Pensamiento

Insoportable juventud

De la juventud siempre anhelé y temí una misma cosa: que pasara rápido. Para aliviar mi tormento, o tal vez por escarnio, la genética me ha bendecido con la canicie cuando aún espero el advenimiento de la barba (a menos que mis canas sean psicosomáticas). Lo que convierte la juventud en un tiempo insoportable, sin embargo, es la consciencia latente de que todo cuanto se hace, se hace haciendo el ridículo. Debí ser un joven algo hiperbólico y trágico porque muchas de mis creencias, ideas y comportamientos de juventud me ruborizan ahora. Por ello, no me cuesta verme reflejado en el verso de Lamartine que Pla recoge en el El quadern gris, del cual dice mantiene una fidelidad exacta con el espíritu de la juventud: «Un seul être vous manque, et tout est dépeuplé» [«Un solo ser os falta, y todo está despoblado»]. Qué sonrojante es darse cuenta, pasados los años, de que hay muy pocas carencias que justifiquen el desánimo o la indignación absolutas que el más nimio contratiempo desata en la juventud. El matiz —o la capacidad para relativizar— lo provee la experiencia y el conocimiento, que aparecen generalmente con el paso del tiempo. Ese lugar que nos capacita para avergonzarse y enternecerse a un mismo tiempo de las cuitas pasadas es el privilegio que se adquiere con la pérdida de los años; la renuncia paulatina de las vanidades. 

Pero el nuestro es un mundo donde los años no pasan en balde. No tanto por el abrazo de la vejez al cuerpo como por la creciente distancia a la que ésta nos pone del ideal pernicioso de la juventud. La publicidad y la cirugía han explotado durante décadas el tópico de la fugacidad de la juventud con promesas para retener —o extender unos años más— sus beneficios. Ahora parece ser el turno de la política, cuyas recientes loas a la juventud entrañan el riesgo de la impudicia. Gracias a sus alabanzas hemos visto de cerca el rostro de una juventud reticente al decoro, una que pasea sus vicios —lo exijo todo cuando me falta una parte— como si fueran virtudes. La cara más grotesca la ha puesto Barcelona y sus noches de protestas y fuego. Es bochornosa la entelequia del fascismo a combatir, la queja exagerada sobre la precariedad laboral o la obligatoriedad que impone —dicen— el agotamiento de la vía pacífica (en realidad, cualquier excusa vale para disculpar lo que son meras bajas pasiones). Ningún argumento justifica en una democracia plena la violencia callejera y la exhibición pública del odio, pero para contener los destrozos está la policía y me da que muchos de esos jóvenes se mueven más atraídos por el follón que por la reivindicación política. La gravedad del asunto, por lo tanto, reside en la carta de autoridad que la clase política y mediática adulta ha dado a una juventud profundamente equivocada. Cicerón dejó escrito en De Senectute que las obras de importancia en la vida no se logran con el uso de la fuerza, la rapidez o la agilidad del cuerpo, sino mediante el consejo, la autoridad y la opinión, todas ellas cosas de las que la vejez es pródiga. Cuando la élite política catalana, desde las instituciones públicas, encomia la energía y el vigor de una juventud que se alborota en las calles, está renunciando al uso de la razón que los años y el conocimiento acumulado otorgan. Que la política catalana ha renunciado a la razón en lugar de a las vanidades no es nada nuevo. Que en el regocijo de su propia imagen esté dispuesta a legitimar la violencia callejera, en cambio, es una línea roja que se ha vuelto a traspasar. Así como hay algo profundamente decadente en un cincuentón con bermudas de colores o pitillos, también lo hay en un gobierno que, por afán de no envejecer, se viste de revolucionario de sudadera y pasamontañas.

La dolencia no afecta exclusivamente a la política catalana. Pocas veces experimenté una perplejidad tan divertida como cuando Greta Thunberg se embarcó en su travesía atlántica para llegar a la cumbre del clima de Madrid. El mundo quedó en vilo durante días, sosteniendo el aliento por la llegada a tierra de una intrépida niña que, oteando el horizonte agarrada al mástil, así me la figuro, venía a desembarcar para remover la conciencia de los mayores. Fantaseé con una distopía en que los niños gobernaran a los adultos: niños en el Congreso, en los tribunales, vestidos de bata blanca en laboratorios y en hospitales. Luego recordé la consideración que a Jules Renard le merece San Andrés en sus diarios: «Clavado en la cruz, predica durante dos días a veinte mil personas. Todos le escuchan, cautivados, pero a nadie se le ocurre liberarle». La juventud, como la adolescencia, es ese período en el que aún se puede perdonar la ignorancia y el error. Encumbrar su pureza es encumbrar la simplificación del mundo. Y no hay mayor gesto de reconocimiento al joven que sacarlo de su error. Porque un joven que no ceja en su error es un adulto que naufraga en su deber de ser inteligente. Y tal como advierte Cicerón al final de su tratado: «Ni los cabellos blancos ni las arrugas hacen surgir de repente la autoridad. Los frutos de la autoridad los produce la edad vivida honestamente desde el principio».

En otro de los dietarios de Pla, Notes disperses, aparece una frase de Carner que, si mal no recuerdo, dice: «La joventut, en el sentit màgic, potser no ha mai existit —potser no és res més que un equador convencional entre la il·lusió i el record» [«La juventud, en un sentido mágico, tal vez no ha existido nunca —tal vez no es otra cosa que un ecuador convencional entre la ilusión y el recuerdo»]. Ese ecuador de evocaciones, con sus luces y sombras, tal vez sea solamente eso: el límite a veces insoportable entre lo que fuimos y lo que debemos ser. El hecho de romantizar esa poca sustancia termina, al final, en un discurso político capaz de decir, con aire de profundidad, cosas absolutamente insignificantes. A lo que sería preciso, seguramente, no hacer tanto caso y dejar que pase.


Foto: Via Creative Commons