Literatura

Venus de labios pintados

Quisiera hablarles de relaciones. Más concretamente de relaciones intertextuales. Las que mantienen textos literarios entre sí pero también las que nosotros mantenemos con ellos, pues una lectura comprensiva —sigo el argumento de Gadamer— es un diálogo que tiene como finalidad el acuerdo, la fusión de horizontes, el autoconocimiento. Un texto nos interpela, tiene algo que decirnos, siempre está abierto a una respuesta que a su vez provoca una nueva interpelación. Comprender un texto es para la hermenéutica filosófica conocer la pregunta de la que es respuesta, pues todo diálogo tiene la estructura de pregunta y respuesta. Decimos que puede haber actualización del texto porque este no está sujeto a la circunstancia en que fue creado (tiene autonomía respecto del autor y sus intenciones). Así, afirmamos que un texto —el texto literario lo es en sentido eminente— busca mantener un diálogo que siempre queda abierto, una conversación que no puede agotarse con cada una de sus actualizaciones (la lectura es una de las actualizaciones posibles, pero no la única). Y es que un texto no se reduce a palabra escrita. Por texto (textum significa tejido, entrelazado) entiendo un sistema de relaciones y referencias que tejemos dialogando. En tanto diálogo, un texto es un organismo vivo, una llama que no ha de extinguirse mientras haya un alma dispuesta a dejarse interpelar. En el fondo, de lo que se trata es de estar a la altura del diálogo, esto es, esforzarnos por ser un interlocutor competente. Y esto nos exige acceder a las distintas capas de significación que envuelven todo texto literario. Mantener un diálogo auténtico con un texto literario pasa por saber reconocer en él la vibración de la red a la que pertenece y que lo relaciona con el resto de la galaxia textual. Así conoceremos mejor la cosa del texto, su mundo. Las relaciones intertextuales pueden ser más o menos explícitas. La cita, por ejemplo, sería un caso de relación intertextual explícita. El plagio, por el contrario, necesita que se ignore la relación entre textos. Entre la relación textual que quiere mantenerse oculta y la que se muestra sin disimulo hay una tercera: la que se muestra y a la vez se oculta. De hecho, es el mismo desvelarse la ocultación, pues mostrarse también puede ser una manera de pasar desapercibido. Pensemos en La carta robada de E.A. Poe.  En este relato, el investigador Auguste Dupin deduce que una carta a la vista de todos es una carta desprovista de interés y, por lo tanto, un buen escondite para un documento que debe mantenerse lejos de miradas indiscretas. La vulgaridad puede ser un disfraz muy eficaz. La relación intertextual de la que hablamos está a la vista de todos pero solo quiere ser reconocida por el lector iniciado. A nosotros nos interesan los juegos literarios entre texto y lector. Uno de los juegos más universales, lo sabemos perfectamente, es el escondite. Pongamos que un lector competente es aquel que está capacitado para descubrir las relaciones intertextuales semiocultas siguiendo las pistas que encuentra y estableciendo, de esta forma, una relación más íntima y personal con el texto. Es un modo de apropiación del texto y superación de la distancia. Más aún, defiendo que para comprender la cosa del texto hemos de hacernos texto. Esto significa que debemos renunciar a ser simple lector (u oyente) para ser el propio diálogo. Si no queremos pasar por un interlocutor despistado (hemos dicho que la lectura es también una situación dialogal), deberemos poner mucha atención en las pistas que, como migas de pan, nos orientan hacia una lectura relacional. Se trata de un segundo nivel de significación. Veamos algunos ejemplos.

En 1966 el poeta Jaime Gil de Biedma publica Moralidades. Uno de los poemas más destacados tiene por título «Barcelona ja no és bona, o mi paseo solitario en primavera». Una dedicatoria y una cita de Rodrigo Caro principian el poema (el primer verso de la cita es «Este despedazado anfiteatro»). El poema de Gil de Biedma viene a ser mucho más que un paseo por la montaña de Montjuïc, ese anfiteatro en ruinas que recuerda al paseante la decadencia de una clase social vanidosa. El ascenso por la montaña del sujeto poético tiene una lectura espiritual: se trata de un camino ascético. Arriba, viven los humildes. A ellos pertenece el futuro. Nada quedará de la clase social a la que pertenece el poeta salvo ruinas y nostalgia. Es el triunfo del instinto, de la vida contenida en la hierba que crece entre las ruinas o en las higueras que arraigan con fuerza. Pero hay un verso en el poema que nos llama la atención por su extrañeza (y que destaco en cursiva): «Yo busco en mis paseos los tristes edificios, / las estatuas manchadas con lápiz de labios». Todo se aclara si reconocemos el texto con el que se relaciona el paseo solitario del poema. El lector atento —el cómplice— descubrirá en este verso una escena de la novela Nada de Carmen Laforet. Y es que Andrea, la protagonista de Nada, pasea por Montjuïc en compañía cuando descubre el reflejo de una Venus de labios pintados: «En una plazoleta —verde oscura por los recortados cipreses— vimos la estatua blanca de Venus reflejándose en el agua. Alguien le había pintado los labios de rojo groseramente». El rojo del pintalabios —fuego, pasión, vida— sobre la inerte estatua genera un efecto desagradable en la paseante. ¿Vandalismo? ¿Mal gusto? ¿Grosera humanización? No nos pasa por alto que poco después Andrea recibe su primer beso —un beso robado que no causa el efecto pretendido— y es ella la que se queda inmóvil, fría, blanca como una estatua. 

Sabemos que Juan Marsé y Jaime Gil de Biedma fueron buenos amigos, y que el poeta pudo participar en algunas correcciones de Últimas tardes con Teresa. Aunque la novela de Marsé no se centra en Montjuïc sino en el Carmelo —¿cómo no acordarnos de «Subida del Monte Carmelo» de San Juan de la Cruz?—, también se da en sus páginas un encuentro entre clases sociales (como en el poema de Gil de Biedma y la novela de Laforet). ¿Y no hay algo de Ena, la amiga de Andrea, en la Teresa de Marsé? Pero lo que queremos destacar aquí es que, al inicio de la novela, Juan Marsé nos dibuja el Monte Carmelo con una imagen que ahora, en diálogo con otros textos, nos resulta familiar: «En su falda escalonada como un anfiteatro crece la hierba de un verde amargo». 

Vistos los ejemplos, es el momento de formular una tesis: todo texto tiene carácter polifónico. Un poema, una novela, un recuerdo o el mismo lenguaje vienen a ser un sistema de relaciones en el que estamos, lo queramos o no, inmersos. De nosotros depende ser más o menos conscientes, acceder a otras capas de significación o mantenernos en la superficie, ajenos a ese otro universo en forma de red. Si optamos por esta segunda opción, entonces renunciaremos a escuchar la música interior, que no es otra cosa que un temblor intertextual que nos emociona porque nosotros, seres textuales conectados al resto por cuerdas invisibles, también estamos hechos de vibración y oquedad. 


Foto: Gandalf’s Gallery, Pierre Soulages-Untitled, via Creative Commons