Literatura

Verdades

En un artículo anterior usé la expresión esplendor del fracaso, con la que Faulkner definió el sentido y el valor de su propia obra, para dar cuenta de la aspiración a la que tiende la literatura ⎯en plenitud a partir del simbolismo, que no en vano produce la llamada poesía pura⎯, interesada en reconstruir la experiencia real de los sentidos con materiales distintos de los que la constituyen en la realidad; es decir, con el lenguaje, que queda apartado en este empeño de su habitual función referencial, denotativa, incluso comunicativa, pues en rigor el lenguaje poético no comunica, no transmite un mensaje, sino que recrea ciertos atributos de la experiencia y los exhibe para quien pudiera interesarle. En esta operación, el poeta está abocado al fracaso porque no puede ofrecer en toda su pureza lo que se propone: las metáforas no son la realidad, solo la evocan; y así todos los demás artificios de un texto literario: el ritmo que transporta las palabras, el orden en que se presentan los hechos. Al mismo tiempo, si el resultado es literariamente bueno, la operación es un completo éxito, pues ese fracaso es precisamente lo que se persigue, que es todo lo que puede ofrecer el lenguaje cuando se le arrastra fuera de sus usos convencionales. Se consigue de este modo un trasvase de subjetividades en el que el lector hace suyo lo que lee y lo incorpora a su propia experiencia, y en ese sentido sí podríamos hablar de comunicación, guardando las debidas distancias. Y también de verdad, surja de la realidad o sea pura ficción, pues el lector sabe que lo que lee no se refiere a nada que pueda ser falsable, porque no se refiere a nada externo a las palabras en que se constituye, a nada que admita la mentira, a diferencia de lo que ocurre en el lenguaje ordinario. La verdad del objeto literario reside en su reconocimiento, que tanto puede hallarse en la afinidad con que lo percibe la conciencia del lector como en el descubrimiento inesperado de una pura emoción estética que no puede ni debe reducirse a razón. 

En la vida corriente, una persona que anhelara huir de todos los ruidos de este mundo, incluso de los propios, diría, tal vez figuradamente, que quisiera que la olvidaran para siempre y olvidarse ella también de todo y de sí misma para siempre. Pero el poeta declara que no quiere ser más que:

Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios

(Luis Cernuda, «Donde habite el olvido»)

Lo que cuentan estos versos es que el viento, cuando no logra conciliar el sueño, se levanta y azota una piedra enterrada como un muerto en un lugar donde crecen las ortigas, y el poeta asegura que no se conforma con ser esa piedra sepultada ⎯la suprema insensibilidad⎯, sino que quiere ser solo su recuerdo. No es una metáfora difícil de desentrañar, y el lector reconoce en ella sensaciones más profundas, más acordes con la experiencia real de las cosas, que cuando, en el lenguaje ordinario, solo se nombra lo que se extrae de la experiencia renunciando a narrar la experiencia. Nada racional tiene, por otro lado, el segundo verso, pero añade la desolación necesaria para hacer pasar al lector por la desesperanza del poeta. Como hace, por ejemplo, Mallarmé al desplegar su melancolía dentro de un soneto en el que, con versos un poco más oscuros, habla del recuerdo, dulce y triste, del primer beso:

Ma songerie aimant a me martyriser
S’enivrait savamment du parfum de tristesse
Que même sans regret et sans déboire laisse
La cueillaison d’un Rêve au coeur qui l’a cueilli.

(Stéphane Mallarmé, «Apparition». Mi ensueño gustoso de martirizarme/Se embriagaba sabiamente con el perfume de la tristeza/ Que sin remordimiento y sin desengaño deja/ la cosecha de un Sueño al corazón que la ha recogido.)

Aún más misteriosos, menos reducibles a cualquier forma de sentido expresable en términos ordinarios, parecen estos versos de la elegía que J.V.Foix escribió a la muerte de Gabriel Ferrater:

Baixàvem, ulls tancats, per la impossible escala
quan la sal i la sang de la marea
embruixen el sorral (…)

(J.V. Foix, «Tots hi serem al port amb la desconeguda». Bajábamos, cerrados los ojos, por la imposible escalera/ cuando la sal y la sangre de la marea/ embrujan el arenal […] )

Y, sin embargo, el poder de evocación de estas palabras, el clima de crepúsculo moral que nace de su movimiento y que prevalece a lo largo de todo el poema, arrastran la imaginación del lector. La literatura tiene, ha tenido siempre, una parte irracional que no es posible entender si se pretende transformar en sentido, en portadora de una información trasladable al lenguaje común. Su recepción es a menudo estética y solo llega al lector si éste está dispuesto a percibirla en sus términos, como percibe una música o una pintura sin nada que decir sobre el goce que le ofrece.

El esplendor del fracaso tiene una íntima relación, si no es exactamente lo mismo, con la llamada verdad poética. El concepto parte, según creo, de Heidegger, pero se refiere a algo que siempre ha formado parte de la composición literaria, solo que en el cambio del siglo XIX al XX y en el desarrollo estético de este último, se acaricia el ideal de aislar la verdad poética y cultivarla como perla para obtener su estado más puro. Se le llama verdad porque lo que produce, aunque sorprenda por haber pasado hasta entonces desapercibido, es reconocible, y porque no tiene otro propósito que la contemplación de algo que el lector solo puede entender si el modo en que se expresa se aviene con su imaginación. En Arte y poesía, Heidegger nombra y desarrolla una noción específica de verdad que nada tiene que ver con lo que se entiende comúnmente por esa palabra, y sin embargo no parece abusivo que merezca el mismo nombre. En el seguimiento de un proceso judicial, pongamos por caso, solo la demostración de los hechos será asunto de la verdad, y nadie se preocupará más que ociosamente por registrar y analizar los gestos, las vestimentas y los tonos de voz de los presentes en la sala del juicio, ni mencionará los objetos que la amueblaban, la luz que la iluminaba, el calor sofocante que en ella se padecía, el tedio o la angustia que producía ese conjunto de circunstancias y las sinestesias que entre ellas se creaban. No obstante, ese tipo de cosas, que no interesan ni deben interesar para nada en la resolución de un juicio, se refieren también a hechos, y en tanto que hechos son por supuesto verdades. Tal clase de hechos es, para Heidegger, el objeto propio de la literatura y el arte; lo que, por su evanescencia ⎯por lo poco que se presta a ser fijado en palabras que remitan a conceptos, por su inevitable captación subjetiva⎯, no puede ser recreado en el lenguaje más que con símbolos y analogías como las que establecen las metáforas en la poesía, o la focalización, en pintura, de la posición, las formas, los colores y los volúmenes de los objetos, lo cual es también una suerte de metáfora. Heidegger entiende así la verdad poética como revelación, como exposición a la luz de lo que estaba oculto porque el lenguaje práctico y el lenguaje del conocimiento positivo no tienen la posibilidad de captarlo, y para designar esa clase de revelación recurre a la palabra griega alétheia, a la que da el sentido de mostrar lo que no se veía. En «Hölderlin y la esencia de la poesía», ensayo que forma parte de Poesía y verdad, explica la naturaleza de esta verdad:

El poeta nombra a los dioses y a todas las cosas en lo que son. Este nombrar no consiste en que sólo se provee de un nombre a lo que ya es de antemano conocido, sino que el poeta, al decir la palabra esencial, nombra con esta denominación, por primera vez, al ente por lo que es y así es conocido como ente. La poesía es la instauración del ser con la palabra.

(Martin Heidegger, Arte y poesía, FCE, traducción de Samuel Ramos)

Ese nombrar a los dioses, a la sustancia que informa las cosas en lo que realmente les pertenece como tales; ese nombrar al ente por lo que es, la revelación de lo que solo puede hacer patente el lenguaje poético, es ⎯dice⎯ la instauración del ser con la palabra, porque es con la palabra con lo que el poeta hace reconocible el flujo sin nombre de la realidad, y al hacerlo presente lo detiene y lo constituye dándole por nombre los términos que encarnan lo que compone su esencia. La verdad de la que habla Heidegger no guarda, pues, relación alguna con la que conviene al lenguaje ordinario y, de un modo infinitamente más depurado, al pensamiento riguroso y la ciencia, ni hay que confundirla con ella ni presumir que una puede entrar en conflicto con la otra; son cosas de muy distinta naturaleza y ambas necesarias para el conocimiento humano aunque en diferentes categorías. Así lo señala Roger Scruton que, en su lúcida exposición sobre el concepto de verdad en la estética de Heidegger, Poetry and Truth, empieza por aclarar a qué se refiere exactamente ⎯y a menudo crípticamente⎯ Heidegger cuando habla de verdad. Era necesario aclararlo, pues no pocos caen en la confusión de rechazar el pensamiento de Heidegger por su supuesta convicción de poseer la verdad, lo que absurdamente suele relacionarse con su acercamiento al régimen nazi. 

Hacia el final de su ensayo, Scruton centra la atención en la sinceridad del poeta, un término que igualmente requiere aclaración, pues tampoco tiene mucho que ver con el uso común que se le da. Lo hace a partir de unos versos de T.S. Eliot: la sinceridad del poeta consiste en su compromiso con las palabras precisas que requiere su experiencia; en esa sinceridad reside la verdad poética, y su correlato negativo, la falsedad poética, o si se quiere, la insinceridad, que no es sino la sustitución de esas palabras precisas, necesarias para decir qué son exactamente las cosas, por clichés estilísticos gastadamente triviales, destinados a satisfacer las manías vulgares y el sentimentalismo. Solo hay literatura cuando la mímesis lo es de la propia experiencia y no de las convenciones sociales. Por esta misma razón, la literatura, que debe ser tan amoral como la vida a la que pretende igualar, no puede transmitir mensajes edificantes ni dejarse esclavizar por la propaganda política o sentimental sin dejar de ser dueña de sí misma, es decir, sin faltar a la verdad poética. De la literatura no se puede esperar otra función que la que le es propia: la de producir, sin dar lugar a valoración moral alguna, solo guiada por ambiciones estéticas, todos los atributos de los objetos (personas, lugares, emociones, situaciones) en los que fija su atención, y lo que estos evocan por la asociación de ideas que acompaña toda percepción. Dicho de una manera más simple: la obra literaria se caracteriza principalmente porque, en lugar de referirse a las cosas para abstraerlas en un concepto, las produce en cada una de sus peculiaridades, y el lector no solo tiene noticia de ellas, sino que las ve desarrollarse ante sus ojos.

A este propósito, dice Joan Ferraté en «Ficción y realidad en la poesía de Góngora» (Dinámica de la poesía):

Lo propio de la literatura estriba en que todo lo que ella nos dice está para que lo entendamos bajo el supuesto imaginativo de lo que estamos viviendo actual y realmente (viéndolo, haciéndolo, pensándolo, o articulándolo, realmente) y no simplemente tomando nota de ello.

Y me parece el mejor resumen de lo que constituye lo poético, lo literario. Su verdad está en la credibilidad, la sinceridad, de ese atender a todos los matices de lo real. Un lector competente identifica lo que es real y sabe que puede presentarse de muchas maneras, incluso contraviniendo la lógica cotidiana para dar mejor noticia de ella. En las narraciones de Kafka, por ejemplo, nada de lo que ocurre, que es singularmente estrafalario, puede ocurrir en una situación de la vida real y, sin embargo, los gestos, actitudes, palabras de los absurdos personajes que aparecen en los relatos revelan la verdad de mucho de lo que hemos visto en el mundo, y de este modo, enrareciendo las cosas para que solo quede de ellas lo que importa, todo se muestra acaso con mayor claridad. Lo familiar se acomoda tan bien en lo extraño, que deja ver su esencia, su verdad. En eso reside el interés literario de Kafka y de otros escritores impulsados, cada uno en su singular manera, por ese mismo extrañamiento, como son Beckett o Gombrowicz, por citar a dos de los mejores. 

La verdad literaria se manifiesta igualmente en la literatura llamada realista. Gran parte de la novela del XIX se esfuerza por llevar el realismo a un grado cada vez mayor de precisión, y así, aunque sus personajes y sus situaciones sean, a diferencia de los de Kafka, perfectamente posibles en la vida real, su propósito no es, no hace falta decirlo, recrear las convenciones con las que transcurre la vida real, sino meterse dentro de los objetos para ver en qué aguas bucea la parte que no se ve, y en eso reside también la verdad poética. Las dos verdades, la factual y la poética, se diferencian fundamentalmente porque la primera no puede recurrir a la ficción y la segunda no puede mentir, aunque esté condenada a mentir siempre desde el punto de vista de la primera.

En Guerra y paz, Tolstói se mete en el alma de Napoleón Bonaparte:

Cuando repasaba en su memoria toda aquella terrible campaña rusa, en la que no había ganado ninguna batalla, en la que en dos meses no se había hecho con banderas, cañones, ni cuerpos de ejército; cuando miraba los rostros abatidos de quienes le rodeaban y escuchaba informes de que los rusos resistían, lo poseía un sentimiento terrible, semejante a una pesadilla, y le pasaban por la cabeza todas las infelices posibilidades que podían destruirlo. 

(Guerra y paz, Alba Editorial, traducción de Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella)

Ni que decir tiene que Tolstói no sabía nada de lo que le pasaba por la cabeza a Napoleón en tales circunstancias. Sin embargo, lo que importa en la novela no es cómo se sentía realmente Napoleón cuando veía inevitable su derrota en la campaña de Rusia; es muy probable que su estado de ánimo se ajustara al que le proporciona Tolstói, y eso es suficiente porque le da al novelista la única credibilidad que precisa. Desde el punto de vista de la verdad de los hechos, el que corresponde a un historiador, es evidente que Tolstói miente; cien años más tarde mentiría aún más Truman Capote en A sangre fría, con la diferencia de que a lo que él hizo se le llamó «nuevo periodismo» y no «novela de ficción», y en consecuencia se leyó como lo primero y no como lo segundo. Años más tarde, Ryszard Kapuściński escribió sus crónicas periodísticas sobre Haile Selassie o el Sha con descripciones literarias de ambientes y gestos de conversaciones en las que no había estado presente. No discutiré la calidad y la legitimidad de estas obras, pero parece fuera de toda duda que son de una naturaleza muy distinta a la de Tolstói. Para empezar, él no pretende que Guerra y paz sea tomada como una crónica fiel de lo que sucedió en realidad, no se anuncia como periodismo, y el lector sabe perfectamente que la verdad que encontrará en sus páginas no es y no se propone ser otra cosa que la verdad poética. El periodismo, por su parte, no puede alegar el mismo propósito. Y, aunque todo el mundo sabe, por sentido común, que Kapuściński no estaba allí cuando sus personajes reales mueven un brazo o sienten la inquietud de algo que les acecha ⎯y a sus lectores les gusta que lo aparente porque de este modo ellos sí tienen la impresión de haber estado allí⎯, lo que él y otros hicieron se acerca más al polo literario que al periodístico, sin que por otro lado se pueda esgrimir la verdad poética como autentificación de unos hechos inventados, pues lo propio de este tipo de literatura es la indefinición de los conceptos de verdad, un juego que no puede pasar de ciertos límites sin caer en el fraude, y ahí es donde cae algunas veces. Valga como ejemplo, y sin voluntad de abundar en un asunto que nos llevaría a escribir otro artículo, el caso extremo de la supuesta biografía de Adelaida García Morales que publicó en 2016 la novelista Elvira Navarro. Ahí ya no se trata de describir, para dar al texto atractivos literarios, el estado de ánimo y los movimientos de los personajes reales de los que se habla; de lo que se trata es de inventarse completamente la vida de una persona, y en eso hay que hacer una distinción que no es solo de grado: no veo mucho inconveniente en añadir detalles descriptivos de carácter literario al relato, que se declara informativo, de unos hecho reales; el caso al que aludo forma parte, en cambio, del asalto a la verdad ⎯a la verdad documentable, razonable, objetiva⎯ que ha alcanzado en nuestros tiempos los dominios populares en perfecta comunión con políticos, periodistas, maestros y académicos de las ciencias sociales. La autora no se documentó en absoluto, no habló con quienes conocieron de cerca a la biografiada; creyó que no había vileza alguna en escribir una novela de ficción y presentarla como la biografía de una escritora fallecida tan solo dos años antes y de la que no quiso saber nada, y se justificó diciendo que su obra era pura ficción y que podía considerarse próxima al género audiovisual del falso documental. Precisamente.

Hay quien llama a esto «verdad poética», y así se entiende que cuantos se escandalizan, sin que les falte motivo, por tal pretensión, pero no saben qué es en concreto la verdad poética, se tomen a risa el término y no le reconozcan ninguna legitimidad. Es tan comprensible como equivocado. Las dos verdades tienen los campos bien delimitados, por lo que es imposible que se contagien mutuamente si no es por medio de experimentos de laboratorio destinados a hacerlas desaparecer. A la auténtica verdad poética puede llamársele así o de otra manera, tal vez razón poética, como prefirió María Zambrano; incluso se le podría llamar «esplendoroso fracaso», pero en cualquier caso hay que huir del nominalismo y rescatar, del aprovechamiento y del rechazo, lo que le corresponde por naturaleza.


Ilustración: La verdad ilumina la ceguera humana , dibujo de Volterrano, via Look and Learn