Política

Libres o iguales

Cuando se presenta la ocasión de influir en el destino de todos —porque eso es lo que entraña el sufragio—, de manera necesaria se le impone a cada cual el dilema entre ejercer la soberanía personal y abandonarse al automatismo. Entre la afirmación y la pérdida de libertad. Cosa vulgar, sea dicho, el empeño en reducirla al ‘hacer cada uno lo que le da la gana’, si se entiende por ello el obedecer únicamente a nuestras inclinaciones. Libre es aquel que actúa incluso en contra de su voluntad; tan alérgico a la servidumbre que no consiente siquiera entregarse a sus propias pasiones. 

Hoy, en un acoso sistemático a lo personal por lo político, se les atribuye a determinaciones como esas un carácter casi herético. Pero no puede ser eso más absurdo cuando tampoco cabe interpretarlas como una traición a la propia naturaleza del hombre, ya que la política no le pertenece sustancialmente. Bien hace Arendt en recordar su cualidad relacionante, pues «nace en el Entrelos-hombres, por lo tanto completamente fuera del hombre». Dicho de otro modo: uno es aparte de la política. Por eso mismo conviene tomar distancia o, mejor, tomar conciencia de la distancia ya dada, porque la alternativa es hacer el ridículo. 

Solo con esa actitud desapasionada podrá uno conocer realmente la cosa política; esto es, distinguir con claridad aquello que parece de lo que realmente aparece. Porque, en la situación presente, el vínculo entre lo planteado en origen y lo que luego resulta de ello es cuando menos torpe si no ya un manifiesto disparate. Y quien, arrastrado por un enjambre de deseos, no se preocupe por su gobierno interior será incapaz de ver el engaño. Seguirá, por tanto, perdido en la ficción dualista, maniquea, que solo sirve para dotar al debate actual de cierta consistencia interna, aunque —insisto— ilusoria. Para disimular, en última instancia, la impericia y la desvergüenza de los gobernantes.

Lo que tenemos ante nosotros, por desilusionante, invita a quedarse quieto, pero el indiferentismo no es recomendable si uno quiere evitar que decidan por él. Frente a la locura de la muchedumbre es forzoso habituarse, pero despierto, a la falta de esperanzas. Así lo sugiere Jünger en La emboscadura: «Tenemos que dedicar a la catástrofe casi todo el capital —precisamente para mantener franco el camino del medio, un camino que se ha vuelto tan estrecho como el filo de un cuchillo».


Foto: Francisco de Goya, Confesiones en la cárcel (1812), via Wikimedia Commons