Literatura

Pessoa, el solipsista

Fernando Pessoa es, como lo son sus contemporáneos Nietzsche y Unamuno, un poeta-pensador poliédrico e inclasificable. De ello dan cuenta las decenas de heterónimos que, en sus diferentes obras, tratan de agotar las numerosas aristas del genio portugués, aunque este afirmase que cada uno de ellos no era más que «un hijo mental del autor, con cualidades heredadas, pero con las diferencias de ser otro». Sin embargo, hay una obra que, si bien es también atribuida a un heterónimo, nos ofrece el Pessoa más esencial y genuino; un Pessoa carente de artificios imaginativos, desprovisto del escudo del personaje literario. Atribuido a Bernardo Soares, el Libro del desasosiego permite un recorrido por el Pessoa doliente y existencialista, que, sin abandonar el tono poético, abunda en las cuestiones de mayor enjundia para la vida humana en general y para un alma sensible como la suya, en particular. 

Dentro de este conjunto de reflexiones cuodlibetales, cabe destacar un tema por su recurrencia: la relación del individuo con los otros, que concibe como esencialmente dolorosa. Para Pessoa, la amistad, la familia y el amor son algo que, si bien le resulta ajeno e incluso molesto, no deja de anhelar: «La soledad me desola; la compañía me oprime». Esta insociable sociabilidad, y en general su pesimismo filosófico, tienen su raíz en la profunda brecha que le separa del mundo; una brecha insalvable que introduce tanto su ineluctable condición de espectador como su avidez de autarquía. Su superdotación analítica y su individualismo natural son tales que no puede apreciar lo real sino sub specie aeternitatis. Explica, en un hermoso párrafo, cómo le duele más, al recordar el pasado, la fuga abstracta del tiempo que la vivencia evaporada de su niñez: «No lloro la pérdida de mi infancia; lloro el que todo, y en ello la infancia (mía), se pierda». Pessoa siente, pero lo hace, por decirlo con sus propias palabras, literariamente y desde fuera. El mundo se le muestra representado en historias que le seducen, conmueven o generan indiferencia con independencia de su papel en ellas. Para el hombre vulgar, dice, «sentir es vivir y pensar es saber vivir», mientras que, para él, «pensar es vivir y sentir no es más que el alimento del pensar». 

Pessoa es, ante todo, un individuo atormentado, un aristócrata del espíritu amante de la libertad. Y esto último constituye otro de los pilares de su tendencia al aislamiento, que le llevará a comportarse como un estoico con las personas de su entorno y como un epicúreo respecto a la comunidad política. Su búsqueda de la máxima independencia con respecto al exterior y los demás —en aras de una vida más libre—, el privilegio de la razón sobre las pasiones —aunque no tanto por voluntad como por predisposición natural— y la asunción trágica de su temperamento como destino insoslayable constituyen las pruebas del estoicismo pessoano.

El autor lusitano insiste en que la compañía supone, no solo un cercenamiento de la propia individualidad, sino también un óbice para el pensamiento: «Soy capaz, a solas conmigo, de idear muchas frases ingeniosas, respuestas rápidas a lo que nadie ha dicho, fulguraciones de una sociabilidad inteligente con persona ninguna; pero todo eso se esfuma si estoy ante un otro físico, pierdo la inteligencia, dejo de poder decir, y, al fin de unos cuartos de hora, solo siento sueño». Esta propensión, aunque pudiera encontrar su justificación en la tesis schopenhaueriana de que la eminencia del espíritu conduce a la insociabilidad —pues cuanto más tiene uno dentro de sí, tanto menos necesita de lo externo y tanto menos interés puede encontrar en los demás—, entronca en realidad con una cuestión más trascendental si cabe: la imposibilidad de comunicarnos de forma plena con el otro, incluso si este nos es afín; la afasia a la que, en última instancia, nos conducen los límites del propio lenguaje, así como el sabernos escrutados por una conciencia ajena. En esto coincide Pessoa con lo que Sartre dice en El ser y la nada sobre la cosificación a la que el otro nos somete con la mirada: en el momento en que ese otro me aprehende, caigo en el mundo, salgo de mí y quedo expuesto sin defensa. Mi libertad me es sustraída —en la medida en que quedo entregado a apreciaciones que se me escapan— y ese fastidio ante la pérdida de mi espontaneidad se manifiesta en forma de pudor, tedio y fatiga.

El amor, por su parte, es para Pessoa el paroxismo de todo lo anterior: «¡La fatiga de ser amado, de ser amado de verdad! ¡La fatiga de ser el objeto del fardo de las emociones ajenas! Convertir a quien quisiera verse libre, siempre libre, en el mozo de cuerda de la responsabilidad de corresponder». La reciprocidad es una atadura, un chantaje, un contrato desfavorable que le genera supina aversión. Tanto es así, que incluso los regalos desprecia: «No me gusta que me den cosas; parecen, con ello, obligarme a que también las dé: a los mismos o a otros, sea a quien fuere». En definitiva, Pessoa viene a secundar aquello que Nietzsche recomendó tan solo dos años antes de su nacimiento, en Más allá del bien y del mal: «No quedar adheridos a ninguna persona: aunque sea la más amada, toda persona es una cárcel, y también un rincón».

Por otro lado, cabe decir que su postura ante la política se sitúa en las mismas coordenadas. Sin embargo, como decíamos antes, Pessoa es, en este sentido, más epicúreo que estoico. Y esto es así porque su ideal no es ni mucho menos la Cosmópolis, sino más bien la idiocia en sentido griego [la palabra ἰδιώτης (idiótes) hacía referencia a aquel que no se ocupaba de los asuntos públicos]. El autor lo expresa así: «El supremo estado honroso para un hombre superior es no saber quién es el jefe de Estado de su país, o si vive en una monarquía o en una república. Toda su actitud debe ser situar al alma de modo que el paso de las cosas, de los acontecimientos, no le incomode. Si no lo hace, tendrá que interesarse por los demás, para ocuparse de sí mismo». En esto, sigue claramente el precepto de Epicuro —lathe biósas («Vive oculto»)—, pues la turbación que puede generar la política supone un peligro para la ataraxia, fin supremo del hombre recto. 

No obstante, esta pretendida indiferencia no impide el lanzamiento de más de un dardo crítico contra los proyectos progresistas y colectivistas. Señala Pessoa, en un momento de la obra, que la visión de manifestaciones obreras le produce náuseas, pues «cuesta siempre admitir sinceridad en las cosas colectivas, visto que es el individuo, a solas consigo mismo, el único ser que siente». Los que verdaderamente sufren, dice, «no se hacen plebe, no forman conjunto. Lo que sufre, sufre solo». Además, el sufrimiento es causado por el mal y la injusticia, cuya fuente primaria es el propio ser, por lo que los esfuerzos por combatirlos han de ir primero dirigidos hacia uno mismo: «Revolucionario o reformador, el error es el mismo. Impotente para dominar y reformar su propia actitud para con la vida, que es todo, o su propio ser, que es casi todo, el hombre huye hacia el querer modificar a los demás y al mundo exterior. Todo revolucionario, todo reformador, es un evadido. Combatir es no ser capaz de combatirse». En definitiva, para Pessoa, el eje del pensamiento y de la acción es siempre —y exclusivamente— el individuo; consideración que le aleja de todo sentimiento identitario, incluido el nacionalismo (a lo sumo, se le podría atribuir un cierto —aunque peculiar— patriotismo: «No tengo ningún sentimiento político o social. Tengo, sin embargo, en un sentido, un alto sentimiento patriótico. Mi patria es la lengua portuguesa»).

Contradictorio, solipsista, elitista del intelecto… Leer a Pessoa enfada a aquellos que quieren categorizarlo todo, pero embriaga a cualquier espíritu introspectivo; solivianta a quien en él busca un ensayista o un teórico, pero conmueve al filósofo y al poeta. Pessoa es una ventana desde la que rumiar el misterio inefable del Sein y del Dasein; un paliativo contra el desasosiego, aunque solo alivie por descubrirnos acompañados en la incertidumbre y el sinsabor de lo real. Al fin y al cabo, en sus propias palabras, «vivimos todos, en este mundo, a bordo de un navío zarpado de un puerto que desconocemos hacia un puerto que ignoramos; debemos tener los unos para con los otros una amabilidad de viaje».


Foto: Triple retrato de Fernando Pessoa (2004) , de Julio Pomar, vía Creative Commons