Pensamiento

La paradoja de la memoria escrita

Reseña de En tierra de nadie, de Gabriel Albiac.

A través de la mirada puesta en palabras de quien vivió tramos turbulentos del siglo se puede leer la historia como una secuencia inyectada en las biografías de los aplastados por sus embestidas, dentro del encuadre que el narrador, tomando su propia vida como pretexto para el análisis, la crónica o la confesión, recorta con las hechuras de su texto. Las cadenas causales que determinan esos mínimos destinos quedan reveladas gracias a la artesanía del escriba consagrado a la labor de hacer restallar en la escritura las vetas de verdad escondidas bajo las ruidosas apariencias y los vacuos espectáculos cotidianos del teatro del mundo. El artificio inconmensurable del texto escrito, pensamiento contenido en un espasmo codificado de eternidad efímera, abre transparencias a la inteligencia, entregando a la mirada del lector una secuencia histórica fatal.

Incrustado en un magma generacional, intelectual, político y social crítico, nacido en el tajo que divide en dos el siglo XX, Gabriel Albiac ha ido armando una obra cortante e intransigente, que toma su nombre en vano, en el vano abierto por el hueco del ego, fantasmal espejismo en el que se condensan retazos de un imaginario prolijo y contradictorio, vástago herido de tiempos convulsos y de sus ecos simbólicos. Llegado el momento de ajustar cuentas con el titular del nombre propio, con su memoria y su carga profesional, con su compromiso vital e intelectual, el profesor Albiac ha dado en cristalizar todo ese recorrido en un libro memorístico abierto a la tarea de «recordar sus olvidos», urdido con las vetas de una biografía heterodoxa y de una formación filosófica apabullante dotada de un rigor y una solidez anacrónicos hoy. En esta ofrenda de memoria escrita, memoria común de olvidos propios, situada a la intemperie, fuera de las identidades gregarias, en tierra de nadie, pues, teje el puzle literario y filosófico de una vida entregada al pensamiento, pero atravesada por la condena de la política, épica encarnada en héroes anónimos, víctimas sacrificiales en el altar de utopías y crímenes de Estado. Y lo hace en estas memorias, testimonio paradójico de una minuciosa ceremonia intelectual y vital de autopsia del ego, un largo y doloroso aprendizaje, toda una educación sentimental trazada en la densidad de la memoria hecha escritura con la cual despegarse del peso inerte de la identidad. El esfuerzo es titánico. Pide cuartear la costra del yo sedimentada capa a capa con cada revés, cada drama, cada desafío, cada aventura, cada gesto, todo cuanto va quedando tamizado por el lenguaje en las honduras del recuerdo. En esta obra, el profesor Albiac explora las profundidades de mitos generacionales, de epopeyas traicionadas o fingidas, de deleites estéticos, derrotas vitales e históricas, necesarios errores de juventud, y, acaso por encima de todo, una entrega incondicional a esa manía obsesiva del letraherido que es la de la escritura, tanto más bella y dolorosa cuanto más estéril, como el Sócrates platónico del Fedro constata para siempre en pasajes incomparables que Albiac gusta de citar, noblesse obligue. Esa paradoja inextricable que rasga toda plenitud, toda certeza, toda fe, toda ceguera satisfecha, es la de la escritura misma, la que desvela que escribir es el intento inútil por detener la hemorragia del devenir, que escribir es abrir heridas de eternidad en la piel del lenguaje a base de espasmos efímeros y huellas destinadas a desaparecer en el olvido, como el que pretende trazar signos en el agua, como lágrimas en la lluvia.

Empeñado en contener la corriente de la amnesia presente, el escritor aventura con excéntrica tenacidad una composición textual de evocaciones, argumentos, destellos poéticos y machetazos filosóficos —bien dosificados epicureísmo y estoicismo—, fijados en el latido vivo de una prosa limpia y cortante, de narración elegante y aforismos fulgurantes, de los que dejan en el lector atento un vértigo que dura aun después de haber abandonado el capítulo o el libro. Esa prosa es reconocible ya en algunas de sus primeras obras, pero se muestra ahora depurada por el oficio y por la riqueza de un pensamiento en tensión y de un bagaje cultural vastísimo, levantando un edificio argumentativo implacable. 

El ego es, en él, cabal pascaliano ateo, cantidad despreciable, imagen trivial fulminada y abrasada por la literatura y la inteligencia que a su través se despliegan en esta obra, pero también en las precedentes y, con certeza, en las que vendrán (en su horno anda ya un texto de alta filosofía que es también recuento de perplejidades, alumbramiento de hallazgos, catálogo de referencias, del que habrá que hablar en su momento).

En tierra de nadie pone ante el espejo una vida colmada de amistad, lecturas, películas, música, de viajes, siempre de enseñanzas, de pupilaje y magisterio. Es un canto y un susurro, es un ejercicio desapasionado que festeja la pasión del conocimiento, la alegría de enunciar la tristeza, el sosiego de nombrar el espanto, la angustia vital de escribir de la muerte, la constatación distanciada de que el mundo al que uno cree pertenecer ha pasado. Como anunciaba Guicciardini, la muerte de las ciudades es rutinaria. Pero la maldición que cae a los que perecen bajo su derrumbamiento es histórica y fatal. La obra de Albiac pone ante los ojos los estertores de un mundo, tal vez la agonía de una civilización hecha de libros, de lectura, de cine, de refinamiento estético, de sencillez y elegancia, de modestia y generosidad, de racionalidad común, de ciudadanía, vestigios mortecinos de una atemporalidad periclitada, «cancelada», impotente. Este manicomio global en que languidece la razón le es ajeno. Pero es que, en palabras de Marco Aurelio, existir es ser peregrino en tierra hostil, vagabundear por parajes inhóspitos, ser, en todo lugar, extranjero, pues el que se siente como en casa olvida su condición y, enredado en este frenopático del metaverso que acecha, aparta la mirada por no tener que toparse con los pocos nómadas de la escritura, los que persisten sin rendirse en la faena de despertar verdades dormidas a golpe de frases y sintagmas, orgía del verbo vivo, viajando siempre, como clandestinos Ulises de palabra, por desiertos de ruido y oasis de inteligencia, siempre En tierra de nadie.


Ilustración: El Padre Tiempo muestra los recuerdos de Vivant Denon (1818). Dibujo sobre papel de Dominique Vivant Denon (1747–1825). Via lookandlearn.