de las mujeres, sino porque cree que la vida sólo merece la pena si se vive desde la condición de individuo, lo que le da la fuerza moral necesaria para rechazar el destino que le ha sido impuesto por nacimiento y tomarse la libertad por su mano.
Esa voluntad de realizarse uno mismo superando con la propia iniciativa los obstáculos que la sociedad pone al libre desarrollo personal, ese acento en lo individual, proyecta el feminismo de Pardo Bazán hacia un futuro que debería ser inmediato y en el que el regreso al individualismo que propugna la escritora a finales del XIX se impone como el único antídoto posible para acabar con ese feminismo opresivo disfrazado de liberación que, en pugna con el transgenerismo, ocupa ahora los espacios de poder más decisivos. Tal movimiento contrarrevolucionario significaría una restitución de los valores que inspiraron las ideas liberales aunque, aparentemente, la muy liberal doña Emilia no quisiese saber nada del liberalismo. Sin embargo, no veo en el horizonte de Occidente nadie dispuesto a librar esa inaplazable batalla.
Ilustración: El género másculino/El género femenino. Henry Kinsbury (finales del siglo XVIII). Grabado con toques de acuarela. Via Lokkandlearn.