Pensamiento

La libertad esclava

En su ensayo Dos conceptos de libertad (1958), Isaiah Berlin refiere que los historiadores de las ideas han documentado más de doscientos significados de la palabra libertad. La cifra impresiona y da cuenta de hasta qué punto se trata de un concepto poroso, por utilizar el mismo adjetivo que Berlin, aunque tal vez deberíamos decir vaporoso, o incluso vacío, pues no parece referirse a nada que pueda ser reconocido como tal en todo momento y lugar. Las disquisiciones sobre su naturaleza, los intentos, furiosamente disputados, de obtener una definición universal del concepto, constituyen una preocupación prominente en la antigüedad clásica, y la siguen constituyendo, supeditada a las sucesivas necesidades de la teología y la política, hasta nuestros días. Con el tiempo, en sus más vulgares versiones, las que impulsan todos los movimientos de masas, no ha llegado a ser, junto a la verdad, más que una idea acomodadiza cuya inconsistencia, por utópica o abstracta, no impide a sus fieles voceadores tomarla como axioma de sus designios totalitarios. Usada como reclamo de las insidiosas ilusiones de la promesa y la identidad, nada ha amenazado tanto las libertades como la Libertad. 

Por su parte, la filosofía política, de Locke a Stuart Mill, se ha esforzado por dotar el concepto de un justo sentido práctico. Sean considerados progresistas, como Benjamin Constant, o conservadores como Tocqueville, los pensadores más influyentes en el camino hacia la democracia liberal han coincidido en la necesidad de proteger al individuo de los abusos de poder del Estado y de las mayorías sociales, de evitar la intromisión en la vida privada y, en definitiva, de no imponer más restricciones de las imprescindibles en la construcción personal de la experiencia vital de cada ciudadano. Se ha llamado a este principio «libertad negativa», y junto a ella, en el ensayo al que me he referido al principio, Berlin señaló la existencia de la «libertad positiva», una noción que, aplicada en su justa medida, que es la de procurar que las instituciones pongan remedio a las limitaciones que las condiciones sociales imponen a la libertad de acción (principalmente, acceso a la educación y la sanidad), tiene su sentido siempre que no sirva de excusa para recortar la libertad negativa, como en la práctica ha acabado ocurriendo en algunas de las democracias occidentales. Un caso extremo de esta deriva lo tenemos en el acceso a ciertas universidades canadienses, que ya excluyen tajantemente a los varones blancos que no se acreditan como discapacitados o como miembros del colectivo LGTBI (o LGGBDTTTIQQAAPP, como propugnan algunos activistas en franca competición con las contraseñas de wifi). Ese estado de cosas es sin duda la mayor amenaza que ha conocido la democracia desde los movimientos totalitarios del pasado siglo y, si se le deja seguir actuando a sus anchas, si no hay pronto una reacción operativa que anule de un plumazo estos abusos y que solo podría venir de un cambio de poder en las instituciones que restituya los valores tradicionales del liberalismo, nuestras sociedades se irán decantando cada vez más hacia un autoritarismo no declarado, que en gran parte ya reina en muchos ámbitos de la vida pública y especialmente, trágicamente, en la educación. Y todo eso se hace enarbolando la bandera de la libertad. 

Ahora bien, la libertad ha sido a lo largo de los tiempos algo mucho más complejo por sus reformulaciones y sus contradicciones que la idea que nos puede dar de ella su tratamiento en los proyectos políticos, los ordenamientos jurídicos y las disposiciones de los gobiernos, y es muy conveniente contar con una perspectiva histórica que ayude a comprender por qué se ha dado ese nombre a tan distintas aspiraciones y cómo se ha convertido, en nuestra época, en coartada de indignidades, abusos y tiranías. Esa perspectiva nos la ofrece un ensayo reciente, La libertad desnuda, de José Sánchez Tortosa (Confluencias editorial) que no cataloga los más de doscientos significados de la palabra a los que alude Berlin, lo cual resultaría probablemente tedioso, pero sí que explica, con maestría intelectual, oportuna erudición y una elegancia de estilo poco frecuente en la producción ensayística, cómo la libertad ha llegado a ser lo contrario de lo único que puede ser: la capacidad de elegir, que solo puede proceder del conocimiento. El autor, partiendo de los grandes pensadores de la filosofía helenística, romana y renacentista, y recuperando luego este legado en la Ética de Spinoza, no deja de insistir en el conocimiento como condición necesaria para la libertad, aunque no es el suyo un libro de tesis, sino más bien una exposición de las discusiones, y a veces aceradas disputas, que el pensamiento sobre la libertad ha ido produciendo. En este itinerario, deteniéndose en la dificultad que comporta la capacidad de elección, se encuentra con el asno de Buridán, el equino que ante la imposibilidad de elegir entre dos sacos de heno se deja morir de hambre, y ve esa paradoja aplicable a nuestro presente. 

El caso parece hecho a medida ⎯escribe⎯ de los tiempos de sumisión voluntaria que corren. El mando a distancia y el dispositivo móvil al tacto constituyen hoy esa negación de la decisión libre, no por eliminar o anular opciones por identificación y confusión, sino por su multiplicación al infinito, neutralizando cualquier criterio intelectual para discriminar entre ellas.

Y la adquisión de ese imprescindible criterio intelectual empieza ya a ser negada en el ámbito destinado a su desarrollo: la pedagogía, entregada asimismo a la sumisión, ya considera obsoleto el ejercicio de la memoria, pues en Google ya está todo lo que uno puede necesitar, y ya no parece destinada sino a producir asnos indecisos hasta la muerte. Sin memoria, no esa memoria a la que el oportunismo político llama «histórica», sino la memoria en su sentido más elemental, la de tener en la cabeza la información que se precisa para pensar, no es posible ejercer la libertad. 

Las incursiones de Sánchez Tortosa en los horrores del presente no abundan en su ensayo, que está compuesto esencialmente de lúcidos comentarios de texto de los autores más importantes de la tradición occidental. Sin embargo, todo lo que expone contribuye a entender que el mal de nuestro tiempo se encuentra en esa derrota del pensamiento que, ya a finales de los ochenta, dio título a un libro de Alan Finkielkraut en el que diagnosticaba ese mal; en una renuncia al conocimiento que deja la libertad en manos de sus vacíos vociferantes.  Y acabo mi comentario sobre la libertad con unas palabras de este valioso ensayo sugeridas al autor por su lectura de Spinoza:

El conocimiento permite al sujeto, en una medida siempre limitada, gobernarse a sí mismo, es decir, ser dirigido por esa potencia, la racionalidad de estirpe geométrica (filosófica), que no es propiedad exclusiva de nadie (…). Como en su momento se recordó, no cabe libertad sin conocimiento, ni conocimiento sin memoria, por lo cual, la esclavitud tallada en la ilusión de la libre voluntad es vástago de la democracia. ¿Qué libertad es esa que incapacita para pensar y, por tanto, decir lo que no se recuerda? ¿Qué poder es el que aboca al sujeto a actuar a base de los espasmos y sacudidas de los afectos y la ignorancia? Llamar a eso libre voluntad es un triste sarcasmo que Spinoza no tolera. 


Ilustración: La libertad guía a los patriotas, autor desconocido, via lookandlearn.