Siempre me ha sorprendido la poca bibliografía que existe sobre cómo valorar de una manera razonada las obras literarias. Northrop Frye incluso llega a afirmar que la valoración no es algo que corresponda a la crítica. Sin embargo, cada vez que acabamos de leer una obra, la valoramos inmediatamente, por el mero hecho de pensar si nos ha gustado o no. Lo difícil para la crítica es razonar el gusto, saber racionalizar por qué se trata de una obra cualitativamente buena, mediocre o mala. Y esa racionalización, que parece ser tan difícil, el tiempo la realiza de una manera tajante y definitiva. Un ejemplo: la novela No digas que fue un sueño fue Premio Planeta en el año 1986. Se vendieron más de un millón de ejemplares en poco tiempo. Incluso hubo una entidad bancaria que la regalaba a sus clientes. Su autor, Terenci Moix, un verdadero genio de la autopropaganda, supo promocionarla mucho mejor que la Editorial que la publicó. Pero una vez fallecido su autor, la novela ya no se ha reeditado más, ni tan solo se han vendido los ejemplares usados, que se pagan, según he visto en Internet, a un euro. El tiempo necesitó menos de quince años para borrar de un plumazo lo que fue uno de los éxitos más espectaculares de la literatura española de finales de siglo. Josep Pla solía decir que los valores literarios son ondoyants; es decir: volubles; suben y bajan. Es una verdad a medias, porque con el paso de los años, los clásicos no desaparecen, y la mala literatura, por más éxito que haya tenido, por más promoción que se le haya dado, por más premios que haya recibido, nunca emerge de nuevo.
En este artículo voy a intentar explicar hasta qué punto es posible razonar objetivamente el valor de las obras literarias. En mi libro Poesia i veritat (Edicions de 1984), decía que en la literatura, y sobre todo en la poesía, hay tres niveles formales fácilmente detectables: el exterior, donde están los elementos sonoros del lenguaje; el intermedio, que refleja la organización sintáctica de las frases; y el interior, que configura la manera como el lector percibe e interpreta el sentido de las figuras.
Valorar la forma exterior es relativamente fácil. Es fácil, por ejemplo, distinguir una rima de un ripio. Una buena rima nos ofrece el pequeño milagro de que la semejanza sonora se contagia al sentido. El ripio, en cambio, destruye esa posibilitad. En la expresión italiana traduttore, traditore la verdad no es objetiva, pero la semejanza sonora se contagia al sentido. Ahora bien, la expresión solo es verdad cuando los traductores tienen menos talento que el autor del original. Los que hemos traducido (y seguramente los que traducirán) a Shakespeare lo sabemos muy bien: no tenemos más remedio que ser traditori. Pero cuando un traductor tiene más talento que el autor, entonces el traductor no es un traditore, sino un miglioratore. Hay pocos casos, pero los hay, como, por ejemplo, el de Baudelaire traduciendo a Poe.
El dicho italiano, pues, no expresa una verdad general. Es solo una ilusión de verdad, dada por la semejanza sonora entre ambas palabras. Y en literatura, lo que se dice no tiene por qué ser verdad, pero sí tiene que darnos la ilusión de ser verdad. Como el lenguaje literario no es referencial, su verdad no se obtiene con la correspondencia entre lo que se dice y la realidad. La verdad se mide con otros parámetros: los marcados por la forma. En literatura, las frases, como dice Félix M. Bonati, son icónicas. Es el lenguaje lo que crea la verdad de las frases, así como la credibilidad de lo dicho y de los personajes que lo dicen, incluyendo al narrador. El autor crea sus personajes no solamente con descripciones (telling), sino sobre todo también representando su habla y sus acciones (showing).
Por consiguiente el uso del lenguaje es esencial para valorar la verdad de la obra. La violación de las reglas gramaticales, por ejemplo, se puede dar por dejadez o por el talento que transforma una violación en algo que ofrece más energía comunicativa. Dylan Thomas, por ejemplo, escribió en un poema la expresión A grief ago, colocando grief (pena) en un contexto que exigía un sustantivo temporal moment, day, week, month, year, etc. Thomas lo hizo deliberadamente para obtener más sentido. El lector está escuchando una voz que no mide el tiempo según la convención habitual, sino que lo mide por «penas». Al decir «Desde hace una pena» en vez de, por ejemplo, «Desde hace una semana» transgrede la gramática a favor de lo imaginativo, cosa que no ocurre cuando un escritor rompe las reglas sintácticas por descuido o dejadez.
Mario Vargas Llosa, para poner otro ejemplo análogo, escribió, en La casa verde, esta frase: «Un matorral escupe una gallina», donde hay dos violaciones de la gramática: los matorrales no escupen nada puesto que este verbo subcategoriza un sujeto animado, y el mismo verbo no puede llevar un objeto directo animado. Y, sin embargo, ambas violaciones dan un resultado excelente, puesto que los observadores del matorral están hambrientos, lo cual ofrece al narrador el punto de vista de los observadores de la gallina.
Es pues bastante fácil valorar positivamente las transgresiones gramaticales cuando nos ofrecen más energía comunicativa. De la misma manera, es fácil valorar negativamente las transgresiones que no consiguen ofrecérnosla. D.H. Lawrence, por ejemplo, escribió: She lifted her face implicitly, y tambien He’s very dirty, said the young Russian swiftly and silently. ¿Cómo diablos se puede «levantar el rostro implícitamente» o bien decir algo «silenciosamente»? Estas chapuzas de estilo, muy distintas a los grandes ejemplos de Dylan Thomas y Vargas Llosa, que he citado antes, son también fáciles de detectar, y un buen lector siempre es capaz de ver la diferencia entre lo sublime y la dejadez.
Creo que también es fácil valorar el uso de figuras, tanto en la poesía como en la prosa. Para ilustrarlo voy a dar un ejemplo de George Eliot. Procede de Silas Marner. El protagonista es acusado injustamente de un robo, y es expulsado de su aldea. Se ve obligado a ir a vivir a un pueblecito vecino, y, cuando lo ve de lejos desde la colina, admira los huertos que están bajo su vista. El narrador nos los describe con la frase siguiente: Gardens looking lazy, in their neglected plenty («Huertos que parecían ociosos en su descuidada abundancia»). El poder de esta frase depende exclusivamente de una hipálage que, además, incluye una personificación: el predicado lazy con el sustantivo gardens. Pero el valor creativo de la frase viene del hecho de que no son los huertos los ociosos, sino los que trabajan en ellos, y no es la abundancia lo descuidado, sino los huertos.
Las figuras se valoran positivamente cuando son nuevas. Las metáforas se valoran negativamente cuando ya han sido utilizadas, y por esa razón se llaman metáforas muertas, lo cual nos indica que las figuras también se pueden valorar fácilmente atendiendo a ese criterio.
Naturalmente, tenemos que excluir las valoraciones ideológicas, puesto que además de no tener ningún interés, fiarse de ellas nos conduciría al caos, a la imposibilidad de llegar a acuerdos racionales. Tendríamos tantas valoraciones como ideologías posibles.
Creo que los años de dictadura que sufrió España deformaron la función de la crítica y de la literatura. Se le exigía a ambas que fueran instrumentos políticos para influir sobre la realidad, lo cual ha causado que los ideólogos abunden más aquí que en el resto de Europa. Un ejemplo: recuerdo que, a Joaquim Molas, no le gustaba la poesía de Josep Carner; era un tema sobre el cual discutíamos amigablemente cada vez que coincidíamos, pero él solo se atrevió a decirlo públicamente en un artículo que apareció en Serra d’Or, en el cual afirmaba que Carner no era un buen poeta porque no era progresista. Pero como dijo muy bien W.H. Auden, Poetry makes nothing to happen, la poesía no sirve para cambiar nada, ni para tener un mundo mejor. Y lo mismo podríamos decir del arte en general.
La música, afortunadamente, excluye la crítica ideológica. Efectivamente: sería estúpido afirmar que una determinada sinfonía es buena porque es progresista y otra es mala porque es reaccionaria. Pero la música sí acepta valoraciones subjetivas, que no solo pueden darse en dos personas distintas, sino en una misma persona en distintos momentos de su vida. Y quizás sería interesante distinguir también entre valoraciones subjetivas y preferencias concretas personales. Por lo que a la música se refiere, también sería estúpido comparar a dos compositores como Mozart y Beethoven. Tampoco estaría bien afirmar que un compositor es mejor que otro porque tiene más sustancia musical. Comparar obras distintas para valorarlas distintamente es siempre absurdo. Lo que no es absurdo es admitir que en la música y en las artes en general, una vez valorados los niveles objetivables, llega un momento en que tenemos que admitir la subjetividad en la valoración. Y cuando la admitimos, la uniformidad desaparece de inmediato.
A diferencia de la música, la literatura, como dice Anthony Burgess, está empapada de moralidad, porque tiene que ver con comportamientos humanos. Entonces, hablando de valoraciones subjetivas, ¿podemos preguntarnos qué puede ocurrir cuando esta moralidad no coincide con la nuestra propia? El problema parece insoluble puesto que, planteado así, hay una guerra constante entre dos valores: el ético y el estético. Es decir: ¿podemos encontrarnos con una gran novela que presente la destrucción de los valores éticos que sustentan nuestra vida? ¿Qué hacer en este caso? Es evidente que no podemos valorar de dos maneras distintas; no podemos decir: «Esta novela es una obra maestra, pero éticamente es un insulto a mis creencias», ni lo contrario: «Esta novela enseña virtudes morales que están de acuerdo con lo que yo pienso, pero estéticamente es malísima». Ambas frases son absurdas porque todo el mundo sabe que no hay estética sin ética, ni ética sin estética. Cuando una aparece sin la otra, la obra literaria pierde su valor. Ninguna obra ha pasado a la historia ni se ha convertido en un clásico si ambas cosas no están unidas por más tensiones que presenten entre si.
Que la estética y la ética van unidas nos lo dice veladamente Northrop Frye cuando compara la tragedia con el melodrama. El género trágico, afirma Frye, se distingue del melodrama porque éste reafirma al público los conceptos éticos adquiridos. La tragedia, en cambio, los altera e incluso puede invertirlos. La tragedia es estética, nos despierta del sueño ilusorio de la certidumbre; el melodrama es «an-estético» (anestésico): hace que permanezcamos en el sueño ilusorio de lo que las convenciones sociales nos imponen para juzgar lo bueno y lo malo.
Por más que el melodrama presente un lenguaje sin violaciones gramaticales, por más que use buenas figuras retóricas, o cualquiera de la cualidades especificadas más arriba, por el mero hecho de ser “an-estético” (anestésico), es también antiético. Es por esa razón por lo que, en arte, estética y ética van siempre unidas. Creo que eso vale no solo para la poesía y la literatura, sino también para el arte en general, porque el arte no está hecho para adormecernos, no es un hipnótico, sino todo lo contrario. Nos despierta para que podamos ver mejor. Lo que hagamos después de ver mejor, ya no pertenece al arte, sino solo a nuestra responsabilidad personal.
Foto: Estatua del crítico literario Northrop Frye en Northrop Frye Hall, via Wikimedia Commons