Pensamiento

La tentación narcisista

En un momento del documental What is a woman? (2022), el reportero Matt Walsh le espeta al entrevistado, un profesor universitario de estudios de género y sexualidad de la Universidad de Tennessee, la siguiente duda: «¿Sabe usted qué es una definición circular?». Se puede observar claramente cómo la pregunta coge por sorpresa al profesor, un joven amanerado y afectado de una pedantería caricaturesca, aunque no se termina de comprender bien por qué: interrogado por la definición del término mujer, el profesor dice hasta tres veces que «una mujer es una persona que se identifica como mujer», y nada más. Sabemos, desde que nos lo enseñaron en la escuela, que una definición no puede contener el nombre de lo que se define, razón por la que el pasmo del profesor, sorprendido no solo de haber usado una definición circular sino de que alguien se lo reprochara, es especialmente significativo de la burbuja ideológica en que vive. Una mujer es una mujer, y una mujer puede ser cualquiera que se identifique como tal. Está claro. Según parece, una mujer no es nada más que una palabra, un significante vacío. Definirla de otra forma, con arreglo al profesor, sería incurrir en una definición esencialista del género. Y eso sí que no.

Este tipo de carambolas argumentales —cada vez más chapuceras y perezosas— responden al afán insólito de nuestra era por ignorar la biología; un afán que, echadas sus raíces atrás en el tiempo, ha venido a florecer en la actualidad, y con fuerza, en la ideología de género. La tesis fundamental del movimiento, como se nos repite constantemente, es que el sexo ya no es una realidad anatómica indiscutible. Indistinguible del género, el sexo es ahora un valor fluido, un rango de continuidad a través del cual es posible desplazarse con independencia del aparato reproductor que se posea. Prácticamente, una decisión; una voluntad personal. Para llegar a este punto, claro, ha hecho falta mucha pedagogía constructivista y un esfuerzo orquestado de derribo de la ciencia. Si todo es producto de la socialización, y nada en los individuos tiene un origen natural, cualquier aspecto puede cambiarse a golpe de voluntad. El sexo es solo el último escalón en una serie de falacias constructivistas que hasta la fecha habían sido quizá más moderadas e inocuas, pero que otorgan a la naturaleza, la biología y la ciencia la misma nula capacidad de influencia en el mundo: cultura y sociedad lo moldean todo. Una visión así debe repudiar por fuerza, tal como observamos en el testimonio del profesor del documental, cualquier idea de esencia, en tanto que ésta es permanente e invariable y la propuesta fundamental de la ideología de género es precisamente la de una identidad cambiante y fluida. Sin embargo, al lector tal vez le sorprenderá saber que la ideología de género incurre en contradicciones, algunas de ellas flagrantes. Y es que la identificación de una persona con el sexo opuesto se produce, según los propios defensores de la ideología de género, a modo de revelación, de alumbramiento, de parto: la identidad verdadera emerge del interior del individuo como expresión auténtica e inevitable de su… esencia. ¿Debemos creer entonces que todo es una construcción social excepto la identidad de género?

Incoherencias como ésta y otras se pueden encontrar en el análisis pormenorizado de la identidad de género que se hace en Nadie nace en un cuerpo equivocado (2022), de los autores José Errasti y Marino Pérez, que fueron, durante el lanzamiento del libro, víctimas de la censura por parte de activistas LGTBI, quizás porque la obra señala las abundantes flaquezas y contradicciones de la teoría queer y la ideología de género, quizás porque el activismo degenera a menudo, desafortunadamente, en matonismo. En cualquier caso, la obra certifica, además, que la disforia de género tiene más de fenómeno social que de enfermedad mental, algo con lo que, a la luz del desarrollo reciente del asunto, se hace complicado disentir. Para muestra, tómense las cifras del número de derivaciones de niñas para el tratamiento de transición de sexo en el Reino Unido: de 40 hace tan solo nueve años, a 1.806 en el presente; un aumento del 4.515%. Tendencias similares se observan en España y otros países europeos, lo cual invita a pensar que el fenómeno de la identidad de género no solo no está exento de un componente de contagio social, sino que tal vez sea, de forma predominante, solo eso.

Ciertamente, la prosperidad de ideas así descansa sobre los puntales de un subjetivismo radical, uno que explica toda la realidad desde la perspectiva de la experiencia personal. Los autores señalan que esta línea de pensamiento, reivindicada hoy en día por la izquierda más progresista, es resultado del sistema económico neoliberal: la ambición del mercado por explotar subjetividades estaría fomentando la aparición de las mismas, y una sociedad líquida habría dado pie al género fluido. La ironía está bien vista, y es divertida, pero, más allá del análisis materialista del fenómeno, se advierte rápidamente la ascendencia de un romanticismo nocivo, uno que termina cristalizando en el insoportable narcisismo de nuestros tiempos. El mito de la autenticidad, la creencia en una identidad propia especial e irrepetible, afecta desde luego a extensos y variados sectores de nuestra sociedad, pero, en el caso de individuos que, en nombre de su subjetividad, están dispuestos a negar la evidencia biológica y exigir un reconocimiento único, podríamos convenir que se ha alcanzado un nuevo hito. Todo es una construcción social, salvo el mundo interior de sentimientos. La verdad es lo que se siente, y lo que se siente no puede ser cuestionado. Un razonamiento perfectamente narcisista: apologético de uno mismo y protegido de la refutación exterior.

Por supuesto, el misticismo de la identidad no es un acontecimiento nuevo. Ya los gnósticos del siglo I sobreponían el conocimiento espiritual a la materia. Aquello, como esto de ahora, era un signo del irracionalismo de la época, aunque sin el agravante de las evidencias científicas brindadas por siglos de progreso técnico. Hoy en día, afirmar que la identidad propia no está determinada por el sexo es solo eso: una afirmación. Se pueden afirmar multitud de cosas y no todas son ciertas. Cada uno es libre de vivir de acuerdo a sus propias afirmaciones, pero la autopercepción tiene una incidencia muy limitada en la realidad. No obstante, lo que sí sorprende de verdad es la indulgencia de las masas —incluso aquellas que no son completamente anticientíficas— con lo que a todas luces parece un desvarío narcisista. La validación de tales afirmaciones se efectúa, supuestamente, con la mejor intención posible: reconocer la voluntad de ser ajena; pero al tolerar el irracionalismo se incurre en la dejación de responsabilidades, se alimenta la ilusión, se fomenta una creencia falsa. ¿En qué posición deja esto a una sociedad, como la actual, que reconoce y aplaude el advenimiento de individuos narcisistas? Si la preocupación por la disforia de género va enfocada hacia la mitigación del sufrimiento, tendrá que interesarse por cómo esa identidad se formó socialmente, y no por cómo se manifestó místicamente. Rechazar una definición esencialista del género puede ser una ambición perfectamente legítima en la que encontrarnos la mayoría. La masculinidad y la feminidad, en tanto temperamentos, sí son conceptos fluidos, y un individuo puede moverse a lo largo del espectro masculino-femenino con independencia de sus genitales. Sin embargo, equiparar los dos polos del espectro a las dos formas genitales no es otra cosa que una falsedad sexista. La noción de que un hombre con comportamientos asociados generalmente a la feminidad es en realidad una mujer, y viceversa, solo confirma estereotipos sobre lo que son las mujeres o lo que son los hombres. ¿Cómo no observar en ello la influencia determinante del entorno social? ¿Cómo es posible defender que nada más en este caso la identidad auténtica sale a la luz en puridad? ¿Cómo es posible afirmar que se rechaza el esencialismo mientras se libra todo al designio místico de cada individuo?

Muchos han creído que querer es poder, que no existe un tope a la voluntad personal. Pero nuestra vida como individuos está determinada por factores inalterables, y el sexo es uno de ellos. La prueba —si es que se necesita alguna prueba— está en que, incluso en los casos de verdadera disforia de género, el individuo tiene que transicionar de un sexo a otro: la transición es un reconocimiento explícito de la propia limitación biológica. En cambio, la idea fundamental de la terapia afirmativa que reclama la ideología de género —y que se impondrá a los médicos de España por ley, so pena de perder su licencia de trabajo— es la validación de afirmaciones, el reconocimiento de que la voluntad personal no tiene límites y es siempre certera. Difícil imaginar un enfoque menos narcisista. Y, sin embargo, se me antoja que hay algo mucho más grave en la afirmación que como sociedad hacemos de tales designios irracionales, pues la validación habla tanto del narcisismo de quien la reclama como del narcisismo de quien la otorga. Admitir la voluntad infinita de los otros es admitir la nuestra. Esa es la verdadera tentación narcisista.


Ilustración: Le beau Narcisse, de Honoré Daumier, via Wikimedia Commons