Pensamiento

Verduras santificadas

Cuando el escritor y crítico Fernand Desnoyers le pidió a Baudelaire unos versos sobre la naturaleza para un volumen en homenaje a Claude-François Denecourt, el poeta le respondió con dos poemas ambientados en los bajos fondos de París, Crepuscle du soir y Crepuscle du matin. Justificaba así su decisión en una carta: 

Mi querido Desnoyers, me pedís unos versos para vuestro pequeño volumen, versos sobre la Naturaleza, ¿no es así? Sobre los bosques, las grandes cordilleras, el verdor, los insectos ―el sol, por supuesto. Pero bien sabéis que yo soy incapaz de enternecerme con los vegetales, y que mi alma se rebela ante esa nueva Religión, que, a mi parecer, siempre tendrá para todo ser espiritual algo de shocking. Jamás creeré que el alma de los Dioses habita en las plantas, y, aun cuando habitara en ellas, apenas sería para mí un motivo de preocupación, y atribuiría a la mía un valor mucho más alto que a las de las verduras santificadas. Incluso he pensado siempre que en la Naturaleza, floreciente y renacida, hay algo de penoso, duro, cruel ―un no sé qué que roza lo impúdico.

Mucho más sencillo para él fue enternecerse con los criminales de la capital francesa. El ecologista de nuestros tiempos, en cambio, pretende hacernos creer que las «verduras santificadas» son una causa digna de los mayores sacrificios, y que nuestras almas son lo más bajo que ha engendrado la misma naturaleza a la que atribuyen una sabiduría divina.  El movimiento está completamente dominado por lo que Fernando Savater bautiza como ecolatría, esto es, la perspectiva que busca, más que proteger a las especies o los recursos naturales, «humillar al hombre ―más concretamente, al hombre moderno y occidental― y ponerle en su sitio, es decir, bien abajo del sabio orden natural al que debe someterse». La lógica, explica Pascal Bruckner en su ensayo Le fanatisme de l’Apocalypse, es un retorno a los fundamentos del cristianismo, pues en realidad nuestro pecado como especie no ha sido otro que el de rebelarnos contra nuestro Creador; el de excedernos en nuestras prerrogativas. Son ideas deudoras del pensamiento de Rousseau, para quien la desgracia del género humano se empieza a labrar con la invención de la metalurgia y la agricultura.

Algunos incluso entienden la pandemia como una especie de castigo que nos envía la Madre Naturaleza para advertirnos del daño que le hacemos con nuestros comportamientos egoístas. La mortificación de la carne es, para ellos, el único camino hacia la salvación: nada mejor que ver a la humanidad entera sufriendo y delfines en los canales de Venecia. Poco importa que las pandemias hayan existido a lo largo de toda la historia, que los virus afecten a todas las especies y que las imágenes que nos llegaron de los delfines no hubieran sido filmadas en los canales de Venecia. «Como aquellos reaccionarios que en los años 60 y 70 deseaban a la juventud europea una buena guerra para calmarlos, nuestros Siniestros esperan que toquemos fondo para despertar ―explica Bruckner―. Te mereces una buena lección, no has sufrido lo suficiente, debes pagar por ello».

Los medios no han dejado de señalar al hombre como al culpable de lo ocurrido. En un artículo de The New York Times del mes de febrero, el zoólogo Peter Daszak defendía que nuestra cultura era la causante de las plagas, porque virus como el ébola o el covid-19 estaban asociados a nuestro contacto con la fauna salvaje. No deja de ser curioso que la conclusión a la que llegara el articulista fuera que el peligro se encuentra en nuestra cultura, y no en la fauna salvaje, pero es que la lógica del ecologista ya no es la de proteger a la naturaleza para el hombre, sino la de proteger a la naturaleza del hombre.

Bruckner explica que los ecologistas han logrado que las catástrofes naturales dejen de existir, porque lo relacionan todo con el comportamiento humano. Basta con que un día caluroso de finales de diciembre les obligue a desabrocharse el abrigo, para que maldigan a la humanidad entera. Es cierto que la mayoría de científicos coincide en vincular la actividad humana con el cambio climático, pero esta es una cuestión que requiere un debate serio, sereno y sin tabús, y no una condena tajante al hombre por atreverse a hacer aquello que, al fin y al cabo, hacen todas las especies: valerse de sus manos y su inteligencia para obtener beneficios de su entorno. Sorprende, además, que los mismos que condenan el antropocentrismo se apresuren a señalar al hombre siempre como el causante de todo acontecimiento natural. Como dice Bruckner, el discurso ecologista oscila constantemente entre la megalomanía y la humildad.

En el ensayo The Green Philosophy, Roger Scruton defiende que la mejor aproximación a la conservación del medio ambiente es la «oikofilia», es decir, el amor al hogar.  Para él, son las afecciones locales lo que, de forma más efectiva, logra proteger el medio ambiente, y su libro está lleno de ejemplos que así lo acreditan. Como es lógico, nos movilizamos antes para proteger aquello a lo que amamos, que para salvar a una Tierra que nuestros congéneres están abocando al desastre de forma irremediable, como proclaman algunos. Todos lamentamos, al ver Dersu Uzala ―la película favorita de todo ecologista que se precie―, que los hombres destruyeran la taiga, pero si nos entristece es sobre todo porque ese era el hogar de Dersu, y no por los alcornoques. Claro que la naturaleza puede tener un valor intrínseco, independiente del uso que nosotros le demos, pero hay que recordar que ese valor existirá solo desde el punto de vista del ser humano: como dice Scruton, solo nosotros, entre todas las especies, podemos apreciar lo inútil.

Sin duda, Dersu Uzala es una película de gran belleza, pero también lo son las escenas más bestiales de las películas de samuráis de Kurosawa. El mérito es del director japonés, y no tanto de la naturaleza que, como dice Oscar Wilde en La decadencia de la mentira, no es más que nuestra creación: si advertimos la niebla ―explica el personaje de Vivian― es solo porque los artistas nos han enseñado a hacerlo. A juicio de Vivian, el arte es superior a la naturaleza porque «crea un efecto incomparable y único, y, después de haberlo hecho, se dedica a otras cosas», mientras que la naturaleza se empeña en repetir siempre los mismos efectos. A un esteta como él, no le parece ver más que «un Turner muy de segundo orden, un Turner de un mal período, con los peores defectos del pintor exageradísimos y muy acentuados» en lo que otros describen como un magnífico cielo. «Nadie que posea verdadera cultura, desde luego, habla hoy jamás de la belleza de un crepúsculo», concluye. Mucho más dispuesto estaría, en cambio, a admirar los crepúsculos urbanos de Baudelaire. 

Kurosawa diría que hay mucho que aprender del personaje que descubrió a través de las memorias del explorador Vladímir Arséniev, puesto que nos enseña a vivir en armonía con la naturaleza. Sin embargo, lo último que puede decirse de la forma en la que Dersu vivió en la taiga siberiana es que fuera armoniosa. En una de las escenas más conmovedoras de la película, los dos protagonistas tienen que hacer frente a una ventisca que amenaza sus vidas y que ha impedido, al borrar sus huellas, que encuentren el camino de regreso al grupo. Si sobreviven es solo gracias a Dersu, que, acostumbrado a las descortesías de la naturaleza, consigue construir un refugio para proteger a su nuevo amigo. 

Los ecologistas, sin embargo, insisten a menudo en extraer lecciones de una naturaleza que idealizan, pues obvian que el conflicto es un elemento esencial en ella. Esto no es algo propio solamente de nuestros tiempos: para Kropotkin, por ejemplo, fue fundamental encontrar en la naturaleza una justificación al anarquismo. Kropotkin argumentaba en contra de los darwinistas sociales ―que dirigieron también su mirada a la naturaleza para fundamentar su ideología― al defender que los animales dependían del apoyo mutuo para sobrevivir. Si bien es cierto que la selección natural ha posibilitado que algunas especies muestren formas de cooperación muy complejas ―lo vemos, por ejemplo, en muchos insectos sociales―, también lo es que la naturaleza ha dado con formas de esclavitud muy sofisticadas, como sucede con muchas especies de hormigas. Ni siquiera la guerra es un fenómeno exclusivo de la especie humana, como explica el biólogo Arcadi Navarro en el ensayo Contra natura, en el que desmiente todos los tópicos de lo que él llama biocentristas, es decir, de aquellos que «antropomorfizan, idealizan, mitifican y sacralizan» la naturaleza. Su tesis es clara y rotunda: la naturaleza no se rige más que por las leyes de la selección natural, y es absolutamente ridículo considerarla armoniosa, pacífica, sostenible, sabia o maternal. 


Foto: Andrew-Art , Totem Nature Landscape, via Needpix.com