Al acercarnos con toda precaución a una figura trascendental de las letras universales como es Jorge Luis Borges, uno se ve vencido por el temor de decir lo que todos han dicho de forma unánime, de reincidir en una serie de lugares comunes que se han repetido y reproducido hasta el hartazgo (el mismo autor fomentó este juego intencionado de reiteraciones), y la rara pero firme sensación de no poder decir nada nuevo a estas alturas. No obstante, si se examinan con detalle los elementos que componen la poética del autor, de la que se han escrito ríos de tinta, se observará que al tiempo que algunos aspectos han sido sobrevalorados, otros en cambio aún no han recibido la merecida atención. Entre estos últimos estaría una faceta aún no muy conocida por el gran público: la del Borges traductor, sobre el que han llamado la atención algunos estudiosos, principalmente Ana Gargatagli Brusa, Efrain Kristal, Sergio Waisman y Rafael Olea Franco. No sólo en lo que toca a la práctica en sí misma –el puro oficio de traducir–, sino, de forma complementaria, acerca de lo que en Borges significa «traducir», dentro del contexto de la tradición literaria. Una ética de la traducción, una forma sui géneris de contemplar la transmisión cultural, a contrapelo de las ideas de su tiempo, que resulta no menos importante que la tarea de lector y escritor, y que constituye de hecho una de las preocupaciones centrales de la literatura y la crítica practicadas por el autor argentino. Así lo señaló él mismo en uno de los textos esenciales que desarrollaría en relación al tema: «Las versiones homéricas» (La Prensa, Buenos Aires, mayo de 1932), donde puede leerse: «Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción». Aun así, no hallaremos en la obra ensayística de Borges una articulación teórica sobre el arte de traducir: «…al escritor argentino no le interesó postular una teoría total o un pensamiento sistemático sobre la traducción –señala Olea Franco–, sino más bien usarla pragmáticamente, ya que creía que en ella resultaban visibles los variados procedimientos de la construcción literaria». De un modo asistemático, pues, el autor irá desarrollando en el tiempo algunas ideas fundamentales que aparecen diseminadas en su obra crítica y en sus ficciones.
Desde luego, el tema de la traducción en relación a la vasta obra borgesiana (o borgeana o borgiana, según la manía) ofrece numerosas posibilidades. El simple comentario de las traducciones que Borges acometió desde su más temprana juventud hasta poco antes de su muerte (aún con 84 años siguió traduciendo, a pesar de su ceguera casi total) ocuparía un número considerable de páginas. Entre las décadas del 20 y el 40 del pasado siglo, el escritor daría a conocer a los hablantes hispánicos a buen número de autores en lengua inglesa, alemana y, en menor medida, francesa, prácticamente desconocidos por el lector medio tanto en Latinoamérica como en España. Autores de la talla de Whitman, Chesterton, Wells, Kipling, Kafka, Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, André Gide, T.S. Eliot, los expresionistas alemanes, cuyas traducciones al español fueron publicadas en algunas de las más importantes revistas porteñas de la época (en la prestigiosa Sur, que dirigía Victoria Ocampo, y en Crítica. Revista Multicolor de los Sábados), o bien surgieron asociadas a proyectos editoriales como los que llevarían a cabo Losada y Editorial Sudamericana. Pero no solo esto: amén de traducir a numerosos autores, e incluso colaborar estrechamente en la traducción de su obra al inglés, a lo largo de sus muchos años de oficio Borges dedicó una parte no desdeñable de sus conjeturas al problema de la traducción, y trasladó dicha problemática al plano ficcional hasta convertirla en el trasfondo primordial de muchos de sus relatos literarios. «Hay pocos relatos de Borges que eviten de manera explícita el tema de la traducción. La lista de las traducciones apócrifas, de los personajes que traducen, de las intrigas que dependen de la traducción, y de los personajes que comentan traducciones es larga», afirma Kristal. La importancia que Borges concede a la traducción es de primer orden, lo que explica que una y otra vez el autor regrese a esta misma cuestión para abordarla desde distintos ángulos, algunos de ellos juzgados en su tiempo con recelo, e incluso aún hoy pueden parecernos algo extravagantes.
Las traducciones que Borges realiza desde muy temprano apuntan intencionalmente hacia sus intereses mismos como lector/escritor, lo que mueve a veces al autor a traducir en contra del sentido original de las obras. Así, por ejemplo, se muestra más interesado por el Londres sobrenatural de Chesterton y por los argumentos fantásticos que esboza el escritor británico en sus cuentos policiales que por la explicación racional con que se resuelven los casos. A este respecto, Kristal señala que «Borges interpreta los cuentos policiales de Chesterton en contra del propio Chesterton». Con su acostumbrada ironía, Borges le da la vuelta al asunto, y afirma: «El original es infiel a la traducción», una frase que, sin dejar de ser provocativa, se revelará como la piedra angular de su reflexión sobre el acto de traducir, como veremos. Igualmente llamativo resulta el caso de un autor como Melville, de quien Borges traduce Bartleby el escribiente (Buenos Aires, Emecé, 1944). En 1979, el escritor argentino incluye su traducción en una colección de literatura fantástica dirigida por Jorge Luis Borges (La Biblioteca de Babel, Buenos Aires, Librería La Ciudad). Desde luego que cada lector es libre de categorizar sus lecturas según entienda, pero catalogar el Bartleby de Melville como «literatura fantástica» es, como mínimo, una proposición discutible. Cabría preguntarse, como hace Patricia Willson, si Borges lleva a cabo este tipo de operaciones con objeto de que se lean mejor sus propios relatos fantásticos, reunidos en Ficciones y El Aleph, para de algún modo preparar al público lector, en especial a los lectores argentinos. Se diría que sus traducciones más tempranas están orientadas por un particular manejo de la tradición, a tenor de algunas maniobras arbitrarias que lleva a cabo: por ejemplo, la modernización urbana que imprime en «Palmeras salvajes» de Faulkner; el marcado tono rioplatense de las traducciones de Virginia Woolf; o la traducción de la última hoja del Ulysses de Joyce, que Borges acomete sin haber leído la novela, como él mismo confiesa, y en donde hace uso del «voseo» al tiempo que muestra un paisaje pampeano. Por todo ello, señala Willson que las traducciones de Borges no superarían hoy una prueba editorial. Consciente tal vez de que sus traducciones no eran muy ortodoxas, Borges trató de disipar en ocasiones la autoría de las mismas, generando una cierta confusión entre la crítica. En sus Autobiographical Notes de 1970, el autor confiesa que algunas de las traducciones que se le atribuyen a él (Melville, Woolf, Faulkner) en realidad fueron realizadas por su madre. Pasado el tiempo, matizará tal afirmación para puntualizar que, en el caso concreto de Virginia Woolf, se trata de una cotraducción: su madre le ayudó con el Orlando, y él a su vez la auxilió con Un cuarto propio, traducciones que fueron publicadas en la revista Sur en la década de 1930 y que hoy se atribuyen por completo a Borges.
Del mismo modo que puede hablarse de «la Ilíada de Pope» o del «Poe de Baudelaire», podría hablarse del Borges autor de Chesterton, del Stevenson de Borges, o del Kafka reinventado por Borges. Ello ha tenido sin duda una influencia considerable en la lectura que los hablantes de ámbito hispánico han realizado de dichos autores durante décadas. Es decir, hay una manera de leer a la que nos «obliga» Borges, desde sus traducciones, en los prólogos mismos a esas traducciones, a través de sus páginas críticas también. Borges añade algo a la tradición que no estaba en ella, y de paso señala sus propios precursores. El Borges-traductor, no debemos olvidarlo, antecede al Borges-escritor de relatos; pero mucho antes, y muy por encima de ellos, está el Borges-lector. Borges traduce según lee, escribe según lee. Claro que tampoco debemos olvidar que Borges es un lector privilegiado. Tal y como nos recuerda Jorge Schwartz con no poca perspicacia, «Borges tiene la ventaja de ser Borges».
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El interés de Borges por la traducción, que tiene su origen simbólico cuando, siendo niño, tras leer el Quijote en el castellano original creyó que se trataba de una mala traducción del inglés, se verá vivificado con el cotejo de las distintas traducciones al inglés de ciertas obras clásicas, entre ellas la Ilíada. En concreto, sus disquisiciones en torno a la práctica traductológica parten de la que el escritor denomina «hermosa discusión Newman-Arnold», que tiene lugar a mediados del siglo XIX. En 1856, el eminente helenista Francis W. Newman, por entonces catedrático de la Universidad de Londres, publica una traducción al inglés de la epopeya homérica que canta la cólera de Aquiles. Quería realizar una versión fiel a la obra de Homero, que conservara todas y cada una de las particularidades del texto original. Esta labor, no en vano, le ocupó algunos años. Más que una mera traducción, Newman pretendía hacer de su obra un modelo de traducción al inglés para cualquier obra escrita en griego clásico. Al poco tiempo de ver la luz su traducción de la Ilíada, Matthew Arnold, poeta y profesor en la prestigiosa Oxford, hizo públicas en On translating Homer (1861) una serie de críticas que echaban por tierra el trabajo realizado por Newman. Según Arnold, quien no deja de reconocer la erudición del helenista, una traducción literal puede ser interesante para aquellos estudiosos que desean analizar todas las peculiaridades lingüísticas de un autor; pero, en términos estéticos, en su opinión conviene más recrear los efectos del original que realizar una traducción literal verso por verso, palabra por palabra. A su entender, Homero expresó sus ideas con claridad, en un griego fluido. En cambio, la traducción inglesa de Newman le resultaba áspera, dificultosa. Con objeto de evitar estos desencuentros entre lenguas distintas, concluía Arnold, todo buen traductor debe sacrificar la fidelidad verbal al efecto general de la obra. Es lo que en la teoría de la traducción se conoce como «equivalencia funcional». En el mismo año en que Arnold lanza su diatriba, a modo de contestación Newman publica su ensayo Homeric Translation in Theory and Practice, donde se defiende de los ataques de su colega de Oxford, argumentando que una traducción debe reconocerse como tal y no intentar pasar por el original como si lo fuera.
Borges se hace eco de esta encendida polémica ya desde los primeros textos que dedica al problema de la traducción. La polémica Newman-Arnold, que tanto atrajo a aquel joven poeta del barrio de Palermo apenas conocido por entonces, debe ponerse en relación con una primera diferenciación básica que establece el escritor en «Las dos maneras de traducir» (La Prensa, Buenos Aires, 1 de agosto de 1926), y que toma como punto de partida para desarrollar sus reflexiones en torno a la práctica de la traducción: «Universalmente, supongo que hay dos clases de traducciones. Una practica la literalidad, la otra la perífrasis. La primera responde a las mentalidades románticas, la segunda a las clásicas». Al pensamiento clásico le interesa sobre todo la obra, reflexiona Borges, es decir, la idea que transmite el texto, no tanto las particularidades del estilo de tal o cual creador, por más que el autor de la Ilíada muestre ciertas particularidades. Por contra, señala, el espíritu romántico estaría más interesado por el poeta, que representa un estilo propio, una manera particular de expresarse. De este modo se justifica la literalidad de las traducciones románticas, que buscan reproducir el color local, los giros y particularidades de los usos lingüísticos. Ahora bien, ¿cuál es la posición de Borges respecto a estos dos modelos encontrados? Para despejar este interrogante, no sólo hace falta observar qué nos dice el autor al respecto en los diversos ensayos que escribió en torno a la traducción. Hay que atender, además, a la praxis, al modo en que Borges tradujo a buen número de autores, fundamentalmente pertenecientes a la tradición anglosajona; y, asimismo, analizar la forma en que Borges participó en las traducciones de su propia obra al inglés. En primer término, cabe subrayar se rechazo del dicho popular traduttore traditore, comúnmente aceptado, el cual nos anima a creer que, por defecto, toda traducción es inferior al original. Lejos de admitir esta creencia, Borges llega a decir, y no es un simple malabarismo verbal, que la traducción puede superar al original, y que de hecho a veces logra mejorarlo. Para Borges, entonces, la traducción no consiste en un mero traslado de un idioma a otro, sino más bien en la inevitable modificación de un texto, que sufre ciertos énfasis y está sujeto, incluso, a posibles omisiones. No ha de extrañarnos, pues, que al traducir junto a Bioy Casares «La carta robada» de Poe elimine algunos párrafos que, en su opinión, sin duda acorde con la de su sempiterno amigo y tertuliano, desvían al lector del sentido global del texto; o que cambien de sexo a uno de los personajes de dicho relato, para dotar de mayor cohesión a la trama. Unas prácticas que, objetivamente, cualquier traductor y editorial deplorarían hoy. Pero hay que decir de inmediato, en defensa de Borges, que lo mismo hace con sus propios cuentos al ser traducidos al inglés, según ha relatado Norman Thomas Di Giovanni, primer traductor en lengua inglesa de los cuentos de Ficciones y El Aleph. Borges modifica frases, añade otras que no están en el español original; incluso llega a insertar trozos de diálogos y, en medio de todo, se pregunta: ¿cómo es que no dije esto o aquello al escribir el cuento la primera vez? Lejos de entender este tipo de comportamientos como un saqueo de las leyes más elementales de la moderna teoría de la traducción, dichas prácticas conectan de pleno con la poética de Borges, quien abolió la idea misma de autor al definir la literatura como «un espacio homogéneo y reversible en el que las particularidades individuales y los datos cronológicos no tienen cabida, ese sentimiento ecuménico que hace de la literatura universal una vasta creación anónima donde cada autor no es más que la encarnación fortuita de un Espíritu intemporal e impersonal», tal como expresó Gerard Genette al leer críticamente a Borges.
No obstante su inclinación a tratar de forma desenfadada los textos de la tradición y traducirlos a su modo, no es menos cierto que, en lo tocante a ciertos detalles de la disputa entre Newman-Arnold, Borges se esfuerza por adoptar una posición conciliadora. Antes que negar rotundamente alguno de los dos modelos, prefiere contemplar las ventajas que deparan uno y otro. Por ejemplo, frente a la idea de Arnold de que las traducciones literales suelen conducir a la extravagancia y la zafiedad, Borges entiende que, en ocasiones, una traducción literal, a pesar de traicionar el sentido original, puede producir un efecto estético inesperado. Como muestra de ello, menciona la traducción que hace Sir Richard Francis Burton de Las mil y una noches. Burton traduce el título árabe de esta forma: The Books of the Thousand Nights and a Night. Este título, que es una traducción literal, expresa algo que no está en el original árabe; una expresión inaudita que, por su rareza y novedad, en opinión de Borges produce en el lector anglosajón un efecto de belleza: «Las palabras ‘libro de las mil noches y una noche’ son una forma común en árabe, mientras que a nosotros nos provocan una ligera impresión de sorpresa. Y esto, evidentemente, no lo pretendía el original», afirma. Ni que decir tiene que ello recuerda a la teoría del extrañamiento que esbozaron los formalistas, quienes plantearon dicha técnica como uno de los posibles recursos que favorecen el lenguaje poético. Por otra parte, Arnold instaba a Newman a que leyese atentamente la Biblia en inglés, ya que, a su parecer, era un perfecto modelo de traducción. Borges, sin embargo, encuentra algunos ejemplos que contradicen el consejo de Arnold: así, «Song of Songs» (Fray Luis de León traduce por «Cantar de los Cantares»), o la estructura similar «Rey de Reyes». El idioma hebreo carece de la forma superlativa, de ahí este tipo de expresiones, si bien la traducción más adecuada sería, en el primer caso, «El mejor cantar» (Lutero, por ejemplo, tradujo «Das hohe Lied», «El buen cantar»); y en cuanto a la segunda expresión, lo más adecuado sería traducir por «el emperador» o «el más alto rey». Pero, de acuerdo con Borges, «Rey de Reyes» resulta una expresión más llamativa y sonora, llena de grandeza; y ocurre igual con «Cantar de los Cantares». Para Borges, traducir «Cantar de los Cantares» u optar por «El buen cantar» es igualmente admisible, en un caso atendiendo a la literalidad de las palabras, en otro a la significación y el sentido. O ambas son válidas o ninguna, es lo que en definitiva se plantea el escritor argentino en relación a estos ejemplos.
Más allá de estas disquisiciones alrededor de dos modelos diferenciados de traslación, el arquetipo clásico y el romántico, la polémica Newman-Arnold en torno a las distintas versiones homéricas en inglés sitúan a Borges en otra disyuntiva no menos interesante, según plantea en su ya citado artículo «Las versiones homéricas» (1932), y retoma, mucho más adelante en el tiempo, en una de sus seis conferencias –la titulada «El enigma de la poesía»– dictadas en las Norton Lectures de Harvard en 1967. De alguna manera, Borges ve la necesidad de distinguir entre aquellas marcas lingüísticas que pertenecen al estilo individual de un autor y las que son propias de una lengua. Es lo que se plantea al interrogarse sobre los epítetos homéricos, en concreto el muy repetido «οἶνωψ πόντος», traducido al inglés como «the wine-dark sea» («El mar de oscuro vino») o «the winy sea» («el vinoso mar»). A Borges, que confiesa no saber griego antiguo, le resulta difícil dilucidar esta cuestión, pero convierte la falta en virtud: «A esta dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones, todas sinceras, genuinas y divergentes». Quizá, conjetura el escritor, la expresión «el mar de oscuro vino» y otras tantas locuciones frecuentes en Homero («las mojadas olas», «el divino Patroclo», «la tierra sustentadora»), no fuesen en su día sino usos habituales del lenguaje, expresiones enquistadas como lo son hoy ciertas preposiciones que acompañan al sustantivo; esto es, partículas de obligado uso, no meros adornos estéticos que proceden de la originalidad del autor. Para Borges, dada la insalvable distancia entre Homero y sus traductores ingleses es poco menos que imposible saber qué parte de originalidad corresponde al autor (si es que aquél a quien llamamos Homero existió alguna vez, aunque parece que sí) y qué parte pertenece a la lengua griega del siglo VIII a. de C. en que fueron compuestos los poemas homéricos. «Los hechos de la Ilíada y la Odisea sobreviven con plenitud, pero han desaparecido Aquiles y Ulises, lo que Homero se representaba al nombrarlos, y lo que en realidad pensó de ellos», apostilla Borges. No sabemos si al escribir «Las versiones homéricas» en 1932 el escritor argentino conocía el indispensable trabajo de Milman Parry L’Épithète traditionnelle dans Homère, publicado poco antes, en 1928; pero lo que es seguro es que no pudo haber leído por entonces otro de los libros esenciales que plantearían novedosamente la cuestión del estilo homérico: Iliasstudien, de Wolfgang Schadewaldt, cuya primera edición es de 1938.
Es sabido que una de las aficiones librescas de Borges, quien hablaba un perfecto inglés, algo arcaico, herencia de la rama paterna, fue coleccionar las distintas versiones inglesas de una misma obra, por lo general procedente de la tradición antigua; adaptaciones sobre las que el autor practicaba un cotejo minucioso, deteniéndose en ciertas expresiones, determinados giros y palabras, examinando cómo eran tratados por uno y otro traductor. Entre las obras dilectas cuyas distintas versiones gustaba de comparar están los textos homéricos, y también Las mil y una noches y La Divina Comedia de Dante, obras todas ellas escritas originalmente en lenguas que no eran del dominio de Borges: el griego, el árabe y el italiano antiguos (los idiomas más cercanos al escritor, aparte del español y el inglés, eran el alemán y, en un segundo grado, el francés). En relación a ello, Borges señala un hecho llamativo que posee una enorme incidencia en el problema de la traducción: difícilmente admitiríamos como lectores una variación sobre una obra escrita en nuestro idioma, y menos aún de un clásico de nuestra lengua. Más fácil nos resulta, en cambio, admitir todas las variaciones, incluso versificaciones o prosificaciones, de una obra cuya lengua original nos es absolutamente desconocida. ¿Hasta qué punto, se pregunta el escritor, acogeríamos los lectores españoles el Quijote versificado? ¿O un Quijote que no comenzase exactamente por estas palabras: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…»? Sin el menor atisbo de hipocresía, Borges admite: «Sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. […] El Quijote, debido a mi ejercicio congénito del español, es un monumento uniforme, sin otras variaciones que las deparadas por el editor, el encuadernador y el cajista; la Odisea, gracias a mi oportuno desconocimiento del griego, es una librería internacional de obras en prosa y en verso, desde los pareados de Chapman hasta la Authorized Version de Andrew Lag o el drama clásico francés de Bérard o la saga vigorosa de Morris o la irónica novela burguesa de Samuel Butler». Siguiendo esta lógica, cabe deducir que es su «oportuno desconocimiento del griego» el que le facilita, paradójicamente, el poder deleitarse con algunas de las versiones inglesas de la Odisea, versiones que es capaz de apreciar no por su grado de correspondencia con el idioma original, que Borges desconoce, sino por ser creaciones genuinas en una lengua, el inglés, que conoce y domina.
A diferencia de las opiniones sobre la práctica de la traducción vertidas por un contemporáneo de Borges como es José Ortega y Gasset, para quien traducir es una «modesta ocupación», la «faena más humilde» de las tareas intelectuales, no es exagerado afirmar que, para el escritor argentino, el arte de traducir es el hecho central de la creación literaria. En línea con el pensamiento clásico en materia de transmisión cultural, que impregna toda la Edad Media y el Renacimiento, Borges es muy consciente de la banalidad que supone pretender traducir con exactitud de una lengua a otra, tratando de lograr con ello una equivalencia que no existe. Más bien, toda traducción vendría a ser un acto de recreación literaria, que desliga definitivamente al texto original de su traslación a otra lengua. «Supongo que si no supiéramos cuál es el original y cuál la traducción, los podríamos juzgar con imparcialidad. Pero, desgraciadamente, no puede ser así. Y, en consecuencia, el trabajo del traductor siempre lo suponemos inferior –o, lo que es peor, lo sentimos inferior– aunque, verbalmente, la traducción puede ser tan buena como el texto», reflexiona Borges. Los denodados esfuerzos del traductor por lograr una versión absolutamente fiel al texto originario, como intentó hacer Arnold con la Ilíada en su traslado al inglés, servirían de inspiración a Borges a la hora de componer uno de sus relatos más irónicos, que no en vano tiene como tema central la traducción: «Pierre Menard, autor del Quijote», publicado en la revista Sur (nº 56, mayo de 1939) y más tarde recogido en Ficciones (1944), un texto que ha sido objeto de numerosos trabajos críticos, pero cuya exégesis no siempre ha sido atinada. En dicho relato, como es conocido, un escritor francés, Pierre Menard, quiere realizar una traducción de determinados fragmentos del Quijote que sea exactamente igual al original de Cervantes, para lo cual lleva a cabo diversos experimentos. Uno de los párrafos escritos por Cervantes, cuya traducción acomete Menard, es el que sigue: «… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir». Por su parte, la traducción que finalmente realiza el traductor francés del fragmento cervantino queda así fijada: «… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir». Ahora bien, aparte de la humorada, ¿qué está queriéndonos decir Borges a través de esta duplicación aparentemente absurda, pues ambos fragmentos, como puede apreciarse, coinciden exactamente? Una de las conclusiones que pueden extraerse de esta secuencia se sitúa, una vez más, del lado del lector, y es esta: tanto da que se trate de una copia, puesto que la significación será necesariamente distinta porque el tiempo y los lectores que contemplan dichas palabras son otros. En boca de Cervantes, a caballo entre los siglos XVI y XVII, la frase «la verdad, cuya madre es la historia» resulta «un mero elogio retórico de la historia»; sin embargo, en boca de Menard, nos revela un aspecto moderno de la historia, a saber: que la «verdadera historia» no es lo sucedido, sino el modo en que relatamos y juzgamos lo sucedido. La frase, pues, ha adquirido nuevas significaciones en un nuevo contexto pragmático. Pues nosotros, y también Borges, sabemos hoy que el relato de las cosas acaecidas ha tomado el relevo a los hechos mismos, confundiéndose el «nombre» con la «cosa», el discurso con la realidad. Pero no sólo resulta el Quijote una obra distinta en referencia a su significación, sino también en cuanto al lenguaje mismo, como se señala en el relato borgesiano: «es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard –extranjero al fin– adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el español corriente de su época». Evidentemente, habría que decir, pues Cervantes manejaba el castellano del siglo XVI-XVII, su lengua natural, que hoy, a nosotros lectores del siglo XXI, nos resulta arcaica (tanto la del personaje don Quijote como la de Sancho, aunque no eran exactamente la misma).
En «Pierre Menard», Borges pone en práctica uno de sus argumentos más demoledores en contra de las traducciones literales, que desarrolla en un artículo de 1930, «La supersticiosa ética del lector», no por casualidad incluido en el mismo volumen crítico en donde se recoge «Las versiones homéricas» (Discusión, 1932). Tal argumento, expuesto por Borges en forma de paradoja, y que no esconde su aversión por la corriente estilística, tan en boga en los años 20-30 del siglo XX, es el que sigue: aquella traducción que pretende ser la más perfecta de todas y presume de ser fiel en extremo al original en forma y contenido, palabra por palabra, sonido a sonido, resulta ser al cabo la más perecedera, la más expuesta a las erosiones del tiempo, ya que cualquier palabra que alteremos producirá un daño irreparable al texto. Por el contrario, aquella otra traducción que aspira a la inmortalidad «puede atravesar el fuego inquisitorial de las enemistades, de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las incomprensiones, sin dejar el alma en la prueba». Esto es lo que, al modo de entender de Borges, hace de las obras de Homero, de Las mil y una noches o del Quijote libros imperecederos, auténticos clásicos, pues su «encanto esencial», sustentado en la emoción que producen, ha sobrevivido a las inclemencias del estilo –«tecniquerías», las llamó Unamuno– en cada una de las traducciones de cada una de las lenguas en que han sido vertidas tales obras. Ello lleva a Borges a postular una «teoría de la infidelidad» en relación al ejercicio de traducir, que nos devuelve a aquella sentencia que está en la base de su poética de traductor: «El original es infiel a la traducción». Desde esta lógica aparentemente ilógica, no debe resultarnos extraño que, al comentar en «Los traductores de las 1001 noches» (1935) una de las versiones del clásico árabe que está entre sus preferidas, la de Joseph Charles Mardrus, el escritor argentino declare: «Su infidelidad, su infidelidad creadora y feliz, es lo que nos debe importar». Acaso porque, fiel a sus principios, también Borges fue un traductor infiel, felizmente.
Foto: Borges en 1951, via Commons Wikimedia