Pensamiento

Lengua, pensamiento y literatura

Una de las falsedades que forman parte de las creencias nacionalistas es afirmar
que la lengua nativa configura un pensamiento distinto de cualquier otra. Si
fuera así, los hablantes de una misma lengua tendrían alguna esencia en su
pensamiento que sería única en ellos. Ahora bien, es evidente que se trata de
una falsa consideración, porque si yo, por ejemplo, no puedo entenderme con
los dirigentes de la extrema derecha francesa, no es porque hablamos lenguas
distintas, puesto que tampoco me entiendo con los nacionalistas catalanes, que
se da el caso que hablan la misma lengua que yo. Y al contrario: puedo
entenderme perfectamente con un extranjero sobre un tema determinado,
aunque mi lengua no sea la misma que la suya.

Ni nuestro pensamiento ni nuestra manera de ser dependen de la lengua que
hablamos. Es obvio que si un catalán quiere referirse a un trabajo fácil, dirá que
tal trabajo es como «bufar i fer ampolles»; y diciendo eso, dirá exactamente lo
mismo que un castellano cuando dice que es como «coser y cantar», o un
angloparlante cuando dice «it’s a piece of cake». Las distintas maneras de decir
lo mismo no pueden ser el reflejo de ninguna diferencia esencial en el
pensamiento o en la manera de ser de cada uno.

Por consiguiente, si hay que averiguar cuál es el valor de una lengua, para qué
sirve y por qué vale la pena cultivarla, no lo podemos hacer pensando en las
distintas maneras de decir lo mismo. Tampoco creo en la afirmación de
Chomsky según la cual por el mero hecho de que todas las lenguas son capaces
de hacer un uso infinito de un conjunto finito de elementos, todas tienen el
mismo valor, porque el valor de una lengua, en todo caso, viene dado por algo
más, y ese algo más no es otra cosa que la buena literatura elaborada con esa
lengua.

Se ha dicho que una obra literaria tiene dos elementos: el padre, que es el autor,
y la madre, que es la lengua, que en gran parte determina las posibilidades formales de la obra. Ante una buena obra literaria, hay que admitir que el
mérito, además del talento del autor, viene dado también por las posibilidades
formales de la lengua en que ha sido escrita, y esas posibilidades dependen de la
tradición literaria de esa lengua.

En un buen poema, por ejemplo, la lengua puede jugar un papel bastante más
importante que en una novela, simplemente porque la organización sonora
suele ser más esencial. Es por esa razón por la que la traducción de un poema a
otra lengua es más difícil y, a menudo, lo desvirtúa más que la traducción de
una novela. No puedo imaginar, por ejemplo, los poemas de J.V. Foix en
ninguna lengua que no sea el catalán, ni muchos de Lorca en una lengua que no
sea el castellano. Ya sé que ambos han sido traducidos, pero el resultado es algo
muy distinto de los originales. Lo importante, en los poetas citados, es la
organización sonora del lenguaje. Naturalmente hay excepciones: Kavafis, por
ejemplo, se presta muy bien a cualquier traducción, seguramente porque el tono
de voz es más central que su organización sonora, pero eso es ya otro tema.

Siguiendo con el razonamiento anterior, pues, quizá se podría añadir que
cuantos más hablantes tiene una lengua, más posibilidades tiene de crear una
buena literatura. No es que el número de hablantes sea determinante de la
calidad de sus obras literarias. Se trata solo de una cuestión de posibilidades
proporcionales.

En Cataluña, por consiguiente, el número de buenos autores tiene que ser
necesariamente menor que los que podemos encontrar en la producción de
lenguas como la castellana, la inglesa o la alemana, por poner solo tres
ejemplos. Y lo peor que puede pasar en Cataluña es que los patriotas
profesionales crean que, por razones de prestigio, lo mejor es tener muchos más
autores de los que el país es capaz de producir. Esa es la razón por la cual se crea
tal absurda cantidad de premios literarios con el objetivo de conseguir la mayor
cantidad de escritores posible, como si el prestigio dependiera de la cantidad.
Efectivamente, el catalán, con doce millones de hablantes (si incluimos Valencia
y las Baleares), tiene muchísimos más premios literarios que Alemania, que
tiene más de noventa millones. La desproporción es una locura evidente, puesto que el resultado obtenido tiene que ser necesariamente la producción de obras
literarias mediocres e innecesarias por su mala calidad.

Esa alucinante práctica, tan obviamente irracional, llevada a cabo por los
patriotas profesionales no puede sino ser letal tanto para la lengua como para la
literatura, como para el país. Es obvio que ese alud de obras mediocres no puede
sino provocar extrañeza en la gente más sensata, que casi nunca, por educación,
osará ponerlo de manifiesto con ejemplos concretos. Los culpables no son
solamente las múltiples asociaciones culturales que, por patriotismo, se sienten
obligadas a tener cada una de ellas un premio literario. También es responsable
de ello el poder político, que, además de ser incapaz de advertir del peligro de
esa locura, la estimula dando subvenciones a los premios.

Se han creado, además, centros que muy a menudo subvencionan traducciones
de libros necesariamente mediocres, que luego ninguna editorial extranjera se
aventura a publicar. Si Cataluña quisiera tener su lugar en el mundo cultural
europeo, las obras literarias que se traducen a otras lenguas tendrían que tener
una calidad análoga a las que se escriben en los demás países. Hacer lo contrario
es caer en el ridículo. No hace muchos años, en Alemania, se rechazó la
publicación de una traducción (subvencionada) de una autora mediocre, porque
los editores creyeron que no tenía interés, y no sería difícil encontrar otros
casos parecidos.

De todos modos, todo el mundo lo sabe, el nacionalismo patriotero lo ve todo de
una manera muy diferente, y no le importa que tengamos la mayor proporción
de escritores por número de habitantes. Si seguimos así, tendremos uno por
cada diez. Lo peor del caso es que, mientras el poder esté en manos de políticos
nacionalistas, poner fin a esas prácticas va a ser una tarea irrealizable, cosa que
no solo puede dañar la literatura, sino también una lengua que cada vez más
dejará de tener el prestigio que se merecería si se actuara de una manera más
racional.


Ilustración: Dibujo de Tomàs Padró que figuraba en la portada de la revista satírica catalana Un Tros de Paper (1865-1866), dirigida por Albert Llanas.