Ciencia

De la viruela y otros asuntos

En un mundo cada vez más familiarizado con la insensatez, no es improbable que el movimiento antivacunas crezca hasta niveles asombrosos. De momento, solo la mitad de la población española se manifiesta muy de acuerdo con la afirmación según la cual las vacunas son completamente seguras y eficaces. El esfuerzo de las minorías racionales por aislar la investigación científica de las creencias sin sentido tal vez pueda dar algunos resultados en una opinión pública poderosamente mimética de lo que se cuece en el ambiente; sin embargo, esa tendencia puede ser solo pasajera, y a la menor oportunidad que tenga lo irracional de jugar sus bazas podría invertirse la partida. Como decía Josep Pla, después de admitir ―lo que no era nada habitual en él― la existencia de un cierto progreso moral, en cualquier momento puede aparecer un loco y echarlo todo a rodar. Aparecieron varios en su tiempo y todos fueron aclamados por sus pueblos; en el nuestro, muchos parecen dispuestos a trazar caricaturas de la historia.

Los más desquiciados, que no son pocos, están convencidos de que, con la vacuna de la COVID-19, nos van a introducir en el cuerpo un microchip desarrollado por Bill Gates para tenernos controlados las veinticuatro horas del día mediante la nueva tecnología criminal del sistema: el 5 G. Por su parte, «El Roto» ha publicado un buen número de viñetas en las que viene a decir que las vacunas no son más que un negocio inmundo, que no contienen remedio alguno o que contienen lo que representa el excremento que el dibujante pone dentro de una probeta, lo cual brinda al movimiento antivacunas el favor de la nueva izquierda, pues «El Roto» suele halagar con su arte las sensibilidades de una progresía a la que nunca se la ha oído llamar negacionistas a los enemigos de las vacunas mientras no ha dudado en usar ese término ―históricamente aplicado a quienes niegan la realidad del Holocausto― para referirse a los críticos del calentamiento global o de los dogmas feministas. Pero no es necesario estar completamente loco para apuntarse al recelo o la hostilidad abierta hacia la vacunación. Yo he oído decir a personas aparentemente equilibradas que si en los próximos meses surge una vacuna contra el coronavirus no van a ser ellos quienes se la dejen administrar. El argumento que se ofrece es que, en tan poco tiempo, no es posible desarrollar un producto con garantías: «¡Ah, no, conmigo no van a experimentar!». De algún modo se empieza, y no hay que pasar por alto que, a finales de esta segunda década del siglo, subsiste y se refuerza una secular desconfianza hacia la ciencia, como un remedo del terror que inspiran los poderes del brujo. Ha ocurrido siempre, pero en épocas precientíficas el miedo podía tener ciertos fundamentos de los que carece en la actualidad. Lo que ahora aviva el fuego de la indignación es un afán irracional por acabar con el sistema, y la ciencia no es menos sistema que el Estado de derecho, la libertad de comercio o la libre circulación de ideas.

Todo tiene precedentes. Al volver a Inglaterra en 1718, tras dos años de estancia en Estambul, acompañando a su esposo ―recién nombrado embajador del Reino de Gran Bretaña ante el Imperio Otomano―, Lady Mary Wortley Montagu, poeta y autora de unas cartas de exquisita prosa, se llevó consigo una cura para la viruela de la que tuvo conocimiento en Turquía. Se trataba de inocular a los niños, y a veces también a los adultos, un polvo extraído de las costras de un enfermo de viruela. Con ese tratamiento, que se cree originario de China e India, los pacientes desarrollaban una forma leve de la enfermedad y quedaban inmunizados de por vida. La inoculación, sin embargo, no siempre daba los resultados que se esperaban, y en ocasiones el inoculado podía enfermar gravemente y hasta llegar a morir, aunque en general el procedimiento se mostraba eficaz. A pesar del riesgo que corría, Lady Mary lo probó con éxito en su hijo recién nacido y, ya en Londres, convenció a la princesa de Gales para administrar la cura a los ciudadanos británicos. A medida que la inoculación se fue extendiendo, los europeos se dividieron en bandos. Roma se oponía a ella por motivos religiosos; para otros, el rechazo obedecía a razones morales y, por supuesto, también al miedo. Se decía que los ingleses eran seres perversos que hacían enfermar a sus hijos sin necesidad alguna. Como no podía ser de otro modo, la minoría ilustrada acogió el descubrimiento en su ideal de progreso, en especial Voltaire, quien, en su undécima carta filosófica, donde hace una defensa de esa rudimentaria protovacuna, elogió la inteligencia y el coraje de Mary Montagu, «una de las mujeres de Inglaterra que tienen más espíritu y más fuerza en el espíritu».

Hablo de unos tiempos en los que solo las matemáticas y la física, después de la admirable obra de Newton, podían considerarse ciencia, por lo que es explicable una cierta desconfianza hacia el nuevo avance médico, aunque la experiencia hacía indudable que la inoculación temprana del virus representaba, en términos generales, un beneficio enorme para la sociedad, y los motivos que se alegaban para rechazar la inoculación no eran siempre debidos a la prudencia ni mucho menos racionales. Rousseau no se oponía del todo al tratamiento contra la viruela que Lady Mary había aprendido de los turcos, pero, a diferencia de sus antiguos compañeros de armas, tampoco lo aprobaba con entusiasmo; digamos que le parecía bien y mal a la vez. En el libro segundo de Emilio o De la educación, se refiere a los dos partidos en liza. Para los abogados de la inoculación, según el punto de vista de Rousseau, se trataba de proteger del peligro «a esa edad en la que la vida es más preciosa, con riesgo para aquella en la que lo es menos», aunque a continuación el autor del Emilio no duda en socavar la premisa de su argumento y se pregunta si se puede llamar riesgo a la inoculación bien administrada. Ve esa práctica como una consecuencia de la sociedad civilizada en la que viven él y sus lectores, y no puede dejar de advertir acto seguido que la renuncia a la protovacuna de la viruela constituye una posición mucho más acorde con los principios generales que le iluminan: «Dejar obrar en todo a la naturaleza en los cuidados que gusta tomar a su cargo, y que abandona tan pronto se entromete el hombre. El hombre de la naturaleza está siempre preparado: dejemos que lo inocule esa maestra; ella elegirá el momento mejor que nosotros». Y, tras afirmar que la inoculación no rinde a la naturaleza el respeto debido, se apresura a dejar claro para el lector confundido que no la condena, tal vez porque no quiere que sus reparos se sumen a los de la Iglesia. Él no desea que su discípulo, Emilio, se someta a esa prevención antinatural de la enfermedad, pero al mismo tiempo entiende que se quiera proteger, por cualquier medio, la vida de los futuros adultos, y corona sus vacilaciones con una especie de declaración salomónica que, queriendo ser de compromiso, resulta cuando menos un mal sarcasmo: «Si se le administra la viruela [a Emilio], tendrá la ventaja de prevenir y conocer su mal por adelantado; algo es algo; pero si la adquiere naturalmente, lo habremos protegido del médico, lo que aún es más importante».

Allan Bloom, en su ensayo Amor y amistad, interpreta la posición de Rousseau en relación con el marco general de su pensamiento. El filósofo ginebrino rechaza, como sabemos, el embrutecimiento del hombre en las sociedades civilizadas. Los médicos solo existen en los países desarrollados, y no le parece noble que en esos países se quiera preservar la vida a cualquier precio, pues no hay que tener mucha estima por la clase de vida que se lleva en ellos. Al mismo tiempo, no se atreve a impugnar un descubrimiento que evita a todas luces el padecimiento de una enfermedad que resultaba mortal en muchos casos. Sea como sea, los equilibrios verbales que practica Rousseau para mantenerse fiel a sus principios y no aparecer como un desalmado enemigo del progreso le conducen, a cada paso, a contradecir sus propias reflexiones.

La mentalidad de nuestro tiempo se nutre a menudo de una lógica similar a la rousseauniana. Se exponen dos principios contradictorios, se acepta la conveniencia de optar por el más razonable y se opta a continuación por el que no lo es tanto o no lo es en absoluto, pero se le reconoce como políticamente correcto. No es esa una estratagema muy distante de lo que, en los últimos años, se ha dado en llamar posverdad, esa actitud tan propia de este siglo y que consiste en sostener sin inmutarse una opinión cualquiera a pesar de que la obviedad de los hechos la refute sin apelación. 

Hay sin duda, en la obra de Rousseau, un legado político, social y espiritual que ha contribuido decisivamente a forjar la tradición moderna de Occidente, pero nada de eso sobrevive en el discurrir de los movimientos populares del siglo XXI. Lo que, en cambio, sí permanece en ellos es la lógica del que cree que la civilización destruye la naturaleza humana y que, en nombre de su recuperación, hay que resolver todas las contradicciones de acuerdo con los principios que justifican esa empresa y no con lo que aconseja la frialdad de los hechos. Es esta una carga nuclear que ya llevan en su seno todas las ideologías y que, si la situación es propicia, se acaba soltando para hacer emerger tras su estallido el espeso hongo del totalitarismo. Las advertencias llegan por todos lados sin que aparezca en el horizonte una fuerza capaz de contener la locura. Los postulantes del movimiento antivacunas no luchan por una causa más racional que otras que a día de hoy ya inspiran el poder político. Se dinamitan los cimientos de la medicina, de la biología, de la educación y del arte; se censuran novelas, pinturas, películas; se aborrece la libre circulación de ideas; se niega la palabra a los discordantes; se pervierte el lenguaje; se rechaza, por indecente, todo lo que ha constituido la civilización occidental, el único espacio de libertad y progreso que ha conocido el mundo. En tal estado de cosas, si los agentes racionales no logran impedirlo a tiempo, no solo prosperará el movimiento antivacunas, sino también la heterofobia, el puritanismo y la magia simpática, y los tribunales populares impartirán justicia en nombre de las abstracciones identitarias, como ya está ocurriendo sin tregua en las universidades americanas. También fue Josep Pla quien dijo que la gente solo comprende las cosas utópicas e hipotéticas, y que hace falta mucha inteligencia para comprender lo real y concreto, observación que revela como un foco dónde se encuentra el problema de nuestro siglo.


Foto: Campaña contra la viruela, c. 1940, via Wellcome Library