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Conspiraciones de Baroja

Tras la puerta entornada del pequeño huerto había un viejo con un libro en la mano, sentado sobre un montón de ramas secas. Cuando el sol iba retirándose, el viejo solitario paseaba por el acantilado de la costa. Vestía pantalón corto, chaleco de ante con botones de nácar, corbata blanca, casaca oscura. Es Gastón Etchepare, solitario en el caserío Iturbide, en Bidart, no lejos de Bayona. Personaje real emparentado con los Baroja ―los padres del novelista le habían tratado―, un muy joven Eugenio de Aviraneta, protagonista de Memorias de un hombre de acción, visitará a Etchepare recluido en el reposo melancólico del revolucionario que, de tan apasionado republicano, Bonaparte había rechazado. Caminan bajo el crepúsculo. Etchepare hablaba con pasión de Danton y Robespierre, de Saint-Just, de los choques entre la Montaña y la Gironda, de las grandes figuras plutarquianas que inspiraron las virtudes revolucionarias. Como personaje infrecuente y menor de las Memorias de un hombre de acción, de Pío Baroja, la aparición de ese viejo revolucionario viene a condensar todo lo que Aviraneta quiso ser y fue y lo que a Baroja le bastó con imaginar. La mitología de los grandes personajes de la Revolución francesa, esa aceleración del tiempo, embriaga al Aviraneta  prácticamente adolescente.   

Etchepare le aconseja a Aviraneta que lea a Voltaire y le introduce en la masonería.  Es el primer paso en el mundo de las sociedades secretas, un hábitat natural para la conspiración activa en el que Aviraneta prefiere siempre la efectividad a los ritos. En Irún funda su primer cónclave secreto con algunos amigos, «El Aventino», tanto para la barrabasada como para tributar homenaje a los héroes de la Revolución francesa.  En 1989, al celebrarse el bicentenario de la Revolución francesa, algunos historiadores ya le dieron la vuelta al mito de la toma de Bastilla, reconociendo el genocidio de la Vendée, las jornadas vesánicas y sangrientas del Terror y el golpe de Estado de Napoleón, pero para el joven Aviraneta en 1789 habían culminado los ideales de la libertad, frente a una sociedad enajenada por la tradición y el clericalismo. En fin, Aviraneta ―y más aun tratando al viejo Etchepare― descubre pronto sus instintos anti Ancien régime. Asume con pasión la mitología arrolladora de la Revolución francesa, eje de la legitimidad republicana, con la simbología elocuente de la toma de la Bastilla, de la que ahora sabemos que allí solo había una docena de prisioneros, entre ellos un irlandés enloquecido que creía ser Julio César. 

Pariente de los Baroja, un ogro del pasado, Aviraneta (1792-1872) secuestra la obra literaria del novelista que en las veintidós entregas de Memorias de un hombre de acción relata desde 1807 a 1847, con sus discontinuidades clásicas y su cascada de personajes,  la larga marcha de un conspirador tan enrevesado como íntegro, desde los prolegómenos de la invasión napoleónica, la restauración fernandina, el trienio liberal, las guerras carlistas hasta la caída de María Cristina y el reinado de Isabel II. Después de haber oído hablar muchas veces de aquel pariente algo misterioso, Baroja comienza la investigación histórica en 1911 y es en la casona de Itzea ―recién adquirida por los Baroja― donde comenzó el galope de la serie novelística de Aviraneta. Existe toda una mitología de las casas de escritores, de Curzio Malaparte a Goethe, la mansión de Victoria Sackville West, de Dickens a Balzac, del Iasnaia Poliana de Tolstoi al Verney de Voltaire. Itzea está en primera línea. Como palacio sucinto de familia noble, la casona que Baroja compró correspondía a una readaptación arquitectónica de inicios del siglo XVIII, con tejado a cuatro aguas. Baroja fecha el primer volumen de Memorias de un hombre de acción en Itzea, en octubre de 1912. Con El aprendiz de conspirador la presencia de Eugenio de Aviraneta en la obra de Baroja va a ser permanente hasta 1934, cuando publica Desde el principio hasta el fin, reflejando en las conspiraciones liberales de Aviraneta un tramo de la historia de España que viene a ser el fulgor y la tiniebla de un siglo XIX muy agitado, a menudo equiparable a la mayoría de las naciones de Europa. 

Baroja había nacido en 1872 durante el pintoresco y tan breve reinado de Amadeo de Saboya, errática viñeta de una España que iba de corte en corte en busca de un rey y por eso provocando litigios internacionales. Un año después, el masónico rey electo se fue diciendo: «Non capisco niente». Ese era el año de la reelección de Ulysses S. Grant, la publicación de El origen de la tragedia, la concepción de la teoría de conjuntos. Los microscopios mejoraban en precisión. Primeras máquinas de calcular. Reunión con Marx de la Primera Internacional en la Haya. Martín Fierro. La tercera guerra carlista. Baroja muere en 1956, cuando el primer cable transatlántico. Estado de excepción en España. Francia abandona Saigón. Primer ordenador transistorizado. Pacto de Varsovia. Kruschev revela su informe contra Stalin. Base naval conjunta en Rota. TVE comienza a emitir. Rebelión y sojuzgamiento en Hungría. Crisis de Suez.  Muchas pruebas nucleares. Castro inicia la revolución. España ingresa en la ONU. 

«Bueno, vamos», diría un personaje barojiano, al salir de una posada, en la noche afilada, camino de una conspiración sin fin. Eso fueron las memorias de Eugenio de Aviraneta que Baroja compiló, ordenó y reinventó en la medida en que la literatura es Historia y la memoria es acción. Todo lector de Baroja ha leído del derecho y al revés las Memorias de un hombre de acción, al galope con el escuadrón del Brigante, con El Empecinado y contra el cura Merino, entre exaltados y jovellanistas, entre el poder y la cárcel, el destierro y la conspiración ininterrumpida. En la ficción de fondas poco recomendables el lector pasa noches inquietantes, gozosamente sumiso al poder de la acción como forma de nostalgia que engrandece el recuerdo de páginas secundarias o magnifica paisajes humildes en los que en algún instante resonó el fragor de la batalla. Siglos después, en el Madrid de agitación política siguen contando poco las virtudes políticas: sólo las flaquezas. Un eco barojiano de conspiraciones en Lardhy retrotrae al asesinato de Prim o a las guerras carlistas. Y así se hace presente de nuevo el barojiano Aviraneta saliendo de los lavabos con la mirada torcida, asegurándose de que lleva la bragueta bien abrochada. La Fontana de Oro, la rotonda del Palace. La España que va desde el escuadrón del Brigante y las Cortes de Cádiz hasta los primeros años de un siglo XXI ya sin carácter ni ilación.

Una complicidad inteligente entre el Aviraneta maestro de conspiradores y el joven Pedro de Leguía hilvana de forma barojiana una buena parte de los volúmenes de Memorias de un hombre de acción. Leguía, dandy en formación, buen observador y con ambición política que le llevará al poder, será el protegido de Don Eugenio, su admirador y a la vez un joven dotado de la suficiente capacidad de adaptación arribista ―como un lion balzaciano― para conseguir de la política lo que Aviraneta no pudo o no quiso obtener, ni como oficial, ni tan siquiera en tiempos de la regenta María Cristina. Se conocen en El aprendiz de conspirador, en plena guerra carlista. En un primer episodio, de intriga y asesinato de posada, queda marcada de toda la secuencia de Aviraneta: conjuras secretas, emboscadas de figón, fugas rocambolescas y versatilidad en el disfraz ―incluso de abad―, como Sherlock Holmes. Conspirar por conspirar es la gran aventura, conspirar por la causa de las libertades justificando que el fin prevalga sobre los medios. Vieja verdad. En días de calma, en tílburi Aviraneta lleva a Leguía al caserío Iturbide, que le había legado Etchepare al morir. Con afanes de bon vivant, Leguía acuerda el menú con la vieja «madame» Iturbide. Sopa de coles, huevos fritos con jamón, pollo guisado, cola de merluza con salsa a la mayonesa y, finalmente, arroz con leche. Vino y sidra. Son vísperas del Convenio de Vergara, por el que Aviraneta consta en los libros de historia como autor de los maquiavélicos papeles de Simancas que confunden el entorno del Pretendiente. Es entonces cuando Aviraneta comienza a contarle al joven Leguía los secretos de un conspirador, las memorias de un hombre de acción. En los armarios del caserío, Aviraneta guarda sus archivos más secretos. Habla del reformismo de Carlos III, de la aristocracia ilustrada de otros tiempos, de la voluntad de conocimiento científico de Los caballeritos de Azcoitia. Todo comenzó cuando faltaban unos años para la Revolución francesa cuyos episodios le iba luego a relatar Etchepare. 

Sueños de gloria para Aviraneta, la gloria de las insurgencias extraviadas a pesar de consagrarse a la causa de la libertad.  En sus  memorias Baroja todavía recuerda una cena cerca del Palais Royal en una noche de teatro, cuando le vino a la memoria el momento revolucionario en el que los thermidorianos se reunían en aquellas arcadas y jardines,  en el oleaje del deseo carnal. Por allí andaban Teresa Cabarrús con el convencional Tallien y Guzmán, el aristócrata español amigo de los dantonianos y que tuvo trato con Etchepare. Etchepare le había contado a Aviraneta la historia de Andrés María de Guzmán, un fervoroso de la Montaña. Etchepare es más próximo a los girondinos. Se habían conocido después de la batalla de Valmy y se reencuentran en las galerías del Palais Royal. Guzmán es coronel de caballería y llega a ser muy influyente en los círculos ultrarradicales de Danton y Marat. Con Guzmán vive su joven sobrina Magdalena. Según el Diccionario de la revolución francesa de Jean Tulard, Guzmán, granadino y de noble familia, obtuvo la nacionalidad francesa en 1785. Con dotes de agitador y demagogo, lleva una vida disipada, en plena ebullición revolucionaria, según los usos libertinos del Palais Royal. No pocos libertinos iban a perder la cabeza en la guillotina. Guzmán trata a Tom Payne, al prusiano Anacarsis Clootz. Pero, como es propio de toda revolución, las etapas se aceleran hacia el Terror. Se sospecha de Guzmán: agente extranjero, dueño de una casa de juego, pescador en aguas revueltas, Robespierre hace prender a Guzmán. Llega la hora del patíbulo. Etchepare protege a la sobrina de Guzmán y la acompaña hasta España. De ahí una triste historia de amor sin futuro. Baroja vuelve a Guzmán en Vitrina pintoresca (1935), junto a los otros españoles que intervienen en la Revolución francesa: Olavide, Marchena, el banquero Cabarrús y su hija Teresa, casada con Tallien. De Guzmán dice que es «de esos tipos históricos que tienen careta, pero no tienen cara». 

Como elemento barojiano, no es casual que en las memorias de Aviraneta aparezca con frecuencia el abate Marchena, enano extravagante, contrahecho, tan burlón y afrancesado. Rousseaniano de primera hora. No confía en las Cortes de Cádiz. Si no fuese un personaje histórico ―biografiado por Juan Francisco Fuentes―, hubiera encajado en las páginas de la ficción barojiana como gran personaje secundario y, de hecho, protagoniza la novela La explosión (1920), de Blasco Ibáñez. Es la gran treta de Baroja: su capacidad de hacer tan fluida y de naturaleza ambivalente la linde entre la Historia y la novela. Con el sevillano Marchena de nuevo estamos en los agitados dominios de la Revolución francesa a la que dedica una solemne oda: sin ser miembro del clero, se le conoce como abate, toma parte en la revolución con el bando girondino. Próximo a un personaje tan fundamental como Sieyès, ya después del Terror ―cuando Robespierre le persigue―, Termidor y el golpe de Brumario, pasa el tiempo y Marchena regresa a España en el séquito de José Bonaparte. Defiende la teoría económica de Adam Smith, traduce a Lucrecio y escribe un falso fragmento de El Satiricón. Esa es la Ilustración prerrevolucionaria, a punto de perecer en la guillotina. 

Ahora sabemos hasta qué punto las revoluciones han podido ser regresivas, pero lo cierto es que sus dioses iluminaron los sueños de sucesivas generaciones de Europa y el Nuevo Mundo. Se olvidaba que ―como dice Christopher Dawson― el orden social europeo era el resultado de siglos y siglos de impremeditado desarrollo orgánico, del mismo modo que la Francia de la Ilustración es un momento culminante de la civilización,  pero las revoluciones siempre se deslizan hacia el terror. Así lo relató en la novela Los dioses tienen sed (1912) Anatole France, uno de los escritores más denostados por Baroja y al que vio desde lejos por las calles de París. Lo retrata ―Baroja, gran retratista― con una cabeza de pepino, cabeza como de zuavo con pipa; un cuerpo gigante, con unas manos enormes: y, con todo eso, «un endiosamiento extraordinario». 

Como ocurre en El aprendiz de conspirador, las sociedades secretas penetran con la Guerra de la Independencia. Más tarde en Vitrina pintoresca, Baroja insiste en que la masonería en España fue exclusivamente política, germen del partido liberal ―con sus flancos moderado y exaltado―.  Aviraneta funda sociedades secretas ―La Isabelina, la Conspiración del Triángulo― huye de las cárceles, defiende el constitucionalismo frente a la oleada carlista. Conspiraciones liberales en tiempos de la Santa Alianza. Se infiltra en los círculos carlistas. Destronar a Fernando VII y coronar a Carlos IV. ¿Regicidio posible? Muchos años después Baroja escribe sobre otro intento regicida ―anarquista― en Aurora roja (1904). En 1820 Aviraneta reaparece en Aranda del Duero, como regidor primero, circunspecto, odiado por los absolutistas. Riego ―con el que tiene una relación irregular― ha proclamado la Constitución de 1812. Comienza el Trienio Liberal. Aviraneta tiene 28 años. Es asombroso con qué prontitud los jóvenes se hacían hombres cuando las vidas eran más cortas. Con un escuadrón de caballería prende al cura Merino. En Madrid, la demagogia abruma. La revolución liberal se estanca. Prolifera El Ángel Exterminador, sociedad secreta teocrática. La capital cae en el dogmatismo fanático y la demagogia populachera. La guerra civil avanza por zonas. Aviraneta espía a los absolutistas. A finales de 1822, la situación de España era desdichada. Llegan los Cien Mil Hijos de San Luís.   

El tiempo iría pasando por la vida de Aviraneta, con su astucia al servicio de una causa que no le lleva al cinismo y su desdén para con el arribismo político, aunque el personaje se va matizando, puliendo aristas. Confía más que antes en el posibilismo y, aun valorando como siempre las lealtades, comprende mejor las debilidades de la naturaleza humana. Regresa de vez en cuando al caserío Iturbide, con un pesar respetuoso. Desde el pequeño cenador construido por Etchepare, y ya deshecho, casi sostenido por «el tronco de una glicina añosa, que le estrujaba como una serpiente con sus anillos», Aviraneta contempla el faro, la costa vasca y por el lado de tierra, los Pirineos, la niebla en las montañas de Navarra. En el jardín plantado por el fiel republicano, quedan todavía rosales, madreselvas, una alta magnolia. Aviraneta comprende el panteísmo de su tío, un hombre sin sociedad, pensativo, siempre de regreso a su pasado. En los últimos días de Etchepare, había llegado una gran dama de París. Hablaron, sentados en un banco del huerto. Ella le acompaña en su última hora, una tarde de sol otoñal. La gran dama lloraba. Era el bucle de una historia de amor. El lector comprende que la dama de París era Magdalena Guzmán, amor frustrado por los azares de una época de convulsiones. 

En las novelas de Aviraneta, Baroja asume muchos tours de force. En la guerra napoleónica, por ejemplo, es frecuente una descripción cinética de los movimientos de la batalla, de las cargas de caballería, equiparable a la destreza con que Galdós en sus Episodios nacionales detalla la configuración dinámica del combate. No siendo un arribista, ¿cuál es el Rosebud de Aviraneta? ¿Las libertades, el poder, sencillamente, conspirar por conspirar, que en su época significó tomar uno u otro partido político, pero con el objetivo instintivo de intrigar, como en la Roma de Cicerón, en la Italia de los Borgia? Hábil en el disfraz, diestro en la simulación, calculador de obstáculos y oportunidades, equilibrista del doble juego, Aviraneta es lector de Salustio.

Los crepúsculos del viejo Etchepare en las Memorias de un hombre de acción contrastan con la alegría nostálgica de una novela de Baroja como El caballero de Erláiz, fechada en 1941, cuando el novelista acaba de vivir las angustias de la guerra civil y presencia como Europa se apresta inevitablemente al naufragio. Esa es una novela no siempre debidamente valorada y que, a  pesar de una asimetría considerable en su trazado formal, revierte a un Baroja por una vez capaz de contar una historia con final feliz. Son los años terminales de la Ilustración, previos a la toma de la Bastilla. Nacido en México, llega a España el joven Adrián de Erláiz acompañado de su madre. El padre, hombre próspero en México, quiere domesticar a su hijo, más bien salvaje y lo envía al pariente y cura botánico Fermín Esteban, lector de Rousseau antes de que se convirtiera en un mentor aborrecible de la Revolución francesa. En el paisaje de fondo de El caballero de Erláiz ya aparece en Francia la sombra de la guillotina mientras Adrián va pasando de la adolescencia salvaje e indócil a una gradual madurez. Va al colegio de Vergara en los días de la Ilustración, capitaneados en el País Vasco por Los caballeritos de Azcoitia, capítulo vasco de la Sociedad Económica de los Amigos del País, aquella institución que, auspiciada por Carlos III en tantos lugares de España, representó de forma eminente el reformismo posible de que fue capaz la fase histórica del despotismo ilustrado, época de progresos, razón mesurada, nuevas ideas y ciencia aplicada. Baroja lleva de la mano a Adrián desde la turbulencia informe de la pubertad a los inicios de la vida adulta que, en aquellos tiempos, a diferencia de la adolescencia perenne de ahora, afloraba al tener poco más de veinte años. Es un mundo feliz, ordenado y tolerante, con suscriptores de la Enciclopedia y veladas en las que jovencitas con carácter cantan «Plaisir d’amour», canción de moda en París. Son veladas musicales, canciones con fandango, sonatas de Haydn, dúos operísticos. Todavía son compatibles la pauta horaciana y la Ilustración con sosiego, tan poco radical en España a diferencia de una Francia en ese momento tocquevilliano en el que el reformismo abre las puertas a la revolución. 

Adrián va haciéndose un dandy y se enamora de Dolores. En París, el pueblo amotinado toma la Bastilla. Toda la novela respira los aires cordiales prima della rivoluzione, entre intrigas amorosas, en plena alegría de vivir que Talleyrand años después iba a añorar recordando lo que fueron los días anteriores a la Revolución y sobre todo al Terror. El exobispo de Autun, el gran superviviente de revoluciones, imperios y monarquías restauradas dijo además luego que «quien no conoció la vida antes de la Revolución, no puede saber lo que es la dulzura de vivir». Ese es el tono vital de El caballero de Erláiz como si Baroja, harto de la Historia inmediata, brutal y sin sentido, quisiera pisar tierra firme y regresar melancólicamente a una cordura en la que se bailaba el minué y en la que los párrocos se dedicaban a la botánica y leían el Emilio. En ese lapso todavía fue posible una felicidad moderada. Fulgura una escena de baile, con un leve erotismo barojiano. Esa novela acaba bien, en contraposición existencial con ―pongamos por caso― el final trágico de El árbol de la ciencia (1911). Adrián se casa con Dolores y marchan a México, mientras en Francia Napoleón está a punto de atajar a punta de sable las convulsiones jacobinas y se dispone a invadir España. El caballero de Erláiz es el eco de un instante feliz, de calma inteligente, a la vez lúcido e ilustrado. Luego, el tempo histórico iba a precipitarse con una intensidad que colmaría la memoria del viejo Etchepare en sus últimos días, en el caserío Iturbide reimaginando los mitos de la revolución
para su discípulo Aviraneta.


Foto: Eugenio de Aviraneta, Litografía de 1841 via Wikimedia Commons