Pensamiento

Molestia

La felicidad resulta, por abstracta, razonablemente molesta, y si se piensa en su plena realización, por inimaginable, queda relegada al mito. Algo tiene esta idea también de burlesca cuando a menudo es difícil la adecuada ponderación de la tragedia —sea ésta íntima, como el amor en vano o la pérdida de un ser querido, o comunitaria; por ejemplo, alguna circunstancia que imposibilite la paz en un territorio—, y así parece que uno —el que escribe, y todo aquel que lo vea de igual manera, claro— necesite incluso del cobijo de la infeliz autopercepción para no acabar agotado; sin dejar de preguntarse, en el fondo, si es precisamente esa aparente comodidad la que más le consume.

Esa mítica molestia fue una preocupación capital para el pensamiento estoico: según Séneca, «es feliz el que tiene un juicio recto; es feliz el que está contento con las circunstancias presentes, sean las que quieran, y es amigo de lo que tiene; es feliz aquel para quien la razón es quien da valor a todas las cosas de su vida». Así pues, la felicidad solo puede entenderse en consonancia con lo racional, algo auténticamente humano, ya que se necesita de esto para tomar conciencia de aquello, y los inconscientes, además de no ser felices y de no poder serlo, quedan, por tanto, reducidos  «al número de los animales y de las cosas inanimadas». 

De la virtud, como el bien supremo, dice el estoico que es imperecedera; en oposición al placer, algo tan bajo que acaba apenas comienza, y, pese a no seguir la misma doctrina, en la necesaria relación entre una vida feliz y una vida virtuosa, coincidía con Epicuro, quien entendía la recta razón como fuente de las demás virtudes, requerida para desear —él sí incluía el placer, solo necesario cuando su falta es motivo de dolor, en la vida feliz— de forma comedida. De este modo sería posible vivir «como un dios entre los hombres».

Con tal de fortalecerse, de salvar al individuo desgarrado, hay que reconocer, por contradictorio que parezca, el poder universal de la razón al mismo tiempo que la pequeñez de uno en el conjunto: «Recuerda que cada uno vive exclusivamente el presente, el instante fugaz. Lo restante, o se ha vivido o es incierto; insignificante es, por tanto, la vida de cada uno, e insignificante también el rinconcillo de la tierra donde vive», escribe Marco Aurelio en sus Meditaciones. Admitiendo estas insignificancias, pero venerando a la vez el intelecto, la razón, nuestro daímon, puede ser el hombre felizmente dueño de sí, autárquico, pues dejará de deambular y acudirá, dirigiendo la mirada hacia el presente, en su propia ayuda; similar es uno de los últimos consejos del Enquiridion de Epicteto: «Si continúas siendo negligente y perezoso, y siempre aplazas las cosas añadiendo excusas a más excusas, posponiendo el día en que te dedicarás a ti mismo, se te pasará la vida sin darte cuenta y, sin haber progresado, seguirás siendo alguien del vulgo hasta el día de tu muerte».

Vivir en consonancia con la naturaleza —la del hombre, es decir, su razón—, evitar las preocupaciones provenientes de aquello que no dependa de nosotros, de lo que no podamos responsabilizarnos, y tener, nunca mejor dicho, presente la temporalidad del ser, y comprender, por consiguiente, que pertenecemos al movimiento, que hay que moverse, actuar, son —sin ignorar la radicalidad de la segunda—, desde luego, fórmulas que conviene tener en cuenta para vivir una vida que merezca la pena ser vivida, pero, por el riesgo que conlleva su interpretación, la estoica resignación ante el destino no es fácil de rescatar; más deseable para el hombre contemporáneo me parece la concepción orteguiana del mundo como la «dimensión de fatalidad que integra nuestra vida», porque vivirla, dice, no es otra cosa que «sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad», a elegir. El riesgo al que me refiero, la alternativa a esa fatalidad, es la quietud —esta especie de renuncia desesperada, recuerda Ortega que es también, aunque negativa, una decisión—, y quien no esté dispuesto a asumir los inciertos efectos de sus elecciones, quien prefiera apartarse del espacio del movimiento, del movimiento racional, por miedo a lo repentino —al azar inestable; algo parecido diría Epicuro—, quien se niegue a admitir, en definitiva, la naturaleza de las cosas, que al menos recuerde, y vuelvo ahora al emperador, la digna salida que le queda: «Abandona definitivamente la vida, no con despecho, sino con sencillez, libre y modestamente, habiendo hecho, al menos, esta única cosa en la vida: salir de ella así».


Foto: Estatua ecuestre de Marco Aurelio, en la Piazza del Campidoglio via Wikimedia Commons