Política

La discrepancia entre los técnicos

Algunos de quienes nos gobernaban durante los peores momentos de la pandemia pensaron que podrían evitar que la catástrofe sanitaria hiciera las delicias de la oposición si trasladaban los problemas de salud pública más allá del drama parlamentario, como si estos delicados asuntos constituyeran un tema «mucho más grave» que los propios del Congreso. Fue a través de esta maniobra como en tiempos de crisis el gobierno acabó en manos no electas: «Nosotros», decían, «solo hacemos lo que nos mandan los técnicos».

Esta escenificación de la renuncia de los políticos a gobernar vivió días convulsos cuando todo el mundo pudo ver que el ministerio de cada región tomaba medidas de control asombrosamente diferentes ante circunstancias que en la mayoría de los casos eran prácticamente idénticas. El gobierno de cada región seguía asegurando que eran los técnicos quienes decidían las medidas de control, pero ante el evidente desbarajuste cabía dudar de si en realidad los políticos no estaban actuando por su cuenta. Hasta que vio la luz la feliz ocurrencia de la «discrepancia entre los técnicos»: no eran los políticos sino los técnicos de cada región quienes discrepaban. La noticia tuvo muy buena acogida especialmente entre aquellos políticos que hasta entonces se habían mantenido prudentemente al margen de la crisis: ante las preguntas incómodas sobre las diferentes medidas de control de los distintos gobiernos podían alzar los hombros con escepticismo: «¿Qué queréis…?, si los técnicos no se ponen de acuerdo…».

Con conocimientos escasos de medicina, ciencia y economía se pudo entender que dentro de cada disciplina técnica no había grandes discrepancias en lo referente a la eficacia relativa de las diferentes medidas de control. El problema era, naturalmente, hasta qué punto una disciplina técnica (la epidemiología) podía imponerse sobre las demás (la economía, la justicia, la medicina dedicada a otras afecciones de salud…). La llamada «discrepancia entre los técnicos» era en realidad un problema genuinamente político, de esos que implican lo que David Hume señalaba en referencia al asunto de la religión: Reasonable men may be allowed to differ where no one can reasonably be positive. Y nuestros políticos no parecían personas de suficiente categoría para afrontarlo, puesto que ellos mismos, delegando en los técnicos las responsabilidades sobrevenidas y haciéndolo con el orgullo de quien lleva a cabo buenas acciones, habían reconocido implícitamente desde el principio su incapacidad en materia de política: no solo es que no fueran políticos de altura, sino que además tampoco eran las personas adecuadas para afrontar un problema como este, un problema político: ni siquiera eran lo que Hume llamaba reasonable men.

No deja de ser sorprendente que ante una crisis como esta incluso personas que en otros aspectos tienen a bien defender la separación de poderes aquí viesen con agrado que nuestros políticos estuvieran abandonando la gestión del país y lo anunciaran públicamente, presentando en rueda de prensa una especie de caudillaje paternalista de los científicos. Algo más tarde, como las cosas no pintaban del todo bien ni siquiera lejos de las manos de nuestros representantes, algunos intelectuales lamentaban «adónde nos habían llevado los científicos…». No era de extrañar que aquellos que habían aplaudido que las decisiones políticas fueran tomadas por la ciencia quedaran excesivamente defraudados por ella y acariciaran finalmente el negacionismo; sin duda lo hacían a causa de su incapacidad por reconocer los límites que separan la política, la ciencia y la opinión, la misma incapacidad que primero les había hecho creer que la ciencia nos podía gobernar. Es la típica respuesta de los súbditos ante los problemas: el sacrificio de los líderes en quienes primero habían confiado. ¿Tendremos que lamentar también la aparición final de un partido negacionista en las bancadas del Congreso? Esperemos que no, pero mientras no haya ningún discurso verdaderamente político y sigamos andando por la senda dialéctica del populismo no podremos descartar que, si las cosas no van bien, la forma natural de opositar contra el paternalismo de los científicos acabe siendo esta.

Sin duda, conviene tener presente que los políticos que redactaron la Constitución española, que ha sido seguramente la herramienta política más útil de las que hemos visto pasar durante la pandemia, eran señores falangistas, comunistas, fervorosos católicos…, señores que, en todo caso, no se las daban de genios de la democracia y, por lo tanto, comprendían suficientemente bien que para levantar una tenían que renunciar a sus delirios personales y sentarse con el oponente a deliberar cómo se podían hacer las cosas, tal vez con la sola intención de impedir los delirios del que cada uno tuviese enfrente. Por el contrario, nuestros políticos, como la mayoría de sus representados (negacionistas incluidos), están convencidos de llevar puesta la túnica de la democracia y se creen con la misión universal de imponer sus brillantes ocurrencias por encima de las de cualquier demonio antidemocrático. Por eso, ante el reto político de la pandemia, donde seguramente temieron que se descubriera muy flagrantemente que en realidad ni hay ninguna túnica ni las ocurrencias son tan brillantes, dejaron el asunto en manos no electas, renunciando a la democracia de la que se creen portadores; pero reservándose, eso sí, un pequeño terreno para seguir representando su número populista ―lo que ellos llaman «política»― mediante la falacia in verecundiam de «hacemos lo que nos mandan los técnicos» y la subsiguiente «discrepancia entre los técnicos».


Foto: Covid-19 by Javier Pozo via Creative Commons