Editorial

Contra la razón democrática

Ninguna deriva política de todas cuantas se han producido desde la Transición española a la democracia ha amenazado tanto al Estado de Derecho como el reconocimiento, por parte de uno de los principales partidos de gobierno, de los dos mitos fundacionales del independentismo catalán. Uno de ellos, la sentencia de 2010 del Tribunal Constitucional sobre el Estatut como causa inmediata de la revuelta catalana de 2017, no queda lejos en el tiempo; el otro, el de la pérdida de los fueros y las constituciones de Cataluña con el decreto de Nueva Planta (1714) se remonta al Antiguo Régimen, setenta y tres años antes de que se aprobara la primera Constitución plenamente democrática del mundo, la de Estados Unidos en 1787. Solo la artillería propagandística de historiadores, gobiernos, educadores y medios de comunicación afines al nacionalismo y la profunda ignorancia, no solo del pueblo llano sino también de sus dirigentes políticos, de los fundamentos de la democracia moderna pueden explicar que una sociedad entera se haya llegado a tragar durante décadas la burda manipulación de unos hechos históricos que nada tienen que ver con lo que se reclama. Qué duda cabe que la palabra constituciones, que no designaba otra cosa que los privilegios de nobles y comerciantes del Antiguo Régimen, contribuye también mucho, por su coincidencia con la que actualmente designa las leyes fundamentales de las naciones libres, a la sugestión de tomar por democrático lo que era en realidad la quintaesencia de la opresión social por los derechos de clase. Pero vayamos por partes y empecemos por lo más cercano en el tiempo.

Se ha repetido hasta lograr meterlo en la cabeza de un número creciente de ciudadanos que la causa elemental de la desafección de los catalanes hacia el orden político del 78 y de la declaración de independencia del Parlamento de Cataluña del 10 de octubre de 2017 fue la sentencia del Tribunal Constitucional que anulaba algunos artículos del nuevo Estatut aprobado por la Cámara autonómica y el Congreso de los Diputados. Quien fuera entonces presidente de la Generalidad, José Montilla, declaró: «Ningún tribunal puede jugar con los sentimientos y con la voluntad de los catalanes», frase que debería pasar a la historia como una de las infamias políticas, no se sabe si debida a la barbarie o al cinismo, más ridículas de todos los tiempos, pues no puede gobernar una sociedad quien no sabe o pretende no saber que la mayor garantía de las libertades en una democracia son los tribunales de casación y que no hay nada más opuesto a un Estado de Derecho que los sentimientos de los ciudadanos entendidos como un factor de decisión. Sin embargo, la afirmación de Montilla, difundida como un dogma por los medios afines al nacionalismo, hizo su efecto en el ánimo de una parte importante de la población siempre dispuesta a hacer valer sus sentimientos ⎯sentimientos, por otra parte, inducidos por una propaganda persistente⎯ como razón última de la voluntad política. Solo en una pequeña parte: la estricta verdad es que las encuestas del CEO (el centro de estudios de opinión de la Generalidad de Cataluña) mostraron que el apoyo al independentismo aumentó solo del 21,5 % al 24, 3% tras la aparición de la sentencia en junio de 2010, y este porcentaje se mantuvo estable hasta finales de 2011. Por otra parte, en mayo de ese año, el nuevo presidente de la Generalidad, Artur Mas, firmó un pacto de gobernabilidad con el PP, el partido al que se considera, por su recogida de firmas contra el Estatut, el mayor enemigo de Cataluña y el artífice de la sentencia constitucional. No obstante, no parece tampoco que el pacto con el diablo influyera para nada en el aumento del independentismo. El apoyo a la secesión se disparó a partir de 2012 y la única explicación posible es la intensificación de la máquina de propaganda que el nacionalismo catalán forzó después de la victoria por mayoría absoluta del PP en las elecciones de noviembre de 2011 al Congreso de los Diputados, lo que dejó a Convergencia i Unió sin el papel decisivo que tenía en Madrid. El independentismo nace, pues, como una huida a la desesperada para tapar la corrupción política y económica de quienes ostentaban el gobierno autonómico. Los centenares de miles de catalanes que se lanzaron a la calle en 2012 (millones, según sus partidarios) lo hicieron respondiendo a las llamadas mesiánicas de Artur Mas, que incluso llegó a fotografiarse en un cartel con los brazos abiertos a la manera de un Moisés que conduce a su pueblo hacia un destino triunfal. Se dijo entonces que era ese pueblo, desengañado, indignado, enfurecido el que había conducido espontáneamente a sus políticos a luchar por sus derechos contra el Estado opresor, pero ese relato, que nadie podía negar bajo pena de verse convertido en enemigo de Cataluña, no puede engañar a quien tenga un cierto conocimiento de cómo se producen los tumultos y las rebeliones. Y así es como el independentismo subió hasta acercarse al 50 %, incremento en el que también tuvo mucho que ver la misma crisis económica que provocó el Brexit y llevó a Trump a la presidencia. Nada que ver con la sentencia sobre un Estatut que el mismo Pujol dijo que no hacía ninguna falta y que interesó tan poco a la sociedad catalana que, cuando fue puesto a votación, solo acudió a las urnas un 30 % del censo.

En cuanto al otro mito, el que se remonta a la España de 1714, ya ha quedado dicho que los fueros y las constituciones catalanas abolidas por el decreto de Nueva Planta no eran más que privilegios de las clases dominantes del Antiguo Régimen. Entre otras cosas, su abolición eliminó los aranceles internos, de acuerdo con la liberalización del comercio que se estaba produciendo también en otros países europeos, y permitió la expansión de la economía catalana. En realidad, apelar a la restitución de esos fueros y esas constituciones es desear que el actual sistema de democracia liberal sea sustituido por leyes feudales. No hay otra cosa. Ahora bien, suponiendo que hubiese alguna razón para considerar que el decreto de Nueva Planta justifica las actuales pretensiones del nacionalismo catalán, el solo hecho de reivindicar derechos históricos seguiría siendo incompatible con los principios de una democracia liberal, que solo entiende, solo puede entender, de derechos y obligaciones universales, para todos los ciudadanos sin distinción de procedencia, sexo, raza o creencias. El independentismo, pues, debería explicar en primer lugar por qué pretende sustituir esos derechos y esas obligaciones, y si no pretende sustituirlos no tiene ningún sentido la independencia. Cataluña ha gozado con la Constitución del 78 de las mayores cotas de autogobierno democrático que ha conocido en toda su historia. Los agravios económicos que alega el independentismo han sido desmentidos con argumentos fuertes por numerosos estudios académicos; la lengua catalana, a pesar del victimismo permanente de los nacionalistas, no solo no está perseguida sino que se impone en la práctica como única lengua oficial de la educación y la administración pública contraviniendo la cooficialidad establecida por la Constitución, y no hay ninguna duda de que el Estado español es de los más descentralizados del mundo. Ante estas verdades es imposible entender que el partido que aspira a gobernar de nuevo el país asuma, contra toda razón democrática, los mitos del independentismo y le conceda, en consecuencia, todas sus demandas. Si el pacto entre el PSOE y Junts se aplica tal como se ha suscrito, España dejará de ser una democracia.