Destacado, Pensamiento

Las que más sufren

La oleada de protestas en defensa de los derechos de las mujeres y contra la represión en Irán ha sido sin duda uno de los acontecimientos más emocionantes de la actualidad. No hay que engañarse, la decepción de las Primaveras Árabes podría repetirse, pero impresiona ver a hombres y mujeres unidos contra la República Islámica como no sucede en ningún otro país musulmán, arriesgando sus vidas para mostrar su rechazo al régimen que en septiembre del año pasado asesinó a Masha Amini por llevar descubierto un mechón de cabello. Pese a que el gobierno de los ayatolás ha reprimido las protestas con toda su virulencia –el día que escribo estas líneas, tres hombres han sido ejecutados en Irán–, todavía hoy los iraníes siguen desafiándolo con gran coraje bajo el lema «Mujer, Vida, Libertad». 

Parte del triunfo de las protestas se debe a las redes sociales, que han enseñado a muchos jóvenes que otra vida es posible y a través de las cuales es más fácil encontrar complicidad. La activista somalí Ayaan Hirsi Ali ve en esta tecnología una oportunidad para la reforma que el islam necesita con tanta urgencia, de la misma forma que la invención de la imprenta propició la reforma protestante. Pero también las redes han facilitado enormemente el trabajo de los reclutadores del Estado Islámico; en otras palabras, la reforma no es algo inevitable ni seguramente inminente, pero los disidentes lo tienen hoy mucho más fácil para encontrar a otros opositores al régimen y emprender juntos un camino que pocos se atreven a recorrer en solitario.

Hace sólo un par de décadas, Yasmine Mohammed, una activista exmusulmana que vivió una vida regida por la sharía en el progresista Canadá, tuvo que luchar por liberarse del yugo del islam completamente sola y amedrentada por los chantajes de su madre, las palizas de su padrastro y la eterna amenaza del infierno. Ni siquiera contó con la ayuda de su país. De niña, tuvo que ver cómo sus denuncias de malos tratos –que eran exactamente torturas– fueron archivadas cuando logró reunir el valor para denunciarlos: la justicia estimó que los golpes en su cultura eran algo habitual. 

La familia de Mohammed era originaria de Egipto, el mismo país en el que, en 2010, un clérigo repasó en televisión la forma en que los hombres debían golpear a sus esposas. Golpear a la esposa, explicaba, es un castigo legítimo si ésta no le da satisfacción sexual –como recogen los hadices, que recopilan las palabras de Mahoma, las mujeres deben estar disponibles «incluso en la montura de un camello»–. Eso sí: recomendaba evitar golpear la cara para no afearla; no fuera a ser que el marido, al dejarse llevar por la furia del momento, la volviera inservible. No puede extrañarnos, pues, que cuando, ya casada, Mohammed fuera llorando a explicarle a su madre que su esposo le acababa de pegar una paliza, ésta le espetara impasible: «¿No conoces ni tu propio Corán? Eres suya, tiene todo el derecho del mundo a hacer lo que quiera contigo». Ciertamente, los golpes son algo habitual en la cultura musulmana –«Cuelga tu azote allí donde los miembros de tu hogar (tus hijos, tu esposa y tus esclavos) puedan verlo, pues eso los disciplinará», dijo también Mahoma–, pero el deber de la justicia es proteger a los ciudadanos, y no a sus culturas.

Cuando, muchos años más tarde, Mohammed vio cómo en un debate televisivo entre Sam Harris, Bill Maher y Ben Affleck, éste último acallaba una discusión sobre las incompatibilidades del islam con la democracia liberal porque a su juicio la visión que estaban dando de esta religión correspondía sólo a como la practicaba una minoría, decidió escribir Sin velo, un ensayo en el que muestra a través de su vida la forma en la que el islam puede llegar a subyugar a las mujeres, y en el que advierte sobre cómo el progresismo ha terminado por legitimar una religión absolutamente contraria a sus principios. Hubo otra exmusulmana canadiense, ésta de origen paquistaní, que se enfureció al ver cómo Affleck se lanzaba a defender la religión en cuyo nombre la habían sometido toda su vida: «Lo que hiciste al gritar “¡racista!”–escribió en una carta abierta– fue poner fin a una conversación que muchos de nosotros hace tiempo que deseamos mantener».

El miedo a parecer racista o a ofender sensibilidades religiosas ha impedido en demasiadas ocasiones que se hable de los problemas del islam. Tras los atentados del 11 de septiembre, Bush fue el primero en describir el islam como una «religión de paz», preocupado por que el trauma de la masacre hiciera que los americanos la tomaran con todos los musulmanes. Desde entonces son muchos los que, cargados de la misma culpabilidad blanca que Ben Affleck, se esfuerzan en dejar claro tras cada nuevo atentado que los terroristas de ningún modo representan a la religión en cuyo nombre matan.

Ayaan Hirsi Ali ha centrado su trayectoria en desmentir esa idea: el islam, asegura, no es una religión de paz. Los diecinueve secuestradores de las torres gemelas no eran unos pobres locos: sus actos eran la consecuencia lógica de su adscripción a una ideología determinada. Hirsi Ali ha sido silenciada por defender que los motivos que llevan a los terroristas a matar son efectivamente los que ellos mismos esgrimen, y que no es todo en cambio una fachada que en el fondo esconde profundos problemas psicológicos y socioeconómicos. Para alguien que conoce tan bien la cultura musulmana como ella es incomprensible que en Occidente hayamos estado tan preocupados pensando en la forma en que nuestra cultura ha podido alimentar ese odio como para no ver las múltiples formas en las que la suya lo alienta.

El islam ha sido una religión belicosa desde sus orígenes. Mahoma no fue solamente un profeta, fue también un conquistador. El islam no funciona sólo como una guía espiritual que empuja a los musulmanes a ser mejores, también fue lo que impulsó a los ejércitos árabes a llegar hasta la costa atlántica de África y a ocupar la mayor parte de España. La yihad es una obligación religiosa inscrita en el propio islam. Sin duda, en la actualidad sólo una pequeña minoría de los musulmanes está dispuesta a emplear la violencia –no hay que subestimar la cantidad, porque aunque sea un porcentaje bajo, sigue siendo alarmante en números absolutos–, pero el problema es que los terroristas pueden hallar en el Corán una justificación para sus actos.

Pero incluso para los que rechazan el uso de la violencia, el islam sigue teniendo graves contradicciones con el mundo moderno, sobre todo debidas a que es la única de las grandes religiones que no se ha reformado en ningún momento desde la revelación de Mahoma en el siglo VII. Los musulmanes ven el Corán como la palabra literal de Alá y creen que ningún ser humano puede impugnarla, por lo que los valores tribales, militares y patriarcales de sus orígenes han quedado consagrados como valores que todavía hoy deben emularse. El islam es también único en otro aspecto: no es simplemente una religión, es un sistema completo de creencias y de reglas muy estrictas. En Entre creyentes: Un viaje por el islam, el Nobel de Literatura V. S. Naipaul la describe como la religión más mundana del mundo porque lo dicta todo del día del creyente; no es algo íntimo y espiritual, sino una guía incluso para cómo cortarse las uñas. También para gobernar, convertir a los infieles y disciplinar a tu familia. El creyente se somete a una serie de reglas –el significado literal de la palabra islam es sumisión– que en muchos casos van en contra de los principios esenciales de la democracia.

Con la excepción de los homosexuales, las mujeres son las primeras víctimas de este sistema de creencias. Los hadices recogen cómo la pobre Aisha, la niña a la que Mahoma desposó a los seis años y desvirgó a los nueve, dijo: «No he visto a ninguna mujer sufrir tanto como las mujeres creyentes». Qué duda cabe de que esto es así. Por poner algunos ejemplos, el Corán dice que un hijo heredará tanto como dos hijas, y el testimonio de una mujer vale la mitad que el de un hombre ante un tribunal. Para demostrar una violación, en un tribunal basado en la sharía tiene que confesar el violador o tienen que declarar cuatro testigos que hayan presenciado la violación, y es mucho más difícil para una mujer divorciarse de su marido de lo que lo es para un hombre. Por no hablar del precedente que sentó Mahoma al casarse con una niña, que ha hecho que en muchos países musulmanes el matrimonio infantil se siga viendo con buenos ojos. Yasmine Mohammed lo expresa con rotundidad: «A pesar de la conjurada reputación de Mahoma de ser el perfecto ejemplo de hombre para la humanidad y por todos los tiempos, su decisión de violar a una niña arruinó la vida a millones, si no a miles de millones de chicas en todo el planeta». 

Mohammed y Hirsi Ali sufrieron en sus infancias viendo cómo sus hermanos tenían privilegios que a ellas se les negaban. «Ser niña en un hogar musulmán debe ser peor destino que ir al infierno», escribió Mohammed. Cuando su padre le explicó que se tendría que poner siempre detrás de su hermano para rezar, Hirsi Ali también se preguntó por qué Alá le prefería a él si también la había creado a ella. Pero ambas lograron mantener siempre encendida una llama interior que las impulsaba a cuestionarse las cosas, a anhelar otra vida y a luchar por su libertad, en parte avivada por la lectura de novelas occidentales con heroínas que se divertían, enamoraban y eran dueñas de su propio destino de una forma que a ellas les estaba vedada. No todas consiguen sobrevivir a años de subyugación: acostumbradas a ignorar sus propios deseos y a ir siempre con la cabeza agachada, muchas musulmanas pasan sus días sumidas en un estado casi vegetativo, y muchas otras terminan abusando del poco poder que tienen, maltratando a sus hijas, como hizo la madre de Mohammed.

La suerte que corrieron las mujeres de la familia de Hirsi Ali no fue mucho mejor: su hermana murió tras un ataque psicótico cuyos orígenes se podrían remontar al momento en el que, con cuatro años, le mutilaron el clítoris; su madre terminó amargada por el poco poder que tenía sobre su propia vida. Su resentimiento empezó cuando, debido a la oposición de su marido al gobierno somalí, se tuvo que mudar con sus hijos a Arabia Saudí, ese país en el que las mujeres se confunden por la calle con bultos negros de los que, como describe Hirsi Ali en Infiel, sólo sabes a qué dirección se dirigen por la dirección a la que apuntan sus zapatos. Allí estuvo meses esperando a un marido sin el cual no se le permitía ni salir a la calle. Pero él tenía proyectos más importantes, además de algunas esposas más. La hermana y la madre de Hirsi Ali eran mujeres muy inteligentes y fuertes, pero eso no impidió que el islam arruinara sus vidas. Hirsi Ali huyó de Somalia con una certeza: si se quedaba allí, quizá podría aspirar a tener una vida decente, pero siempre dependería de que alguien la tratara bien.

El feminismo insiste a menudo en la importancia que tiene la cultura en la violencia que sufren las mujeres, y por eso no se entiende que no esté preparado para hacer un análisis igual de incisivo sobre la cultura que permite los crímenes de honor. Hemos oído a menudo que el asesinato de un hombre a su mujer en un país occidental no es más que la culminación de un problema estructural, pero la muerte de una mujer musulmana en manos de su marido es tratada muy a menudo como un hecho aislado. En muchos casos, se atreven a decir que lo que sufren las mujeres allí es muy parecido a lo que sufren las de aquí, que los hombres matan a mujeres en todos los países. Pero hay una diferencia fundamental: lo que la civilización occidental se alzó para contener, allí se alienta. Algunos recordarán el caso de Aneesa y Arooj Abbas, dos hermanas residentes en Terrassa (Barcelona) que fueron asesinadas por sus familiares en su país de origen, Pakistán, por rechazar un matrimonio concertado. Como hemos sabido recientemente, en Pakistán liberaron a los asesinos a los pocos meses, después de que el padre les concediera el perdón.

Éste no es un caso aislado en Europa. En su trabajo como diputada en el parlamento holandés, Hirsi Ali demostró que entre octubre de 2004 y mayo de 2005 se habían cometido once crímenes de honor contra niñas musulmanas en sólo dos regiones holandesas. Eran datos que no se recogían antes de su llegada a la política, y no fue hasta entonces cuando sus ahora compatriotas se la empezaron a tomar en serio. Hay millones de musulmanes en Europa y cualquier líder político tiene la obligación de protegerlos entendiendo a qué riesgos les exponen sus creencias.

Además no es un problema que afecte ni siquiera sólo a las mujeres musulmanas. En Prey, Hirsi Ali escribe sobre una cuestión delicada: la relación entre el estallido de la violencia sexual en las calles de Europa y la llegada de millones de inmigrantes. Lo que le impulsó a escribir este ensayo fue constatar las horas que los medios dedicaban a destripar casos de abuso sexual cuando los hombres eran blancos y ricos, como Harvey Weinstein, y lo poco dispuestos que estaban en cambio a ahondar en los motivos del ascenso de casos de violación en Europa tras las olas de inmigración de 2015. Lo escribe como una inmigrante que se benefició enormemente del sistema de acogida holandés y que busca poner sobre la mesa un problema para encontrarle solución antes de que se lo apropie la extrema derecha, como de hecho ya ha sucedido.

En un mundo tan sensible con los problemas que afectan a las mujeres, resulta pasmosa la poca atención que ha recibido la lucha de las mujeres más oprimidas del mundo. En el caso de España, la falta de apoyo es inaudita. He aquí la causa feminista del siglo, y el único gobierno europeo con un ministerio que se dedica íntegramente a la defensa de la igualdad entre sexos ha preferido darle la espalda a las mujeres que luchan por su libertad en Irán en aras de una supuesta tolerancia a lo que a sus ojos no son más que formas de vida alternativas. Algunos se preguntan si realmente hay algo que se pueda hacer desde Occidente y creen ver el fantasma del colonialismo en cualquier mención a los problemas que afectan a culturas ajenas. En realidad, no hace falta mucho. Basta con proteger y dar voz a exmusulmanes o musulmanes reformistas como Ayaan Hirsi Ali, Yasmine Mohammed, Masih Alinejad, Salman Rushdie y muchos otros que, arriesgando sus vidas, nos han señalado las incompatibilidades del islam con los valores democráticos. También con que políticas, periodistas y demás mujeres de relevancia pública no sacrifiquen sus propios principios cuando visiten países musulmanes poniéndose el hiyab: no es sólo una prenda que uno se pone para halagar las costumbres del vecino, es una humillante forma de control. Pero lo que no se puede hacer sobre todo es emplear en campañas políticas y anuncios de Nike el velo que las iraníes están quemando con tanta valentía en las calles de Teherán. Occidente no puede traicionar así a las mujeres musulmanas, que son ahora, como en el siglo VII, las que más sufren.


Foto: Mujer musulmana en hiyab negro, via Wikimedia Commons.