Destacado, Pensamiento

Elogio de la píldora

Es sorprendente la mala prensa que tiene en la actualidad, entre ciertas feministas, la píldora anticonceptiva: no son pocas las que aconsejan evitarla y reclaman métodos anticonceptivos más «naturales» y «corresponsables» con el hombre. Su rechazo parte de la convicción de que la píldora, como toda creación de una sociedad patriarcal, busca someter a las mujeres en beneficio de los hombres; cargarlas a ellas solas con la responsabilidad de la anticoncepción. Esta no es la única cuestión en la que este feminismo rousseauniano se propone proteger a la mujer de los abusos a los que a su juicio es sometida en la vida en sociedad devolviéndola al estado de naturaleza: el auge de los partos en casa también tiene su origen, en muchos casos, en el recelo con el que ven a un sistema médico que consideran que se preocupa poco por el bienestar de las mujeres. En una palabra, lo que defienden es que la mujer no será libre hasta que no se deshaga de todo aquello que la sociedad le impone; la opinión de quien escribe estas líneas es la contraria: el mayor opresor de la mujer es la naturaleza, y los esfuerzos de la sociedad en las últimas décadas han ido destinados a liberarla. La píldora anticonceptiva es un buen ejemplo de ello.

Simone de Beauvoir dedica el primer capítulo de El Segundo Sexo a analizar de forma pormenorizada las diferencias biológicas entre hombres y mujeres. Su conclusión más importante es que, si la comparamos con el hombre, la mujer está mucho más anclada a la especie, puesto que su organismo está completamente sometido a la función reproductora, a la «servidumbre de la maternidad». De todas las hembras de mamíferos —añade De Beauvoir—, la mujer es además la que peor lleva ese sometimiento: tiene que pasar por la crisis de la pubertad y de la menopausia; su menstruación es mensual y se acompaña de dolor y sangre; su embarazo es largo y difícil y exige duros sacrificios que no se observan en ninguna otra hembra; su parto, doloroso e incluso peligroso, y la lactancia la encadena al recién nacido durante meses a menudo en detrimento de su propio vigor. Este conflicto entre la especie y el individuo, entre los intereses de la hembra y los de «las fuerzas generadoras que la habitan», se agudiza a medida que la hembra se individualiza: los partos de las vacas y las yeguas son mucho más peligrosos y dolorosos que los de las ratas, y la mujer, la más individualizada de las hembras, es en este sentido la más frágil: «Es como si su destino se hiciera más pesado a medida que se rebela contra él afirmándose como individuo», concluye. De Beauvoir observa además que el hombre no corre una suerte parecida, sino que por el contrario la oposición de los sexos se acentúa a medida que se afirma la individualidad de los organismos: la mujer es la hembra que se diferencia más profundamente de su macho, quien se desarrolla sin crisis y sin que su vida genital interfiera en su existencia personal. Quizá su conclusión sorprenda a quienes la conozcan solo por su archicitada frase según la cual una no nace mujer, sino que llega a serlo. Simone de Beauvoir no creía que las diferencias biológicas entre los sexos fueran algo menor, simplemente defendía que no bastaban para justificar el papel secundario que la mujer tenía en la sociedad. 

Pero en 1960, once años después de que Simone de Beauvoir publicara El segundo sexo, salió al mercado una píldora capaz de liberar en cierta forma a la mujer de su subordinación a la especie. El origen de la píldora anticonceptiva es fascinante; una revolución médica y social que se narra en el ensayo The Birth of the Pill, de Jonathan Eig. Fue obra sobre todo del empeño de Margaret Sanger, una mujer de espíritu rebelde y carácter firme con prácticamente una única obsesión en toda su vida: dar con una píldora que lograra que las mujeres pudieran controlar sus cuerpos y decidir por sí mismas cuándo tener hijos y si los querían o no. Trabajando como enfermera, Sanger vio a mujeres morir porque sus cuerpos no aguantaban la tensión de producir tantos bebés en condiciones de pobreza; por el uso de anticonceptivos primitivos que les causaban infecciones, o por abortos mal practicados. Un caso le marcó especialmente. A Sadie Sachs, un médico le dijo que otro embarazo podría resultar fatal para ella y le aconsejó que lo evitara durmiendo en el tejado, lejos de su marido. Pero Sachs se quedó embarazada y murió tras un intento de aborto. Sanger dijo que fue este caso más que cualquier otro lo que la empujó a luchar para que las mujeres tuvieran un derecho a la anticoncepción. 

Sin duda, no lo tuvo fácil. En 1914, inspectores del Servicio Postal de los Estados Unidos emitieron una orden de arresto contra ella tras la publicación de la primera edición de su periódico The Woman Rebel, acusándola de violar las leyes del país contra la obscenidad. Podía enfrentarse hasta a cuarenta años de cárcel, y Sanger decidió huir a Inglaterra. Allí conoció a Bertrand Rusell y a George Bernard Shaw; fue amante de H. G. Wells y del anarquista catalán Lorenzo Portet, y se enamoró del sexólogo Henry Havelock Ellis. Ellis quedó cautivado por su fuego, su vitalidad, su belleza y su entrega a un ideal, y dijo que nunca se había sentido atraído por una mujer tan rápida ni tan completamente. Pero no pasó mucho tiempo hasta que Sanger decidió volver a los Estados Unidos, donde la esperaban su marido, sus tres hijos y el proyecto al que consagró su vida; fue entonces cuando abrió la primera clínica de control de natalidad del país. Operaba violando las leyes de Nueva York, así que a nadie debió extrañarle que la policía la cerrara tan solo diez días después y enviara a Sanger a la prisión a cumplir una condena de treinta días. 

No fue hasta 1950, habiendo ya cumplido los setenta años, cuando Sanger se reunió con Gregory Goodwin Pincus, un biólogo de reputación dudosa desesperado por lograr el reconocimiento científico del que se creía merecedor, y quizá el único de su categoría dispuesto a dedicarse, sin apenas financiación, a un trabajo que los otros científicos a los que Sanger había acudido habían rechazado por sucio y deshonroso. Más adelante, se incorporó al proyecto también el ginecólogo John Rock, un católico respetado y, por lo tanto, imprescindible para dotar de credibilidad las investigaciones de Pincus. Como Sanger, Rock había conocido muy de cerca los problemas relacionados con el embarazo de las mujeres, puesto que fue director de una clínica de fertilidad en Boston. El proyecto de Sanger contó también con la ayuda de Katharine McCormick, una mujer inteligente y generosa que había dedicado su vida a cuidar de su marido, el rico heredero de la International Harvester Company, que desarrolló una enfermedad mental a los dos años de contraer matrimonio. Al heredar su fortuna tras su muerte, Katharine McCormick dedicó su dinero y sus energías por completo a la investigación de la píldora. El libro de Eig sigue sobre todo la historia de estos cuatro personajes, que arriesgaron sus carreras y reputaciones con gran coraje y audacia para dar con una píldora que pudiera facilitar la vida de las mujeres. Cuando Sanger murió, Martin Luther King dijo de ella que había sido una mujer dispuesta a aceptar los insultos y el desprecio de la gente hasta que la verdad que vio les fuera revelada.

Sanger fue un referente feminista que inspiró a muchas mujeres a desafiar las convenciones sociales en un momento en el que eran realmente asfixiantes, pero su carrera no estuvo exenta de polémica. Entre sus aliados más poderosos se encontraban los eugenistas, y defendía, como ellos, que había ciertas personas que debían someterse a esterilizaciones. Llegó a decir en un discurso que los padres deberían solicitar el derecho a tener hijos como los inmigrantes solicitaban sus visados.

Los experimentos de Pincus y John Rock se centraron sobre todo en la conocida como hormona del embarazo, la progesterona. Como es sabido, cuando un óvulo es fertilizado, esta es la hormona que se encarga de preparar el útero para la implantación del embrión e impide que los ovarios liberen más óvulos. Pincus reparó en que el sistema reproductor femenino ya contaba con un anticonceptivo natural, y que por lo tanto bastaría con dar con una pastilla que fuera capaz de engañar al cuerpo de la mujer para que pensara que estaba embarazada y dejara de liberar óvulos. Cuando finalmente dio con el compuesto que mejor funcionaba –que incluía una pequeña dosis de estrógeno–, los cuatro cruzados, como los llama Eig, utilizaron mucho esta apelación a la naturaleza para lograr, sin éxito, que la Iglesia Católica diera su aprobación a la píldora como antes había aceptado el método anticonceptivo del «ritmo», basado en la restricción de las relaciones sexuales a los momentos de menor ovulación. También tuvieron que emplear el mismo argumento con la farmacéutica que patentó la píldora, Searle, puesto que en un inicio era reticente a poner a la venta un medicamento que fuera contra natura. De hecho, Searle pidió que la píldora no interrumpiera el sangrado de la menstruación, y este es uno de los motivos por los que Pincus decidió que la mujer dejaría de tomarla seis o siete días al mes. Pero la menstruación en nada sirve a la mujer más que cuando quiere tener hijos, y puede llegar a ser muy debilitante. En este caso, ir contra natura, contra la especie, es actuar en favor de la mujer. 

Sanger vivió lo suficiente para asistir al nacimiento de la píldora y ver cómo el derecho a la anticoncepción se convertía en un derecho básico de los ciudadanos americanos. En 1965, el Tribunal Supremo de los Estados Unidos falló que la Carta de Derechos de los Estados Unidos incluía el derecho a la privacidad y que el uso de anticonceptivos era algo privado que debía ser protegido. Esta es la misma argumentación que se usó en 1973 en el Caso Roe contra Wade para proteger el aborto. Tras su anulación el pasado junio, hay quienes advierten que el fallo podría poner en peligro el derecho a la anticoncepción. Aunque no parece que eso vaya a ocurrir, es desde luego lo que se propone el más conservador de los miembros del Tribunal Supremo, Clarence Thomas.

La píldora es uno de los fármacos más recetados del mundo y, a diferencia de lo que se suele decir, es también uno de los más examinados. Las investigaciones no solo han concluido que es segura, sino que algunos estudios sugieren incluso que podría ser beneficiosa para las mujeres. En 2010, científicos británicos publicaron el estudio ‘Mortalidad entre las usuarias de la píldora anticonceptiva’, desarrollado durante treinta y nueve años, que concluía que las mujeres que tomaban la píldora habían tenido un 12% de probabilidades menos de morir de cualquier causa durante el estudio. Es cierto que su uso está desaconsejado en ciertas mujeres, por ejemplo si tienen tendencia a padecer tromboembolismos, pero en conjunto sus beneficios superan los riesgos. 

Cuando la píldora salió a la venta, se anunció con una ilustración de Andrómeda zafándose de sus cadenas como una metáfora de la liberación de la mujer de su sistema reproductivo. También contribuyó a liberarlas de la rigidez social de los 50 y a impulsar la revolución sexual de los 60, puesto que fue capaz de separar el sexo de la procreación. Sin embargo, hoy no falta quien asegure que las pastillas discriminan a la mujer responsabilizándola de todo el proceso reproductivo y quien reclame píldoras anticonceptivas masculinas para luchar contra la «desigualdad sexual». Si bien nada tiene de negativo que el mercado incorpore nuevas formas de anticoncepción, a nadie se le debe escapar que eso no evitará que el papel del hombre en el proceso reproductivo siga siendo siempre muy secundario. Cualquier lucha contra las desigualdades que no sean legales es una quimera y una arbitrariedad, pero quien se proponga luchar contra las desigualdades biológicas entre sexos se dará contra un muro implacable. Tras el descubrimiento de la píldora femenina, Pincus quiso hacer algunos experimentos para dar con una píldora anticonceptiva masculina, pero Sanger y McCormick le dejaron claro que no estaban interesadas. Siempre quisieron que la elección de tomar la píldora correspondiera solo a la mujer, que la pudiera tomar incluso sin que su marido lo supiera, pues es ella, al fin y al cabo, quien tiene más a perder con el embarazo.


Ilustración: Andrómeda, cuadro de Gustave Doré pintado en 1869, via Wikimedia Commons.