Destacado, Política

Los mejores datos

En su presidential memorandum, el documento con rango de ley en el que el presidente de los Estados Unidos traza las directrices de su gobierno, Joe Biden incluyó la siguiente declaración: «Es política de mi Administración tomar decisiones basadas en pruebas guiadas por la mejor ciencia y los mejores datos disponibles». Poco después, Jeffrey H. Anderson, director del Bureau of Justice Statistics durante el gobierno de Donald Trump, señaló, en una tribuna publicada en The Wall Street Journal, la flagrante contradicción entre esa declaración del memorándum y la respuesta que dio Biden, meses antes de llegar a la Casa Blanca, a la pregunta de un periodista sobre si existía un racismo sistémico en la aplicación de la ley. «Absolutamente», exclamó el entonces candidato a la presidencia. Sin embargo, un informe oficial presentado a los pocos días de su toma de posesión llegaba a la conclusión de que no existe ese supuesto sesgo racista en las actuaciones de la policía. El reproche de Anderson puede parecer un poco injusto, porque, cuando Biden declaró a la prensa que, efectivamente, el racismo condicionaba la aplicación de la ley, aún no se conocía el informe. Un poco injusta, pero no del todo, pues, ¿cómo hay que tomarse la voluntad programática de someter toda decisión a una rigurosa comprobación de los hechos por parte de un presidente que, siendo ya candidato, se pronunciaba sobre un asunto tan grave, con tan rotunda seguridad y sin prueba alguna que avalara su juicio? Anderson, por su perfil conservador y, sobre todo, por haber servido en la Administración Trump, puede ser descalificado por aquellos que creen que la verdad no es más que una opinión, necesariamente falsa cuando no se trata de la propia, pero los hechos están ahí y no van a desaparecer por mucho que el activismo ideológico se esfuerce en sustituir la realidad por sus pronunciamientos.

El informe al que alude Anderson se fundamenta «en la mejor ciencia y los mejores datos», tal como desea Joe Biden. Lo elaboró el Bureau of Justice Statistics, dependiente del Departamento de Justicia, que entrevista anualmente a 250.000 personas a las que se les pregunta si han sido víctimas de algún crimen en los últimos seis meses y, en caso afirmativo, se les piden detalles sobre sus agresores. Los datos del último período estudiado (2018) se contrastaron después con los registros de detenciones del FBI y el resultado es que no hay diferencias porcentuales significativas entre las dos fuentes, es decir, que el número de detenciones de blancos, negros, hispánicos y asiáticos se corresponde, casi con exactitud, con el número de agresores de cada comunidad señalados por las víctimas. No se puede, pues, concluir, tras conocer esa información, que en los Estados Unidos existe un racismo sistémico en la aplicación de la ley. ¿Por qué Biden dijo lo contrario sin disponer aún de ningún dato sobre lo que se le preguntaba? Sin duda porque así lo exige un cierto imaginario colectivo que determina todas las opiniones del sector más poderoso del votante demócrata. I Want To Believe. Hay que creer que el racismo es inherente a las instituciones norteamericanas e impedir la palabra en las universidades y los foros de opinión a quien se atreva a ponerlo en duda. 

El supuesto racismo de las sociedades occidentales se ha ido convirtiendo poco a poco en el rey de esa corte de fantasmas que forman el fascismo, el patriarcado, el colonialismo o el desafío del hombre a la naturaleza. En tiempos de interseccionalidad, el victimismo identitario se plantea como un juego de naipes: el primado de un feminismo que parecía imbatible se deja derrotar por cualquier alerta de racismo, como una mano de póquer a la que le sorprende una escalera de color. Así es como, atrapados en la red que teje esa manera enfermiza de entender el progresismo en el siglo XXI, los derechos logrados por las mujeres en las democracias occidentales retroceden ante la protección de las minorías raciales y culturales. Aunque cueste creerlo, son ya demasiados los casos en los que los activistas de la igualdad ―empeñados en propugnar las mayores desigualdades―justifican, ocultan o ignoran los crímenes de abusos, violaciones y asesinatos de mujeres, perpetrados por sujetos provenientes de sociedades en las que, a diferencia de las democracias liberales, sí existe el patriarcado. Ya sea como resultado de las grandes oleadas de inmigración que han conocido las ciudades europeas en las últimas décadas, ya sea por la preservación, al margen de la ley común, de las minorías indígenas en los países que las poseen. De esto último nos pueden decir algo tres mujeres aborígenes australianas que, el pasado mes de marzo, se desplazaron a Camberra para denunciar el horror al que están sometidas las mujeres en su comunidad. Dos de ellas eran primas de una niña de quince años que había sido violada y asesinada junto a otras dos adolescentes. La diputada liberal Nicole Flint, después de comprobar cómo los medios de comunicación habían despreciado el testimonio de esas chicas por considerar que daba una visión negativa de los hombres indígenas, quiso leer ante el Parlamento parte de la declaración de una de ellas en la que se denunciaba que la violación y el trato salvaje a las mujeres eran vistos como un comportamiento normal en la cultura aborigen, y se lamentaba el abandono en que les dejaban las mismas instituciones que atienden la menor queja de las feministas de raza blanca y del silencio que los medios imponen a su causa. Ese día, la radio pública de la ABC, uno de los medios aludidos, retransmitía en directo la sesión parlamentaria y, cuando empezó la intervención de la diputada Flint, el locutor cortó la emisión en seco.

En la Unión Europea las cosas no son muy distintas. Cuando, en la noche de fin de año de 2015, grupos de inmigrantes norteafricanos abusaron de varias mujeres alemanas en la estación de Colonia y en muchas otras ciudades de la República Federal, la reacción de los medios fue la de pasar discretamente por encima del asunto, y algunos políticos no tuvieron empacho en acusar de islamofobia a los que lo denunciaban, como refiere Bérénice Levet en Liberons-nous du feminisme. Pascal Bruckner, en su último ensayo, Un coupable presque parfait, también se ocupa del asunto, y cita un comentario que el sociólogo francés Éric Fassin hizo por televisión: «No es por ser musulmanes por lo que esas personas han cometido tales actos. Hay una finalidad política. ¿Con quién la han tomado? Con mujeres alemanas, blancas. No han ido a violar prostitutas. Eso da el sentido de su violencia». El juicio de intenciones acomodado a los prejuicios ideológicos: los hombres blancos de Occidente abusan de las mujeres porque esa es la conducta que les dicta la «cultura de la violación» inherente al heteropatriarcado; los hombres de otras etnias, razas y culturas lo hacen por motivos políticos, por un odio justificado a los modos de vida occidentales. En cuanto a las mujeres musulmanas, la ensayista de origen somalí Ayaan Hirsi Ali reproduce en Prey, su última obra, lo que solían decir las víctimas de malos tratos a las que atendió como traductora en Holanda y a las que los asistentes sociales les animaban a luchar por su independencia: «Soy capaz de enfrentarme a mi marido o a mi padre, pero no puedo enfrentarme a Dios. Si le desafiara, cuando muriese, ardería en el infierno». Ayaan Hirsi Ali se refiere también a los hechos brutales de Colonia de 2015 y proporciona datos muy reveladores sobre la actitud de jueces y policías. En 2021, las mujeres agredidas aún esperan justicia. Solo hubo tres condenados por abuso sexual de los cuarenta y tres casos presentados que llegaron a los tribunales, y en cuanto a la investigación de los sucesos, más de dos tercios de las denuncias, de un total de ochocientas veintiocho, fueron desestimadas porque no se pudo identificar a los agresores. Por otro lado, las víctimas cuentan que, cuando grupos de hombres empezaron a acosarlas, pidieron ayuda a los escasos policías desplegados por las calles, pero estos relativizaron lo que ocurría y se negaron a intervenir.  

Para Rebecca Sommer, una periodista y fotógrafa alemana que ha desarrollado una larga actividad en pro de los derechos humanos como colaboradora de distintas ONGs que trabajan para las Naciones Unidas, los sucesos de Colonia acabaron de confirmar las impresiones que se había ido forjando en su actividad como voluntaria sobre los valores, la mentalidad y el comportamiento de los hombres procedentes de países musulmanes. Cuando empezó su labor humanitaria, estaba convencida de que, con el tiempo, esas personas asimilarían los valores de las democracias occidentales y se integrarían en sus países de acogida. Esa creencia, común en muchos sociólogos y politólogos de nuestros días, no se compadece con los mejores datos disponibles. De ello trata ampliamente Ayaan Hirsi Ali, en el ensayo ya citado, con aportación de numerosos estudios y de la propia experiencia de la autora en su condición de inmigrante educada en el mundo musulmán. Rebecca Sommer, por su parte, llegó a la misma conclusión después de observar de cerca actitudes atroces hacia las mujeres por parte de refugiados musulmanes. En una entrevista que concedió en 2018 a Euroislam, en Polonia, declara que, después de convivir largo tiempo con refugiados, no puede sino reconocer que estaba muy equivocada: «(…) han crecido con unos valores completamente distintos a los nuestros, les han lavado el cerebro desde niños y les han adoctrinado en el islam, y la mayoría de ellos no tiene intención de adoptar nuestros valores». Con algunos de esos refugiados llegó a trabar una amistad que parecía estable; les había ayudado a tramitar sus demandas de asilo, les había proporcionado vivienda, bienes y empleo, y por sus actitudes tenía la impresión de que estaba logrando integrarles en la sociedad occidental; ni siquiera seguían los preceptos del islam y se burlaban de los musulmanes devotos. Pero un día descubrió que todo eso no era más que fingimiento y que entre ellos la llamaban «la estúpida ramera alemana». Practicaban la taqiyya, palabra que significa «engaño», una manera de proceder que permite a los musulmanes aparentar que reniegan de sus principios ―y en esa condición pueden beber alcohol, comer cerdo y disfrutar de todas las libertades que la religión les prohíbe―si con ello favorecen la causa del islam. «La mayoría de los europeos no están familiarizados con la palabra taqiyya ―avisa Rebecca Sommer―. Cuando alguien intenta advertir sobre este comportamiento deshonesto justificado religiosamente, se le estigmatiza automáticamente como racista». El testimonio de esta experimentada cooperante  no debería caer en saco roto por cuanto su conocimiento directo de la realidad que viven muchas de las voluntarias, despreciadas y a menudo acosadas sexualmente por sus protegidos, le da la autoridad que no poseen los que deciden sobre políticas de acogimiento o proclaman desde sus tribunas la admisión sin matices y sin imposiciones de todos los inmigrantes y refugiados. Con la reagrupación familiar, que en los próximos años llenará Europa de millones de musulmanes, Rebecca Sommer ha podido comprobar una y otra vez cómo los adolescentes que llegaron solos a Alemania y que, gracias a la labor de los servicios sociales, habían aceptado las normas de convivencia occidentales, caen, al reunirse con sus familias, en el adoctrinamiento religioso, moral y político. Ahí está la mayor amenaza: la creación de comunidades educadas en el rechazo a las leyes democráticas comunes. «Los musulmanes tarde o temprano establecerán su propio partido y, debido a que ya tienen un gran electorado, serán imparables. Con la ayuda de la izquierda y casi todos los demás partidos, comenzarán a cambiar las reglas, y tendremos que adaptarnos», concluye.

En Prey, Ayaan Hirsi Ali ofrece datos profusos sobre la actitud pasiva o incluso justificadora de un sector de la sociedad europea con respecto a lo que hay que volver a llamar choque de civilizaciones, como propuso Samuel Hungtinton en 1993, cuando el mundo aún no había sucumbido a la corrección política. En países como Alemania y Suecia, donde la situación es especialmente dramática, los policías apenas se atreven a intervenir, pues no disponen de medios legales que les amparen lo suficiente. Los jueces se muestran cautos hasta el extremo de absolver a culpables de crímenes que, de haber sido cometidos por hombres europeos, comportarían penas muy graves. Un caso especialmente inquietante es el de un juez de Berlín que dejó en libertad a un acusado de violación, un hombre turco de veintitrés años, tras haberse demostrado que no solo había cometido el delito, sino que lo había hecho a conciencia, pues tuvo a su víctima inmovilizada por los hombros entre los barrotes de una cama y la violó durante cuatro horas. El juez consideró que, en su cultura de origen, lo que había hecho el acusado podía considerarse sexo salvaje y no violación, pues él entendía que la actitud de la mujer ―que le pedía que parase y se defendía arañándole― era de consentimiento. Otros, por abusos sexuales y actos violentos, reciben solamente una amonestación y quedan en libertad condicional, lo cual suelen interpretar como un permiso para seguir delinquiendo. «Los jueces no son los únicos que encuentran excusa para las conductas criminales de los jóvenes migrantes ―puntualiza Ayaan Hirsi Ali―; políticos, alcaldes, burócratas, periodistas, académicos, líderes de opinión y abogados de refugiados, todos ofrecen una gran variedad de justificaciones y, en algunos casos, rotundas negaciones de los hechos». 

Buena parte del feminismo no es tampoco ajeno a esa clase de locura. ¿Cómo llamar de otra manera a lo que constituye un patente rechazo de la realidad? Es conocida la frase que escribió Chesterton en el segundo capítulo de Ortodoxia según la cual el loco lo ha perdido todo menos la razón. Puede razonarse perfectamente al margen de la moral y de los hechos; para volverse loco no hay más que despreciar lo real. A partir de ahí, el razonamiento más impecable conduce indefectiblemente al absurdo. Ayaan Hirsi no deja de advertir de la acción perturbada del feminismo contemporáneo: «Los departamentos universitarios de estudios de la mujer enseñan a la nueva generación de feministas que la única causa justa es el ataque incansable al hombre blanco. Las feministas progresistas excusan a los inmigrantes de los crímenes contra las mujeres porque los perpetradores son víctimas del racismo y el colonialismo».

El combate contra un racismo institucional imaginario que se ha apoderado de una parte, cada vez más enloquecida, de la opinión pública norteamericana presenta una problemática distinta a la tolerancia de las iniquidades de qué hacen gala los inmigrantes y refugiados musulmanes en Europa Occidental, pero ambas parten de una misma raíz : la demonización del hombre blanco. Aunque a algunos les parezca un propósito encomiable ―siendo o no conscientes de lo que amparan―, tal empeño no presupone menor insania que la estigmatización de los judíos, los negros, las mujeres o los homosexuales. Ayaan Hirsi Ali, señalando que ese y no otro es el objetivo de un feminismo que, a despecho de sus absurdas elucubraciones, ha logrado institucionalizarse académicamente y políticamente, coincide con Pascal Bruckner, quien, en Un coupable presque parfait, reúne las atrocidades intelectuales y prácticas del neofeminismo, la ideología de género, el antirracismo y el anticolonialismo, como en otro libro ya hiciera con el fundamentalismo ecologista, muy bien dispuesto también a apuntar al mismo culpable. 

En cuanto a la integración de las comunidades musulmanas en Europa, solo puede entenderse como un acatamiento de las leyes comunes por parte de los inmigrantes, y eso debe hacerse con la inflexibilidad y el convencimiento del que se sabe garante del único espacio de libertad que ha conocido el mundo. Que un cierto número de académicos, políticos, abogados, jueces y opinadores varios que ahora mismo dirigen las sociedades occidentales no esté por esa labor o sostenga con su sometimiento la vigilante insensatez de los ideólogos por temor a perder su empleo o su posición social, no es sino un fenómeno de extrema inmadurez política. Parte, sin duda alguna, de la confusión entre cultura y civilización ―por oponer, a efectos prácticos, dos términos que también pueden ser sinónimos―, concebida esta última como el esfuerzo intelectual y moral de dotar  a todos los ciudadanos de unos mismos derechos y deberes. La democracia liberal, el sistema político del que gozamos en la mayoría de los países occidentales, no es cultura europea, en el sentido antropológico del término, como sí son cultura las costumbres tradicionales de las comunidades musulmanas, los aborígenes australianos o los indígenas bolivianos. «En tanto que cuna de los valores morales ―proclama Bruckner al final de su ensayo―, el espíritu de Europa no pertenece solo a los occidentales, se ha emancipado de su patria de origen y se ha convertido en patrimonio del género humano». Un feminismo recuperado de sus usurpadores debería hacer suyo el espíritu europeo, renunciar al victimismo, la censura y el odio que arrastra consigo desde hace ya décadas y luchar en primera línea por la libertad y la seguridad de las mujeres acosadas por la furia de las culturas ajenas a la Ilustración. Si no aparece en la izquierda y en la derecha gente capaz de atajar los males del identitarismo, la extrema derecha tendrá siempre un terreno abonado para su xenofobia, pues no hay que ser muy experto para darse cuenta de que esta ha crecido a expensas de un izquierdismo dislocado que, tras la caída del muro, no encontró otro objetivo que justificara su existencia que la destrucción sistemática del sistema de derechos universales inherente a la democracia. Sin embargo, de momento, en América como en Europa, los mejores datos disponibles nos indican que las creencias se imponen una vez más a los hechos.


Foto: Estación del ferrocarril de Colonia. Imagen de Momentmal en Pixabay