Destacado, Pensamiento

Un proceso inexorable

I

Pronto hará dos años, en febrero de 2021, me llamó por teléfono mi amigo Joan Ollé para pedirme que le acompañara hasta el despacho de su abogado, Javier Melero, quien le había ofrecido sus servicios para afrontar, de la mejor manera posible, la pesadilla en la que le habían metido. Es probable que el lector ya conozca los detalles del caso. Unos días antes, el diario catalán Ara había publicado una extensa denuncia contra su persona, cobardemente pergeñada con el testimonio de varios declarantes anónimos. Le acusaban de abusos de poder y abusos sexuales en el ejercicio de su actividad docente como profesor de dramaturgia en el Institut del Teatre de Barcelona, y cuando el diario le llamó para comunicarle que al día siguiente publicarían las acusaciones que pesaban sobre él y preguntarle si tenía algo que decir al respecto, pidió que antes de responder le dejaran leer lo que iban a publicar, a lo cual se negaron sin más explicaciones.

En el primer día en que se veía obligado a salir de casa después de que la condena sin juicio del Ara soltara la jauría en las redes sociales, Joan temió que le señalaran por la calle, pues, siendo ya su rostro sobradamente conocido por su larga carrera en el teatro, la radio y la televisión, ahora lo era mucho más: aquellos días había aparecido reiteradamente en los medios y en unos pasquines con los que estudiantes de l’Institut del Teatre que exigían su despido habían empapelado los cristales de las puertas de entrada del centro. De modo que fui a buscarle a primera hora de la mañana, cogimos un taxi, le dejé en el despacho de Melero y esperé en un bar a que saliera de la consulta. Al volver, decidimos andar un rato, y puedo dar fe de que sus temores no eran infundados. En el Paseo de Gracia, una de las calles más concurridas de Barcelona, una señora se plantó ante nosotros con muecas de desprecio y dijo algo que no pudimos entender pero que muy probablemente aludía a la situación a la que el Ara había arrojado a mi amigo. Miré desafiante a esa transeúnte y le pregunté con un gesto qué le pasaba, pero no obtuve más respuesta que la de su vidriosa indignación. Joan apenas se fijó en ella, andaba cabizbajo junto a mí, cada vez más atribulado por todo lo que le amenazaba, pero le comenté el suceso, y él, que nunca estuvo falto de valentía, tuvo miedo. Y más que miedo, congoja, inquietud por lo que podía llegar a ser su vida a partir de aquel momento. Por un tiempo, seguí siendo su acompañante y, aunque no volvimos a toparnos con espontáneos defensores del bien, lo cual era altamente improbable porque nos desplazábamos en taxi y evitábamos pisar la calle más de lo imprescindible, los ataques que durante meses tuvo que sufrir en las redes y en ciertos artículos de medios digitales que no podían aportar una sola prueba de lo que daban por hecho no cesaron ni un momento. Algunos opinantes anónimos le desearon todos los males de este mundo, pero no llegó a padecerlos porque murió de un infarto el 30 de agosto del pasado año, de lo que aún hubo regocijos en Twitter. Con todo, lo más deleznable de lo que ocurrió aquellos días son los alardes de satisfacción moral con que determinados personajes públicos hicieron suya la causa contra Ollé, desde una presentadora de televisión que agradeció a los periodistas el esfuerzo que estaban haciendo por sacar a la luz los casos de abusos, hasta toda una consejera de Cultura del gobierno autonómico que, tras el fallecimiento de Joan, recordó que su trayectoria se había visto empañada por acusaciones de acoso sexual y abuso de poder y llamó a la sociedad a «reflexionar», y ello a pesar de que el caso de Joan Ollé ya había sido archivado, primero por el tribunal de la Diputación de Barcelona que lo estudió y después por la fiscalía, que no halló en las pruebas presentadas indicios de delito alguno. Los periodistas del Ara que confeccionaron el asunto puede que lo hicieran en parte por motivos políticos —Ollé había publicado varios artículos poco halagüeños con el independentismo—, pero lo que es seguro es que lo hicieron para sumarse al combate universal contra el patriarcado, que tantos méritos permite recabar a las personas sin mérito.

Un año antes de esta dolorosa experiencia, ya viví algo parecido en la universidad, cada vez más pendiente de vigilar, perseguir y reprimir que de transmitir conocimiento, aunque en esta ocasión el caso no trascendió a pesar de que sí hubo intentos de hacerlo público. Un compañero mío fue investigado por presunta corrupción de menores porque a uno de sus estudiantes se le ocurrió colgar en Instagram un vídeo en el que se le veía celebrando el final de curso tomando una copa con los alumnos. El vídeo, que fue aprovechado por una estudiante despechada para añadir un comentario calumnioso contra el profesor, no tenía nada de particular, pero se dio la circunstancia fatal de que uno de los chicos del grupo aún no había cumplido los dieciocho años. Se montó al profesor un juicio interno escabrosamente humillante en el que, entre otras relevantes pesquisas, se quiso saber por qué había subido en el ascensor en compañía de alumnas. No tardaron en llegar, clandestinamente, los agentes del periodismo justiciero, ávidos de interrogar a los estudiantes sobre las posibles andanzas del acusado: ¿tenía problemas con el alcohol?, ¿se tenía noticia de que hubiese intentado acercarse peligrosamente a alguna chica? Cualquier indicio de conducta reprobable es miel para el paladar de los benefactores sociales. Al final, como en el caso de Ollé, todo quedó en nada; el profesor investigado fue absuelto de corromper a menores y de toda sospecha de flirtear con alumnas, y esta vez lo ocurrido no dio para uno de esos reportajes que la consejera de Cultura considera que deben hacernos «reflexionar». Doy la razón a la consejera: lo que desde hace unos años ocurre en las universidades, donde se han aprobado protocolos contra el acoso que hasta llegan a penalizar las miradas, y la exposición a la afrenta pública de que puede ser objeto, especialmente en el mundo del espectáculo, cualquier hombre por cualquier cosa, sin otro indicio que la malquerencia recomida de las denunciantes, debería mover a reflexión, ciertamente, y sobre todo debería escandalizar a una sociedad que, con total aquiescencia, se va dejando arrastrar poco a poco hacia una nueva forma de totalitarismo. 

II

He hablado solo de los dos casos a los que me acabo de referir por ser los únicos que he conocido personalmente en todos sus pormenores, pero no hace falta decir que son muchas las personas que han pasado por experiencias similares en todos los países occidentales. No hay duda de que, en este y otros terrenos, estamos ante un desafío al Estado de Derecho, promovido a menudo por autoridades académicas, líderes políticos, ministros de gobiernos progresistas, y a veces incluso amparado por leyes que niegan la presunción de inocencia. De ello habla en buena parte el pensador francés Alain Finkielkraut en su último ensayo, La posliteratura, publicado en español por Alianza editorial a principios de este año. No es este el primer libro que aborda el tema de la marea totalitaria que el rencor neofeminista, el multiculturalismo antieuropeo, el antirracismo racista y otras formas de identitarismo, junto con la histeria climática a lo Greta Thunberg, están levantando desde hace ya bastantes años en todo el orbe occidental. Finkielkraut no dice mucho más de lo que ya se ha dicho en Francia, especialmente aquejada por este azote, en otros ensayos de Pascal Bruckner o de Bérénice Levet, y en algunos más publicados en Europa y América, sin que nada de ello haya tenido la menor incidencia en el debate público; esto es precisamente lo más descorazonador: no se puede decir que no haya una reacción contra el fenómeno, y además por parte de las mejores mentes de nuestro tiempo, pero hoy en día la mayoría de los políticos y de la autoridades universitarias no leen más que lo que les conviene para su promoción y, si leen lo que no les conviene, lo echan al saco de lo despreciable. Finkielkraut, sin embargo, fue pionero en esta denuncia, pues es uno de los primeros pensadores que alertó, en La derrota del pensamiento (1987), sobre el poder de la estupidez organizada que empezaba a amenazar el mundo, y nunca ha dejado de ilustrarnos sobre el tema, lo que le ha valido el repudio del progresismo biempensante e incluso la agresión física a su persona en plena calle. Sin menospreciar en absoluto el valor de todo cuanto se ha escrito contra el nuevo estado moral que se intenta implantar en las sociedades democráticas, su último ensayo destaca sobre los demás por revelar hasta qué punto esa mentalidad inquisitorial y victimista que surge en buena medida de los departamentos universitarios norteamericanos, embebidos en delirios posmodernos, y ennoblece las bajas pasiones de las masas, siempre dispuestas a satisfacer su malestar con el odio a lo que desconocen, representa la desarticulación de los fundamentos ilustrados que han hecho posible la democracia. La democracia es ante todo el Estado de Derecho; es decir, el ordenamiento jurídico que garantiza los derechos de todos los ciudadanos más allá de la voluntad de las mayorías. Sin esa garantía, cualquier proyecto político podría imponer sin límites cualquier disposición contraria a esos derechos. Que las garantías jurídicas y no la voluntad ilimitada de un pueblo, que por lo demás no tiene otra voluntad que la que adquiere por mimetismo, al margen de los hechos y los razonamientos, son la pieza que sostiene el edificio democrático, no es algo sobre lo que se pueda discutir, a pesar de que la propaganda nacionalista, feminista, identitaria en todas sus variantes, induce cada vez más a creer lo contrario. El derecho es también lo que impide que todo ciudadano pueda ser condenado arbitrariamente, que es lo que desde el #MeToo se pretende normalizar como si se tratara de la mayor aspiración moral de una sociedad libre, cuando es todo lo contrario, cuando es el regreso a la injusticia organizada y protegida desde el poder. 

El derecho —escribe Finkielkraut— representa el esfuerzo grandioso de la civilización para arrebatar la justicia a la pasión justiciera. El derecho no conoce la verdad, la busca tratando los asuntos caso a caso y sometiendo a las partes a la prueba del principio de contradicción. 

Esa es la gran diferencia: el neofeminismo exige que la verdad sea declarada como tal antes de molestarse en conocerla, y que esa verdad declarada de antemano sirva para legitimar el deseo de destruir la reputación de cualquier acusado. Y añade Finkielkraut:

Para la justicia popular matizar es debilitar; distinguir es minimizar; individualizar las historias es pactar con el Mal. La gran máxima de todos los sistemas jurídicos civilizados —que la carga de la prueba incumbe a la acusación— le resulta aborrecible, puesto que ese principio implica no dar por cierto sin más el testimonio de las víctimas. Pero estas dicen la verdad indefectiblemente. Su palabra basta.

Los desmanes del neofeminismo o del feminismo de cuarta ola, como se le suele llamar en ocasiones, no ocupan ni mucho menos la mayor parte de La posliteratura, de cuyo título, de su profundo significado, me ocuparé más adelante. Lo que define este ensayo es la intención del autor de mostrar el vínculo entre las distintas manifestaciones de intolerancia irracional que en el siglo XXI alimentan los afanes destructivos de las masas más privilegiadas de este mundo como en otros tiempos los alimentaba la sangrienta utopía comunista, y cómo todo esto parte en gran medida de una educación «que da la palabra antes de dar la lengua». Y él, que es hijo del Mayo del 68, constata una diferencia radical con los devaneos revolucionarios de su experiencia juvenil: «(…) los profesores no se resisten: se ponen al frente, enseñan el camino». El camino que enseñan, en perfecta concordancia con los gobernantes de una izquierda enloquecida y de una derecha temerosa de ser tachada de extrema, cuando no hay nada en lo que coincidan tanto los dos extremos del espectro político como en la voluntad de usar el populismo para acabar con las libertades individuales, es el camino del repudio a todo lo que ha constituido la civilización euroamericana, la única capaz de someter sus iniquidades al freno de la ley. Ahí está el multiculturalismo con su propósito de igualar las culturas que promueven el maltrato a las mujeres, la persecución de la homosexualidad o el fanatismo religioso a las normas de convivencia que rigen en los países democráticos, como si el Estado de Derecho fuera una manifestación más de la maravillosa diversidad cultural que puebla la tierra y no un sometimiento de lo indeseable a lo digno. De lo que se trata es de aborrecer lo propio, aun cuando lo propio es, con irrebatible racionalidad, la superación de todo lo demás; el enemigo al que hay que combatir por todos los medios es el hombre blanco, como ya señalara también Pascal Bruckner en Un coupable presque parfait. Lo dice abiertamente Robin DiAngelo, doctora en Educación Multicultural, profesora de la Universidad de Washington y activista por la justicia social, a la que cita Finkielkraut: «Hay que luchar por ser menos blancos». Es decir, por abolir todo lo que hemos logrado en la construcción de una sociedad libre, para lo cual no solo hay que denunciar las crueldades cometidas por el imperialismo occidental en tiempos predemocráticos, ya perfectamente denunciadas por su irrevocable superación, sino que también hay que borrar todo lo que ha producido la cultura del hombre blanco. 

Para la futura élite euroamericana —dice Finkielkraut—, Platón y Aristóteles, Homero y Virgilio, Dante y Kant, Miguel Ángel y Beethoven inculcan tal sentimiento de superioridad en los miembros de la raza dominante que estos llegan a creer que pueden permitírselo todo. Para reducir la violencia en el mundo, es urgente bajarles los humos.

Y así vemos como se queman libros en Canadá, como en Estados Unidos y en Europa se eliminan obras clásicas de la literatura de los currículos escolares y como se escriben ensayos condenando a Nabokov o se intentan retirar cuadros de Balthus por sus supuestas apologías del abuso. Es el mismo combate que se propone socavar los fundamentos del derecho, pues para Finkielkraut la literatura, el arte y el derecho conforman los pilares de lo que nos hace libres, y ello es así porque, a diferencia del identitarismo colectivista, tanto lo literario como lo jurídico se ocupan de lo particular, de describir en un caso y analizar en el otro lo real y concreto de la experiencia humana: 

En tiempo ordinario, hay dos antídotos contra la desaparición de lo particular en lo general: la literatura y el derecho. La atención a las diferencias y el rechazo a pensar en masas, que caracterizan el enfoque jurídico y el enfoque literario de la existencia, nos preservan de la ideología.

Me he ocupado en otros textos de explicar en qué consiste la llamada verdad poética y en singularizar la literatura, el arte y el derecho (y también el rigor científico) como las únicas armas que posee el hombre para enfrentarse al mimetismo irracional al que tiende por naturaleza y que la sociedad de la hiperimitación en la que vivimos en el siglo XXI ha convertido en furiosas identidades colectivas luchando por imponerse y por imponer. La verdad está en el conocimiento, y es solo en estas laboriosas construcciones del espíritu y la inteligencia donde se obtiene el conocimiento. De modo que no puedo coincidir más con Finkielkraut cuando señala el derecho y la literatura como los motores de la civilización. Y es su convencimiento de que el asalto a esos dos pilares de la cultura occidental significa la sumisión de la justicia a la pasión justiciera y de la verdad literaria a la verdad autoritaria, de la experiencia individual a la imposición identitaria de colectivos prefabricados, lo que, tras un diálogo que entra y sale del libro con sus autores contemporáneos más queridos, Philip Roth y Milan Kundera, le lleva a ser pesimista sobre nuestro futuro. 

Occidente se dice adiós —escribe acercándose ya a las últimas páginas de su ensayo—. Adiós, no hasta la vista. Porque es de temer que esa Gran Rectificación no sea un delirio pasajero, pronto desacreditado por sus excesos, como tantas otras modas intelectuales, sino el acompañamiento ideológico de un proceso inexorable: la deseuropeización del Nuevo Mundo y del Viejo Continente.

Y si llama a su ensayo La posliteratura es precisamente porque ese proceso inexorable nos conduce a un mundo en el que los libros dejarán de cumplir su función de reflejar sin apriorismos morales lo particular de la condición humana para servir solo de modelo a la conducta que deben observar los colectivos bajo el ojo siempre vigilante de la ideología. Ya hay, desde hace tiempo, un periodismo que se dedica a eso: el que, para satisfacer la pasión justiciera en detrimento de la justicia, condenó a Joan Ollé al ostracismo y el que, en todos los países democráticos, condena a otros muchos a seguir su misma suerte. 


Ilustración: Cargado con una culpa inmerecida. Litografía del escultor alemán Ernst Barlach (1870-1938), via lookandlearn.